viernes, 1 de junio de 2012






                                                                       
NOVIOS



Vendió todo lo que tenía y se marchó a Buenos Aires. Otro país y otro continente. Una ciudad inmensa y desconocida, con un nombre hermoso, sin recuerdos. No quería empezar una nueva vida. No quería empezar o terminar nada. Aquel era un lugar de paso. No quiso trabajar, porque trabajar suponía ver siempre las mismas caras. No quiso tener relaciones estables. Cada dos o tres meses salía de caza. No le resultaba difícil encontrar un hombre de su agrado. Era joven y hermosa y vestía con descaro. Solía operar siempre del mismo modo. Dejaba que fueran ellos quienes se le acercaran, se mostraba cariñosa y disponible. Conocía bien cuándo había llegado el momento de sugerirles que buscaran un taxi, y ellos, sus víctimas, se mostraban encantados de complacerla. Nunca los besaba hasta llegar a su apartamento. Entonces cerraba la puerta con llave y se quitaba la ropa. Pasaban un día, dos, tres… Hacían el amor a todas horas. No salían de la cama si no era absolutamente imprescindible. Al principio ellos estaban encantados. Ella satisfacía todos sus deseos, averiguaba cuáles eran sus fantasías más vergonzosas y se esmeraba en cumplirlas. Sabía ser sumisa y osada. Sabía como hacer que ellos olvidaran hasta su propio nombre. Dejaban de ir a trabajar. Dejaban de pensar en sus esposas e hijos. Se convertían en simples engranajes. Los reducía a un punto ubicado en el centro de su cuerpo.
Los días pasaban y el sexo se volvía pétreo. A medida que sus fuerzas les fallaban, ellos empezaban a inquietarse. Entonces les hablaba. Le decía que esa era su casa, cuando en realidad era un apartamento recién alquilado. Le daba un nombre falso y un teléfono falso. Les contaba que estaba haciendo un estudio para la universidad, o que era la hija secreta de un millonario, o incluso que era una ladrona buscada por la policía de medio mundo. Les decía cualquier cosa que se le ocurriera en ese momento y ellos lo creían. Luego les permitía un leve descanso, antes de volver a la carga. Ella sabía dosificar su angustia. Para ella eran libros abiertos. Ellos mismos le habían abierto las puertas, le habían mostrado sus entradas secretas.
Poco a poco iban agotando sus últimos cartuchos. La habitación olía a avalancha. El miedo levantaba su bandera de derrota sobre el marasmo de las sábanas y entonces ella, con un gesto perfectamente planificado, se mostraba ofendida y les arrojaba las llaves de la puerta. Aquel era el momento de la verdad. Durante unos segundos respiraba excitada, esperando algo que le sorprendiera, una señal que no llegaba porque indefectiblemente ellos, los hombres diferentes cuyas vidas había sorbido lentamente, se daban la vuelta y le perdían perdón. Y ella los consolaba, ella siempre los consolaba con hermosas palabras de amor. Desde luego que todo era mentira. Todo lo que salía de su boca era una gran mentira. Pero hasta la mentira más inverosímil necesita un pedazo de verdad para sustentarse. Por eso cerraba los ojos. Y se decía para sí misma: “inventario”, “serón”, “ganchillo”, “impuesto”, “apostólico”, “mecanografía” o cualquier palabra fea que se le ocurriera en ese momento. Todo para no pensar en ellos, todo para no pensar en sus caricias. Ni en el efecto de sus caricias sobre su piel. Entonces bebía. O fumaba. O se hacía la dormida. Cualquier cosa menos dejar que ellos pensaran que tenían algún poder sobre ella, aunque fuera un poder fugaz, momentáneo, como una gota de agua que golpea la tierra reseca, como las huellas de unos pies sobre la arena húmeda. Ellos podían estar ahí, podían ser masas pesadas de rocas que se desplazaban sobre su superficie, podían dejar un rastro leve, la presión de sus dedos cuando los tenía arriba o debajo, el rictus de dolor que precede al desplome, pero no podían penetrar más allá de su piel de hielo, de su caparazón frío y compacto. O eso pretendía. Porque siempre había que recurrir a métodos drásticos. Había que hablar con palabras sangrientas. Había que morder y arañar para escapar por una claraboya estrecha. Y  había que tomar un tren o un autobús. El que fuera. El primer tren o el primer autobús que saliera de la estación. Y rápido. Había que hacerlo rápido. Sin palabras ni notas de despedida. Sin motivo aparente. Sin molestarse ni en hacer la maleta.
Entonces ella miraba el paisaje y escuchaba las conversaciones de sus compañeros de viaje. Y sonreía si le decían algo. Y tal vez hasta pensaba en el cuerpo que aún debía esperarla en una cama fría, el cuerpo al que ella no había querido poner nombre y que ahora estaba destinado a confundirse en su memoria como se confunden las conchas que uno ha ido recogiendo en todas las playas en las que algunas vez estuvo, como se confunden los peces que una vez sacamos del agua para luego volver a soltar. Y cuando creía que estaba lo suficientemente lejos bajaba del tren o del autobús y buscaba un hotel o un hostal o cualquier lugar donde nadie le hiciera demasiadas preguntas. Pero al final volvía Buenos Aires. Siempre volvía a aquella ciudad. Después de un tiempo viajando sin dormir nunca más de dos noches en la misma cama, volvía a alquilar algún apartamento en un barrio tranquilo y discreto. Allí trataba de retrasar lo inevitable. Dejaba pasar algunos días actuando, vistiendo y hablando como una turista. Y por las noches frecuentaba prostitutas, buscando en cuerpos femeninos el sosiego que no encontraba en los cuerpos de los hombres con los que se acostaba, pero a los que siempre volvía, como volvía siempre a la misma ciudad. Estaba atrapada. Atrapada entre calles desconocidas y rostros desconocidos. Fuese a donde fuese, besase a quien besase, siempre regresaba a la misma ciudad, al mismo cuerpo.
Hasta que una noche se rindió. Por puro agotamiento, como bien había supuesto que acabaría pasando. Pero no se dejó caer en una sucia acera. No terminó sus días en un triste arrabal. Con su último aliento, consiguió llegar al aeropuerto y subirse a un avión. No supo de donde había sacado fuerzas: estaba más muerta que viva. Y pese a todo tuvo ciertos momentos de lucidez a lo largo del vuelo. Ciertos momentos tan breves como oportunos. “Vamos a servir la cena”, escuchaba que le decían. Y ella intentaba sonreír y colaborar en la medida de lo posible, que no era mucho. “Abróchense los cinturones” ordenaban por megafonía. Y ella abría los ojos, movía dificultosamente las manos y lograba, cuando ya la azafata se acercaba a comprobar que todo estaba bien, abrocharse el cinturón por sí misma.
Una suave marea de cuerpos la empujo hacia la salida. Ella no hizo nada. Se dejó llevar y al momento estaba fuera del aeropuerto. El día era radiante. Miró al cielo y comprendió que había estado equivocada. Pero, ¿qué importaba eso ahora? Hizo un gesto ambiguo y un taxi se paró a su lado. Le pidió al taxista que la llevara al cementerio. El taxista se sorprendió pero no quiso preguntar nada. Por no preguntar, ni siquiera le preguntó si quería que le esperase. Se limitó a dejarla en la acera, cobrar la carrera y marcharse a toda velocidad.
A partir de ahí todo fue más fácil. Ni siquiera fue necesario esperar que la puerta se abriera. Estaba así bien. Cerrada era cómo tenía que estar. Empezó a andar lentamente hacia la ciudad. Cruzó los solares y las vías del tren y llegó a las primeras fincas. Desde allí la tapia del cementerio parecía el muro de una pequeña fábrica abandonada, y los cipreses se confundían con los chopos del río que estaban detrás. Continuó caminado. Pensaba en todo lo que había hecho en el último año. Pensaba en Buenos Aires. Y pensaba en su novio. Por primera vez desde hacía un año pensaba en él de un modo abierto, franco, sincero. Y era fácil, era tan fácil como seguir caminado  mientras volvía la cabeza de tanto en tanto. Las primeras calles se extendían frente a ella. Se paró un momento. El cementerio ya era un simple borrón en el horizonte. Pensó en Buenos Aires, en las camas, los cuerpos, las palabras sucias como las sábanas que la envolvían en aquellos cuartos húmedos y oscuros en los que, ahora, bajo el sol radiante de su ciudad, no entendía como había podido vivir. Sí, tenía muchas cosas que explicarle. Y él tenía muchas cosas que perdonarle. Pero ya no importaba.

(Relato perteneciente al libro "La vida mientras tanto", foto y texto del autor)

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