POCAS VECES EN MI
VIDA HE SIDO TAN FELIZ COMO AQUELLA NOCHE EN ESE TREN REGIONAL VACÍO, en pleno
invierno, en la inmensamente negra y fría noche meseteña, camino a la estación
de Soria con The Sundays en el
Watman. Tenía una cinta grabada por mí con sus dos primeros discos. Recuerdo,
como una pequeña película grabada en mi memoria el momento en que sonaba 24 hours. Esa canción no es una canción
normal, ni siquiera es sólo una
canción perfecta: es otro mundo, sus poco más de dos minutos son una sima
repentina que se abre a tus pies y te lleva a otra dimensión, un bucle en el
espacio-tiempo que te lleva a otro siglo o a otro planeta. Allí hay cordilleras
inexploradas, fauna desconocida, una nueva glaciación y un sol negro que
deslumbra sin rayos. Cada viaje es una aventura. Cada viaje es un enorme puzzle
con infinitas aventuras, posibles o reales. Pero cada viaje tiene un momento de
inmovilidad, un momento de serenidad absoluta, de vacío total de pensamientos,
un momento en que toda la mente se convierte en una gran esponja que absorbe
toda la información que le trasmiten sus sentidos sin juzgar ni interpretar
nada. Nunca he hecho un viaje astral ni creo en su existencia, pero si existe
una forma radical de desconectar la mente del cuerpo, o de sentir que el
espíritu tiene una entidad por sí mismo, una entidad que no tiene por qué ser
física pero que es real, eso es lo que se siente en momentos así: en un vagón
vacío perdido en la noche cerrada, en un espacio sin referencias externas y
donde el tiempo, la noción de tiempo, ha desaparecido por completo. Y el
vehiculo para llegar a eso es la música, es una canción, una simple canción.
¿Puede ser eso la felicidad? Para mí sí. En
aquel momento, mientras la música siguiera sonado, yo era feliz. Y me sentía a
salvo. A salvo de todo. De mí mismo. De la vida. De la no vida.
Si pudiera volver
atrás, si pudiera rebobinar mi vida hasta el momento exacto en que yo quisiera,
posiblemente elegiría detenerme ahí. No volvería más atrás. No volvería a mi
infancia o a mi adolescencia. Volvería a ese momento de mi vida en que tengo
unos 22 ó 23 años. Aún soy virgen. Aún estoy en la universidad. Ya he sufrido
mucho pero aún espero mucho del futuro. Y el futuro no me importa, el futuro es
sólo el presente inmediato. El futuro soy yo en ese tren, a solas en mi
asiento, con mi watman, con 24 hours resonando en mis oídos como un
milagro inesperado e inmerecido, como un milagro que sólo yo podía apreciar,
que sólo yo estaba viviendo, pues no había nadie en el vagón, ni había nadie
fuera, en la noche oscura, en la tierra desconocida y fría que se abría como un
pozo sin fondo al otro lado de la ventana.
Navidades.
Veinticinco de diciembre por la noche. Las familias replegadas en sus casas,
junto al fuego o a estufa y yo sólo en el mundo desierto, en el mundo
abandonado a la nieve y el viento. Yo decidido y satisfecho. Después de hablar
con una vieja amiga en Madrid, en la estación de Chamartín, entre dos trenes,
el que me traía de Játiva, de mi vida pasada, y el que me llevaba a Soria, a mi
vida futura. Navidades, una mochila llena, una cinta de Sundays en el Watman y
un amigo esperando en la estación. Y yo
sintiéndome inmensamente feliz, inmensamente afortunado, el hombre más rico y
feliz de la tierra. Con diez días por delante en Abioncillo de Calatañazor, con
su promesa de nuevas amistades, nuevas aventuras y nuevos descubrimientos. Y
nada detrás. Nada. Ni penas, ni dolor, ni angustia. Todo eso, junto con mis
miedos, mis dudas, mis inseguridades, mi ignorancia y mi rencor, todo eso se
había quedado en la estación de Játiva. Tenía la mente vacía, receptiva,
extremadamente aguda y lúcida. Y cada segundo era vivido con una intensidad
brutal, impactante, narcótica. La felicidad era eso. Un viaje que empieza. Una
música fuerte, poderosa. Una promesa y una certeza. Hay momentos que son tan
perfectos como el diamante más perfecto, y esos momentos aparecen en el lugar
más inesperado, en mitad del desierto, en el fango de un arrollo. Hay momentos
así.
(Foto del autor)
(Foto del autor)