domingo, 14 de febrero de 2021

 




Mi Venecia



Cuando volví al parque la policía ya había encontrado a mis amigos. Yo me había levantado muy pronto, había saltado la valla y buscado una fuente para beber. Entonces descubrí que había dormido en el parque de la Bienal de Arte de Venecia. Por la noche, a oscuras, buscando un rincón donde todos pudiéramos dormir tranquilos, ninguno se fijó en las esculturas. Pero cuando me levanté, aún muy temprano, me tropecé casi literalmente con alguna de ellas en mi camino en busca de la salida. Luego encontré la fuente y fue entonces cuando Venecia me ofreció uno de esos espectáculos a los que uno sólo asiste unas pocas veces en su vida. El parque estaba muy cerca del Gran Canal y la fuente estaba casi al borde del agua. Cuando llegué un muro de niebla me cerraba la visión. Por detrás de mí podría intuir varios tejados, un largo paseo desierto. Por delante, nada, una masa oscura de agua y una blanca pared de niebla que surgía del agua y ascendía hasta las nubes, hasta un cielo que resultaba imposible de identificar. Niebla, agua y una brisa fría. Ya iba a volver, bastante contento pese a todo (había dormido bien, muy bien, pese a dormir sobre la tierra desnuda) y el cansancio de varios días viajando en trenes parecía haber desaparecido. Tenía ganas de más. De ver la ciudad, de tomar otro tren, de hablar y reírme con mis amigos. Teníamos una cita en Debrecen, Hungría, dentro de una semana. Nos lo tomábamos con calma. En algún momento comenzaría el curso universitario, en julio había estado en Estambul, agosto entero lo había pasado en un pueblo de Lugo, trabajando como voluntario en un albergue para peregrinos del Camino de Santiago. Ahora, en septiembre, viajaba a Hungría saltando de tren en tren y de parque en parque, sin graves problemas de momento. 

Que unos policías franceses o italianos o austriacos (como iba a suceder pronto), nos despertaran de buena mañana o se empeñaran en no dejarnos dormir en los bancos de una estación eran cosas sin trascendencia, simples anécdotas que rápidamente se perdían en la memoria. Muy poco después, en una estación austriaca, hablé con una mujer latinoamericana que estaba atrapada allí con sus dos hijos pequeños. Unos policías le impedían coger ningún tren y otros policías le impedían regresar por donde había venido. La mujer pretendía ir a Alemania a reunirse con su marido. Nunca supe si llegó o no llegó. Yo pude seguir viajando. Mi pasaporte me abría todas las puertas, pese a las miradas de recelo de los policías, que no dejaban de advertir que éramos un grupo que requería una vigilancia especial. Muestra pinta nos delataba: en una semana no habíamos tocado un peine, una máquina de afeitar, casi ni nos habíamos cambiado de ropa y no habíamos pisado una ducha. Y además las mochilas en la espalda llamaban la atención de sus perros, sin incidentes serios de momento.

Aquella mujer fue mi primer contacto real con eso que se llama “emigración irregular”, o directamente “ilegal”. Y resultó que eran personas de carne y hueso, con las que podrías hablar en un andén de una estación, en tu propio idioma, pero por las que no podías hacer absolutamente nada, y menos allí donde tú también eras un extranjero.

Los policías italianos que nos descubrieron de buena mañana en el parque de la Bienal, por otro lado, no nos molestaron más que un par de minutos. Era evidente que no podían acusarnos de mucho. Las esculturas estaban bien. No habíamos ocasionado ningún destrozo, sólo dormido en un lugar no destinado a ello. Si hubieran preguntado a las arañas del parque la historia hubiera sido distinta. Resultó que el parque de la Bienal estaba lleno de telarañas y claro, de noche, con la mochila a cuestas, buscando un recodo donde dormir, íbamos destrozando una telaraña tras otra, primero entre exclamaciones de fastidio y luego, ya acostumbrados, entre risas y bromas. Pero las arañas, evidentemente, no pudieron testificar en nuestra contra y al momento ya estábamos en la calle, en el largo paseo que llevaba por la orilla del canal hasta la Plaza de San Marcos. Para entonces yo acababa de vivir mi epifanía. No se lo conté a ninguno de mis amigos. Desde el primer momento comprendí que esa experiencia era intransferible. O más que intransferible, íntima. 

San Pablo cayó del caballo y se convirtió en un apóstol. Yo tuve bastante con convertirme en un devoto. Mi religión: el arte barroco italiano. El culpable: un arquitecto llamado Baltasar Longhena.

No sé cuantas fuentes hay en Venecia. La que yo encontré resultó estar delante de la iglesia de Santa María de la Salud. Lo que pasaba es que la iglesia yo no podía verla porque estaba envuelta en la niebla. Pero justo mientras yo bebía la niebla empezó a disiparse. Apareció una gran cúpula, luego la niebla se retiró hasta el agua y pude ver su portada, su escalinata, sus enormes volutas. En unos segundos pasé del estupor a la admiración más absoluta. Yo conocía esa obra. La había estudiado en COU, en Historia del Arte. Y la había vuelto a estudiar ese mismo curso en la facultad, donde una aburrida profesora iba pasando una diapositiva tras otra. Pese a todo, me costó unos segundos reconocer la iglesia. Aquello no era una fría fotografía en un libro de texto, aquello era un edificio gigantesco, magnífico, terriblemente bello. Y por supuesto no era sólo el lugar, sino también el momento. Al amanecer, cuando la niebla se retiró y los primeros rayos de sol iluminaron el mármol blanco, cuando al color anaranjado y rosado del cielo se le unió el verde y azul oscuro de las aguas del Gran Canal. Fue la casualidad lo que me llevó a contemplar ese espectáculo. Pero sé que esa será una de las imágenes que no faltarán, si las cosas suceden como las cuentan, cuando mi mente rebobine a toda velocidad la película de mi vida segundos antes de la muerte. Esa imagen la guardaré siempre en ese lugar secreto y querido donde se guarda lo más importante. Y sí, desde luego, el viaje continuó. Ese día dejamos las mochilas en la consigna de la estación y nos dedicamos a vagabundear por Venecia como un grupo de turistas cualquiera. Y luego por la noche cogimos un tren para los Alpes austriacos y, sin saber bien cómo, acabamos de madrugada varados en una ciudad austriaca cuyo nombre nos resultaba casi impronunciable y cuya existencia nos era absolutamente desconocida hasta ese mismo momento. Allí vivimos nuevas y extrañas aventuras y luego el viaje continuó. Cruzamos otra frontera y dejamos de contar los trenes, como también dejamos de contar los días que llevábamos de viaje: eran muchos, y aún nos sabían a poco. Y las caras silenciosas de los andenes nos dejaron claro que estábamos muy lejos, pero que aún podíamos ir mucho más lejos. 

En esos momentos parece que vivir sea eso. Y vaya a seguir siendo eso indefinidamente. Pero no. 

Al final, la vida se complicó y se complicó, como un cordón al que se le van añadiendo nudos. Ahora descubro que nunca he vuelto a Venecia y que no sé si volveré algún día. Nunca les conté a mis amigos lo que había visto. Me uní a ellos y esperé a que los policías se cansaran de nosotros. Y cuando me preguntaron les respondí simplemente que “Bebiendo en una fuente”. Desde entonces he sido un devoto callado y discreto. Aún hoy, cuando alguien me cuenta que ha estado en Venecia, cuando me enseña las fotos que ha hecho, las postales que ha comprado, yo callo y sonrió afablemente. Pero me debo estar haciendo viejo porque no paro de recordar mis viajes de juventud. Y hasta me permito dar consejos: Busca tu Venecia. No seas un turista. Salta las marcas del suelo. Seguro que tu Venecia te espera en alguna parte.






(En tren por los Alpes Austriacos, original en diapositiva, una de las pocas imágenes de aquel viaje que conservo, debe ser, si no me equivoco, el año 1995. "Mi Venecia" es un texto publicado hace bastantes años en una revista digital ya desaparecida. Lo rescato tal cual estaba, aunque ahora cambiaría algunas cosas...)