sábado, 23 de junio de 2012

  



LO QUE PASÓ ENTRE TU PAPA Y TU MAMA


Aquel verano, ya lo sabes, trabajaba en el yacimiento. Y aquella noche habíamos bajado en los coches al pueblo, a un pueblo cercano. Nos habían dicho que eran fiestas y que habría música en directo. Y allí fuimos, sin saber que íbamos a encontrar. Yo estaba de muy mal humor. Había hablado por teléfono con Helena, mi primera mujer. El despacho del director estaba ocupado y había tenido que usar uno de los teléfonos de la zona de administración. Esos teléfonos no eran seguros. Las paredes provisionales dejaban pasar todo tipo de sonidos. Desde el despacho contiguo te podían escuchar perfectamente, sin necesidad de recurrir a ningún truco. Y yo había acabado gritando y maldiciéndola, con el teléfono en la mano (Helena ya había colgado). Por pura casualidad me tocó compartir una furgoneta con una chica llamada Emma. Yo no tenía nada contra ella, por supuesto. Lo que hiciera con su novio era su problema. Y lo que su novio le hiciera a ella, también era su problema. (Yo había visto muchas parejas así, las veía llegar todos los primeros de mes y las veía romperse a los pocos días: demasiadas mujeres cerca, demasiados hombres dispuestos a mostrarse comprensivos, demasiada bebida, demasiadas estrellas sobre tu cabeza y demasiados kilómetros a cualquier parte, era lo que tenía excavar en pleno altiplano, con una simple tienda de campaña como casa). Aquella noche, lo vi enseguida, ella también tenía problemas. Al principio intentó disimular. Quiso bailar, reír, beber, hacer lo que hacían todos, pero a medida que pasaban las horas iba hundiéndose en su amargura, como yo también iba hundiéndome en la mía. De manera que el viaje de vuelta fue muy silencioso. Todos dormían menos el conductor, ella que iba en la parte de atrás, apretujada junto a la ventana, y yo, que iba en el asiento del copiloto. Ella miraba a través del cristal y lloraba en silencio. También estaba borracha. Yo había visto muchas veces esa escena: ella llorando borracha, él follando tranquilamente en alguna tienda, o puede que en alguna litera de algún barracón de la zona intermedia, en cualquier caso estaba con otra y eso no era nada extraño, ni que su novia acabara llorando en un rincón… No. Aquello pasaba todas las noches. No era nada especial… Algunas noches veía a alguna pareja discutiendo cuando hacía mi ronda. Otras veces recogía a alguna chica o algún chico y me los llevaba a un lugar cubierto, porque las noches del altiplano eran muy traicioneras, y no quería que, además de con el corazón roto, amanecieran con un resfriado horrendo o algo peor. Aquello no era algo de lo que me gustaba hablar. Yo me limitaba a mirar y no actuaba si no era necesario. Y allí, en esa furgoneta, mirando a Emma por el espejo retrovisor, actuar no me parecía necesario. Ella aún trataba de mantener el tipo. No quería que la vieran llorando. Pero en cuanto bajara del vehículo, se echaría a los brazos de cualquiera. Y era guapa. No le faltarían candidatos para consolarla.
¿Aquello estaba bien? Todas las noches pasaba lo mismo en algún lugar del campamento. No todos los hombres se comportaban de igual modo, desde luego. Algunos no paraban de ligar y otros se quedaban a dos velas. Algunos eran fieles a sus parejas y otros eran fieles a su entrepierna. Para estos últimos Emma era una más, un polvo de una noche y una nueva muesca en su revolver… Era una pena. Pero así estaban las cosas. Mientras regresábamos al campamento me pregunté con quién acabaría la noche. Conocía a varios posibles candidatos. Los veía actuar todas las noches. Seguía todos sus pasos. Conocía sus métodos. Era testigo de sus momentos de triunfo. Pero nunca traté de ser como ellos. Ni cuando tenía su edad ni ahora que estaba en una posición ventajosa. Tener las llaves del almacén y de la cocina tenía sus ventajas. Pero yo no quería utilizar esas ventajas. No me parecía ético. Pero esa noche era distinta. La escapada al pueblo, a ese pueblo que había resultado no ser mas que una aldea miserable, no había hecho sino aumentar mi enfado. Estaba enfadado por todo, por mi vida, por mi mala suerte, pero sobretodo estaba enfadado con Helena. Y eso no era nada nuevo. Cada vez que hablábamos por teléfono acabábamos discutiendo por una cosa o por otra, pero esa noche yo me notaba especialmente irritado. Tal vez era cosa de la luna llena. Tal vez era consecuencia de lo sucedido los últimos días en el campamento. O tal vez era sólo envidia. Simple envidia. Estaba rodeado de jóvenes, de jóvenes en los que yo ya no me reconocía. Cinco años antes yo era como ellos… Ahora yo notaba que ya no encajaba en su mundo, pero tampoco encajaba en ningún otro lugar.  Ese enfado se hacía extensible, sin que yo pudiera evitarlo, a todas las mujeres que me rodeaban. Alguien tenía que pagarlo…
Menos de una hora después Emma estaba en mi cama, bien dispuesta, preparada para lo que iba a suceder. Ya no lloraba. Estaba tan decidida como yo. Iba a pagar a su novio con la misma moneda. Y esperaba, esperaba porque pensaba que era mejor dejar que yo creyera que la iniciativa era mía. Esperaba porque un resto de pudor le decía que era mejor hacerse la remolona. Las mujeres, muchas mujeres por lo menos, tienen un instinto natural para eso. Son muy buenas actuando. Saben qué se espera que hagan. Saben cuando tienen que fingir ignorancia y cuando deben traslucir picardía. Emma era de esas. En un abrir y cerrar de ojos entendía cómo quería hacerlo yo. Y no tuvo el menor reparo en complacerme. No lo hacía por mí. En el sexo ni el amor nadie da gratis nada. En mi placer estaba su venganza. En mi venganza, curiosamente, también estaba su placer. ¿Qué puedo decir? ¿Fue una estupidez? Sí. Supongo… Ganas de meterse en líos…. ¡Cómo si no tuviera bastantes! ¿Fue un buen polvo? ¡Más que eso! Fue un polvo cojonudo, tan bueno como sólo los polvos inesperados con una desconocida pueden llegar a ser.
Yo no he tenido muchas experiencias tan placenteras en mi vida. Al menos en ese terreno. Salió todo perfecto. Se la metí sin problemas y tuve un orgasmo brutal, de esos que te hacen gritar como un salvaje. De todas formas, sea como sea, al final siempre se arrepiente uno. Normalmente es sólo un momento, pero es inevitable. Hagas lo que hagas, siempre te viene a la cabeza la maldita pregunta: “¿Qué he hecho?”. A veces es después, inmediatamente después. Pero otras veces es mientras… Y entonces es peor, porque un segundo de ofuscación (o de lucidez, según se mire…), un segundo de pensar: “¿Qué estoy haciendo?”, lo puede joder todo, puede mandar toda la emoción y la felicidad del momento al carajo.
Por suerte aquella noche todo salió bien. Ya lo he dicho… Al menos, mientras… Porque diez segundos después de terminar ya estaba arrepentido. Arrepentido de lo que había hecho y arrepentido de lo que iba a hacer… Ella estaba encima mío. Se había colocado así tan pronto había acabado. Lo habíamos hecho por detrás, en silencio, ella tumbada en la cama, con la cabeza ladeada, sin mirarnos. Así era más fácil. De manera que me había corrido muy pronto. Y ahora ella quería su parte de botín. Y en eso estaba, sobre mí, moviéndose dificultosamente, haciendo resbalar su cuerpo sobre mi pene, que ya no estaba para nada, que iba perdiendo volumen a toda prisa. Yo, pese a todo, intentaba cooperar. Pero para eso tenía que alejar los malos pensamientos. Por lo que a mí se refería, aquello estaba de más. Otro hombre en mi situación se hubiera levantado sin más, o se la hubiera quitado de encima sin miramientos. Yo no estaba obligado a nada. Con tu mujer, con tu novia, no puedes ser maleducado, pero ella no era nada, no era ni mi mujer ni mi novia. Probablemente no volveríamos a acostarnos nunca. Y sin embargo, algo me decía que aquello no estaría bien, que debía esperar a que ella terminase, aunque luego le diera una patada en el culo…. Así que aguanté, aguanté como pude (una situación bastante incómoda, desde luego) hasta que ella lanzó un gemido agónico y se hizo a un lado. Luego me levanté y me fui. En realidad la que se debería ir era ella (estaba en mi cama, no sé si lo he dicho), pero un estúpido prejuicio me impedía echarla tan pronto, así que decidí concederle un poco de tiempo mientras iba a mear y a beber agua.
Cuando volví, ella seguía ahí. Por lo visto se había quedado dormida. Pensé en despertarla, pero el mismo prejuicio de antes me lo impidió. De manera que me metí en el hueco que quedaba libre y me acosté para, una vez allí, pensar en cómo salir de la situación. Porque lo cierto es que la situación ya no estaba bajo mi control. Ella dormía placidamente. Yo no me atrevía a echarla. Aquello no iba bien…. No faltaba mucho para el amanecer. Y, en ningún caso, ella debía ser vista saliendo de mi habitación. Si eso ocurría yo podía acabar teniendo problemas. Tenía que hacer algo… Pero me dormí. Estaba cansado. Me dormí a su lado. Y me olvidé de ella. Un rato después noté que alguien me tocaba el culo y me asusté. Aún era de noche. Cuando recordé que no estaba solo en la cama, me di la lentamente la vuelta y pude ver como Emma me sonreía. Esa sonrisa me previno sobre lo que iba a suceder a continuación. Y yo asentí del mismo modo, con una sonrisa forzada. Aquello era muy peligroso. Aquello se me iba de las manos. ¿Pero qué podía hacer? Quería volver a acostarme con ella. Lo deseaba tanto como ella. Sin decir nada, sin hacer el menor ruido, Emma se deslizó suavemente sobre mis piernas y se sentó sobre mí. Mi polla desapareció en un túnel negro y no emergió hasta un buen rato después, exhausta y vencida. Ella se dejó caer a mi lado y me besó. Me pareció que aquello era demasiado, que tenía que actuar ya mismo, sin perder ni un segundo más. Una cosa es acostarse con una mujer y otra cosa es acabar dándose achuchones cariñosos. Yo sé donde te llevan los besos, los mimos y los lametones. Tenía que cortar por lo sano. Antes de que se durmiera otra vez, le di una pequeña sacudida y le dije, muy serio:
-Si te quedas preñada yo no quiero saber nada. Que quede claro.
Ella se enfadó mucho. Me llamó cabrón y cerdo insensible y no sé qué cosas más. Yo respiré tranquilo. Ella se fue y me quedé solo, pensando que no era para tanto. Luego me pregunté si no había ido demasiado lejos. Pero ella se había marchado y, con un poco de suerte, nadie sabría nada. Y eso era lo único importante.
A partir de ese momento Emma fue un caso cerrado. Yo continué con mi vida de siempre. Y ella siguió con la suya. No volvimos a acostarnos en todo el verano, ni tuvimos la menor intención de hacerlo. Ella aguantó toda la campaña. Se peleó con el capullo de su novio, como suponía, pero no se fue (se fue él). Lo que hizo fue liarse con un arqueólogo. Bueno, con un aspirante a arqueólogo, un chaval que, dentro de lo que cabe, no me resultaba demasiado desagradable. Un día no la vi en el comedor y le pregunté por ella. “Se ha ido a Madrid, pero vendrá pasado mañana”, me contestó. No volví a preguntar por ella ni me paré a pensar qué motivos le habían llevado a irse a Madrid.
Nos volvimos a ver casi medio año después, en unas conferencias de la facultad. Ella estaba sola. Al principio traté de evitarla. Pero ella vino hacia mí después de la conferencia y me habló como si fuera un viejo amigo. De manera que nos fuimos a un bar y nos sentamos a tomar algo. Le pregunté por el futuro arqueólogo y me contestó que seguían juntos.
–¿No te caen muy bien, los arqueólogos, verdad? –me preguntó.
–Tú misma lo has visto. Son unos prepotentes… Y unos explotadores. El tuyo aún es un pimpollo, pero ya crecerá…
Estuvimos hablando del campamento, de la excavación, de la comida (mala y poca) y los insultos y desprecios a los que sometían a los estudiantes (eso sí, siempre de modo indirecto, guardando las apariencias…). Luego hablamos de su vida privada. Me contó que Pedro, así se llamaba, estaba a punto de leer su tesis doctoral y que estaba insoportable. Que no se le podía decir nada y que siempre estaba encerrado en el despacho, o en la biblioteca de la universidad. De sus palabras deduje que su relación no tenía futuro. Para entonces yo ya estaba decidido a quedarme con ella, a hacer que esa misma noche se viniera conmigo, costara lo que costara. ¿Por qué? Para empezar porque estaba muy guapa. Así como estaba, vestida con un simple vaquero y una camisa ajustada, con el pelo cortado a lo chico en lugar de su media melena. Y segundo: porque yo había estado todo este tiempo pensando en ella. Todas estas noches y días sin podérmela quitar de la cabeza. Lo que había empezado con un simple polvo se había convertido en una obsesión. O algo peor que eso.
La cogí de la mano y la arrastré hasta el coche. Mi intención era esperar hasta llegar a mi casa, pero empezamos a follar en el mismo garaje. Como ella llevaba vaqueros, resultó un poco incómodo hacerlo en el asiento del conductor y nos fuimos a los asientos traseros. No sé cuantas personas le vieron el culo (a esa horas el garaje, un garaje del centro, de esos que van por horas, estaba bastante concurrido), pero nadie nos molestó. De todas formas, aquello eran sólo –los dos lo sabíamos– los preámbulos. Ella llamó a Pedro y le soltó una excusa. Luego pasamos la noche en mi piso.
Por la mañana se fue y no volví a verla hasta un mes después. Fue un mes desesperante, uno de los meses más largos e insoportables de mi vida. Todas las tardes esperaba que me llamara. Si salía de casa sufría pensando que ella podría llamar justo en ese momento. Luego imaginaba un montón de problemas. Imaginaba que ella perdía mi número, que su novio se volvía loco por la tesis, cosas así.
En aquel momento ya no tenía dudas. Estaba colado por ella. Yo ya era mayor para esas tonterías, pero había vuelto a caer en las redes del amor como un bobo. Para intentar quitármela de la cabeza, iba a ver a mi ex mujer y a mi hijo. Pero era inútil. Mi sentido común había dejado de funcionar. Había algo en ella que había cambiado. Sólo habíamos estado juntos una noche, pero aquello había sido suficiente para saber que aquella joven ingenua, casi inocente, del pasado verano se había convertido en una mujer mucho más adulta, más segura de si misma. Pero aún conservaba el entusiasmo en sus ojos. Estaba en el momento perfecto, ese momento entre la madurez y la resignación, entre la astucia y la desconfianza. Sabía mucho más de la vida, pero aún tenía ganas de comerse el mundo, aún no estaba escarmentada. Yo sabía que, si no perdíamos el tiempo, aún podíamos ser felices durante algunos años. Pero no le había dicho nada. La había dejado ir como un idiota. Y ahora todo dependía de ella, de su voluntad o deseo de volver a verme.
Y, sin embargo, llamó. Llamó cuando ya casi no la esperaba. Llamó para quedar en un bar, para decirme que “Teníamos que hablar” (algo que siempre me ha sonado muy mal). Pero llamó. Llamó y eso es lo que importa.
Pasara lo que pasara, yo estaba contento. Y contento hubiera ido al matadero…
“Ya lo has visto todo en esta vida”, solía repetirme por entonces. Pero me equivocaba. Y aquella tarde la vida me soltó dos buenos sopapos.
–¿Recuerdas julio? ¿No sabes para que me fui a Madrid? ¿De verdad que no te lo imaginas?
Le respondí la verdad. Ni me lo imaginaba entonces ni me lo imaginaba ahora.
–Fui a abortar. Seguí tu consejo.
No estaba enfadada. Pero tampoco estaba contenta. Me costó reaccionar. No entendía para qué me lo contaba a estas alturas. Ella no tardó en aclarármelo.
–Lo que no me explico es cómo he sido tan imbécil… Cómo me ha vuelto a pasar…
¿Qué? ¿Estaba oyendo eso? Aquello no podía ser cierto…
–Eso es imposible… –protesté.
–No. De eso nada. Difícil sí. Imposible no.
No quedaba mucho más que decir. Durante los siguientes diez minutos estuve odiándome a mí mismo. ¿Cómo podía tener tan mala suerte? Con mi mujer ya me había casado de penalti. Otra vez la misma historia… Traté de buscar una salvación desesperada. Le pregunté si estaba seguro que era mío (algo que nunca se debe hacer en estos casos). Ella podía haberse levantado de la mesa y haber desaparecido de mi vida para siempre. Pero me miró fijamente y se limitó a decir.
–Es tuyo. Seguro.
Me contó que con Pedro siempre usaban condón. Que con el único hombre que había sido tan imprudente era conmigo. Y que no se explicaba cómo había sido tan insensata.
–La culpa no es tuya. Es mía –le dije
–No. Es de los dos… –replicó ella.
Salimos juntos del bar. Aunque no hacía ninguna falta, aún le pregunté qué pensaba hacer.
–Aún puedo seguir tu consejo –me contestó, sonriendo.
–De eso nada –le respondí yo.
Nos dimos un beso. Ella trajo sus cosas y arrinconó mis trastos en un cuarto. El resto, hijo mío, tú ya lo sabes…

(Relato del autor perteneciente al libro "A ras de suelo")
(Fotografía del autor)

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