jueves, 31 de mayo de 2012













POCAS VECES EN MI VIDA HE SIDO TAN FELIZ COMO AQUELLA NOCHE EN ESE TREN REGIONAL VACÍO, en pleno invierno, en la inmensamente negra y fría noche meseteña, camino a la estación de Soria con The Sundays en el Watman. Tenía una cinta grabada por mí con sus dos primeros discos. Recuerdo, como una pequeña película grabada en mi memoria el momento en que sonaba 24 hours. Esa canción no es una canción normal, ni siquiera es sólo una canción perfecta: es otro mundo, sus poco más de dos minutos son una sima repentina que se abre a tus pies y te lleva a otra dimensión, un bucle en el espacio-tiempo que te lleva a otro siglo o a otro planeta. Allí hay cordilleras inexploradas, fauna desconocida, una nueva glaciación y un sol negro que deslumbra sin rayos. Cada viaje es una aventura. Cada viaje es un enorme puzzle con infinitas aventuras, posibles o reales. Pero cada viaje tiene un momento de inmovilidad, un momento de serenidad absoluta, de vacío total de pensamientos, un momento en que toda la mente se convierte en una gran esponja que absorbe toda la información que le trasmiten sus sentidos sin juzgar ni interpretar nada. Nunca he hecho un viaje astral ni creo en su existencia, pero si existe una forma radical de desconectar la mente del cuerpo, o de sentir que el espíritu tiene una entidad por sí mismo, una entidad que no tiene por qué ser física pero que es real, eso es lo que se siente en momentos así: en un vagón vacío perdido en la noche cerrada, en un espacio sin referencias externas y donde el tiempo, la noción de tiempo, ha desaparecido por completo. Y el vehiculo para llegar a eso es la música, es una canción, una simple canción.
 ¿Puede ser eso la felicidad? Para mí sí. En aquel momento, mientras la música siguiera sonado, yo era feliz. Y me sentía a salvo. A salvo de todo. De mí mismo. De la vida. De la no vida.
Si pudiera volver atrás, si pudiera rebobinar mi vida hasta el momento exacto en que yo quisiera, posiblemente elegiría detenerme ahí. No volvería más atrás. No volvería a mi infancia o a mi adolescencia. Volvería a ese momento de mi vida en que tengo unos 22 ó 23 años. Aún soy virgen. Aún estoy en la universidad. Ya he sufrido mucho pero aún espero mucho del futuro. Y el futuro no me importa, el futuro es sólo el presente inmediato. El futuro soy yo en ese tren, a solas en mi asiento, con mi watman, con 24 hours resonando en mis oídos como un milagro inesperado e inmerecido, como un milagro que sólo yo podía apreciar, que sólo yo estaba viviendo, pues no había nadie en el vagón, ni había nadie fuera, en la noche oscura, en la tierra desconocida y fría que se abría como un pozo sin fondo al otro lado de la ventana.
Navidades. Veinticinco de diciembre por la noche. Las familias replegadas en sus casas, junto al fuego o a estufa y yo sólo en el mundo desierto, en el mundo abandonado a la nieve y el viento. Yo decidido y satisfecho. Después de hablar con una vieja amiga en Madrid, en la estación de Chamartín, entre dos trenes, el que me traía de Játiva, de mi vida pasada, y el que me llevaba a Soria, a mi vida futura. Navidades, una mochila llena, una cinta de Sundays en el Watman y un amigo esperando en la estación.  Y yo sintiéndome inmensamente feliz, inmensamente afortunado, el hombre más rico y feliz de la tierra. Con diez días por delante en Abioncillo de Calatañazor, con su promesa de nuevas amistades, nuevas aventuras y nuevos descubrimientos. Y nada detrás. Nada. Ni penas, ni dolor, ni angustia. Todo eso, junto con mis miedos, mis dudas, mis inseguridades, mi ignorancia y mi rencor, todo eso se había quedado en la estación de Játiva. Tenía la mente vacía, receptiva, extremadamente aguda y lúcida. Y cada segundo era vivido con una intensidad brutal, impactante, narcótica. La felicidad era eso. Un viaje que empieza. Una música fuerte, poderosa. Una promesa y una certeza. Hay momentos que son tan perfectos como el diamante más perfecto, y esos momentos aparecen en el lugar más inesperado, en mitad del desierto, en el fango de un arrollo. Hay momentos así.




(Foto del autor)


ECONOMÍA DOMESTICA

Podría gastar cien hojas
hablando de las dulces tardes del verano.
Prefiero reservármelas para más adelante.
Que en las duras tardes del invierno
el fuego escriba sus poemas
con su lápiz de ceniza.

(Del libro "Historia de Fantasmas", Ayuntamiento de Armilla, 2000)

PARA SENTIR LO QUE SIENTO

Lo que sintió Pavese.
Estoy sintiendo lo que sintió Pavese.
Y no hace falta el teléfono.
Llamas y nadie te contesta.
Pides ayuda y el silencio te escupe su desprecio.

No.

No hace falta el teléfono.

Para sentir lo que siento.
Para sentir lo que sintió Pavese.

Algunos, los que nada saben,
creen que la soledad
puede ser la peor pesadilla
de un hombre.
Pobre Pavese, que solo se debió sentir,
murmuran, apesadumbrados
y ciegos.
                        ¡Ciegos!

Los que nada saben…
hablan y hablan. Sus palabras parecen
veredictos irrevocables.
Son palabras tan claras y soberbias
que no explican nada.

Y ahora estoy siento lo que sintió Pavese.
Ahora soy Pavese frente al teléfono…
Hay demasiado pasado sobre ni espalda.
No puedo seguir andando, pero tampoco puedo volver atrás.
Por eso,
y porque sé
que una respuesta inesperada
puede ser infinitamente peor
que el silencio;
os digo: cierto, Pavese se sintió muy solo,
tan solo como sólo puede sentirse un hombre solo,
pero no basta.
No basta la soledad para acabar con un hombre acostumbrado a la soledad.
(Y lo digo con conocimiento de causa…)
Así que, vosotros que lo sabéis todo, cerrad
vuestras bocas.
Cerrad vuestra vanidad, y oíd:
algo peor que una respuesta inesperada
es una respuesta predecible.

(Pavese lo sabía bien.
Por eso prefirió el silencio.)


(poema y fotografía de A.V.F.)




Henry Miller dice que de un mal libro siempre se puede aprender algo, pero que un coño es siempre una pérdida de tiempo. A mí me gustaría haber follado tanto como Henry Miller para poder decir lo mismo. 


En el fondo todos los escritores despreciamos la vida. Normal. Todas las putas desprecian a su cliente.

Algunas citas que me parecen dignas de comentario:
-Unas frases de S. Sweig sobre Balzac que me definen muy bien. (O definían: yo era así de adolescente. Ahora he mejorado por un lado y he empeorado por otro.) Están sacadas de su biografía sobre el escritor y dicen: 
“¿De qué le sirve el espíritu, el saber, la exuberancia interior, si Balzac no se atreve a hablar, si sólo farfulla algunas palabras vacilantes, allí donde los demás, mil veces menos inteligentes que él, saben insinuarse con frases dulces?”.
(Después de leer este párrafo pensé: ¿Cuántos escritores no nos hemos sentido así alguna vez en nuestra adolescencia? ¿Cuántos no hemos visto como otros nos arrebataban lo que considerábamos de debía ser nuestro? Por lo visto el sufrimiento en la adolescencia es 
una característica básica de la condición de escritor.)

-Otra cita de otro gran escritor, al que le debo mucho, Paul Auster:

“Mi vida acababa de empezar y ya me movía en dos direcciones a la vez. Aún no lo sabía, pero para llegar a algún sitio tendría que esforzarme el doble que los demás”.

-Una cita de Vlaminck, pintor fauvista: “Era un bárbaro tierno”. Yo era así. Pero toda mi ternura estaba ahogada no sólo por la rabia, sino también por la tristeza. Lo que nunca entenderé es qué gracia tenía el asunto. (Cómo dice Vila-Matas no sé por qué extraña razón me convencí de que “para ser un buen escritor había que estar completamente desesperado”.) 













EL TRABAJO DE HERODES


Señores académicos, no teman ustedes.
Los auguirios son ciertos, el mejor poeta del naciente siglo
ha nacido ya,
pero no se inquieten, tenemos preparada una batería
de medidas de choque
que paso seguidamente a resumir:
Quince años en una escuela penitenciaria,
seguidos de diez años más en una universidad de alta seguridad.
Si después de esto aún resiste,
siempre tenemos el viejo recurso
de hacerle el vacío.


(Este poema, escrito hace dos años, ya ha quedado obsoleto. Antes pensaba que el sistema educativo español era malo, ahora pienso que mejor malo que nada. Si antes la escuela parecía ir a convertirse en un inmenso parvulario, ahora la escuela no es más que un campo en barbecho, y de un campo en barbecho sólo se puede esperar que crezcan malas hierbas...)


OTRA HISTORIA DE AMOR SUCIO

En la cama follamos.
En el bar hablamos.

En la cama no hablamos más que lo justo.
Me haces daño. ¿Te gusta? Así mejor.

En el bar hablamos del trabajo
(o de la falta del trabajo),
de los amigos
(o de la deserción de los amigos),
de la vida
(o de la falta de vida).

En el bar somos dos hermanos, dos compañeros,
dos viejos camaradas con nostalgia de alguna ciudad portuaria,
una ciudad brumosa y sin nombre donde todo sea posible.

En la cama no.

En la cama somos dos cuerpos ciegos,
dos cuerpos perdidos entre las olas
que se palpan con brusquedad.

miércoles, 30 de mayo de 2012


EL ORIGEN DEL MUNDO

Cuánta razón tenía el pintor
al titular así su obra.
Debajo la negrura espesa de la selva
se esconde un río secreto.
Hay cavernas y simas
pero ninguna se puede comparar
al sumidero de tu coño.

(poema basado en el cuadro del mismo nombre de Courbet)


SU MAYOR VERGÜENZA





Cuando la cinta se rompió suavemente y los vecinos congregados empezaron a aplaudir, Alvarado Fernández pensó que le había ganado la partida al cura. El pueblo por fin disponía de un cementerio civil. Un cementerio construido por y para los vecinos, un cementerio donde las familias podían enterrar a sus difuntos sin el oprobio de tener que pagar de un modo abusivo por los nichos. Un cementerio donde…
(Como buen orador, Alvarado Fernández preparó un gran discurso para aquella tarde, y los vecinos no dejaron de aplaudir y luego se marcharon tranquilamente a sus casas.)
Al final en el cementerio sólo quedaron el alcalde y el nuevo enterrador. Se miraron un momento en silencio, y el alcalde, eufórico, exclamó:
–¡Tu primo se va a quedar sin trabajo!
El alcalde se refería al viejo enterrador, el que continuaba trabajando en el cementerio parroquial, que curiosamente era primo del enterrador del nuevo cementerio.
Al alcalde le hubiera gustado que su empleado le diera la razón, pero el enterrador no respondió nada. Se limitó a bajar al cabeza y encender un pitillo.

Mientras volvía a su casa, Alvarado Fernández pensó en su padre. Además de su nombre y su apellido, Alvarado Fernández hijo había heredado de su padre su ideología política. Ahora podía por fin doblar los papeles del discurso y respirar satisfecho. Aquel cementerio había costado mucho. Para sus conciudadanos tal vez supusiera una sustancial mejora en su pecunio, pero para él era mucho más: era una cuestión de honor. En su cementerio, el cementerio del pueblo, todo el mundo tendría cabida. Los pobres suicidas no serían enterrados fuera, junto al muro, sin nicho, sin lapida, sin flores, sólo con una sencilla cruz en el suelo, tal y como los sucesivos curas habían obligado a hacer hasta ahora. Y los fusilados en la guerra tendrían un sitio de honor. (El alcalde pensaba hablar con sus familias. “Se acabaron las humillaciones”, les iba a decir. “Mataron a vuestros hijos y maridos y vosotros tuvisteis que suplicar para que os permitieran enterrarlos. Pero ahora se hará justicia…”, y al pensar esto el alcalde recordaba a su padre, que no murió en la guerra pero se pasó quince años en la cárcel.)
–Le he ganado la partida  –le digo el alcalde a su mujer. No le he quemado su iglesia, pero se acabaron sus abusos…
Y el alcalde pensó de nuevo en su padre, que había visto arder muchas iglesias y pese a todo era un hombre pacifico, que pensaba que con las palabras se conseguía más que con la violencia y desde la cárcel había animado a su hijo a lo largo de toda su carrera política. “Mi padre estaría orgulloso de mí”, pensó satisfecho. Aquel era un de los días más importantes de su vida.
–Las cosas van a empezar a cambiar… –sentenció.

Pasaron los años. El pueblo olvidó el nuevo cementerio. Las viudas continuaban visitando a sus difuntos como siempre. Y cuando les llegaba la hora pedían ser enterradas en el antiguo cementerio, el de toda la vida, a poder ser al lado de sus esposos. Y continuaban pagando el precio que marcaba el cura.
Alvarado Fernández estaba desesperado. 
–¿Cómo pueden pagar tanto por algo que pueden tener gratis? –le preguntaba a su mujer.
Lo cierto es que el cementerio civil estaba vacío. El alcalde había ofrecido trasladar sin coste alguno los restos de los difuntos de las familias que lo pidieran, pero nadie en el pueblo había formulado jamás petición alguna. Ni siquiera las familias de los fusilados, a las que tanto se las había humillado en el pasado, habían querido desenterrar a sus muertos para trasladarlos al vistoso mausoleo que el alcalde había construido para ellos.
La situación era tan grave que el alcalde se vio obligado a despedir al enterrador.
–El problema, señor alcalde, es que no está bendecido. Nadie vendrá a enterrarse hasta que el cura lo bendiga.
De pronto, el nuevo enterrador, un hombre taciturno por lo general, había roto su silencio y le había dado la solución.
Pero el alcalde no estaba dispuesto a hablar con el cura. El enterrador le dio las buenas tardes y se despidió.
El alcalde sabía que aquel hombre taciturno pero valiente iba a ponerse a trabajar con su primo. Al final el cura le estaba ganando la partida.
Las cosas siguieron como estaban. Hasta que ocurrió algo inesperado. El pobre alcalde se puso enfermo y se murió. Fue visto y no visto, una enfermedad muy rápida, casi ni se enterró de que se iba a morir.
Pero no tan rápida como él quisiera.
Aún le dio tiempo a ver entrar a el cura por la puerta de la habitación.
–¿Pero qué…?
Tenía la boca seca. Intentaba hablar y las palabras le abrasaban la lengua. El cura se dispuso a iniciar el rito de la extremaunción. El alcalde pido un papel y logro garabatear una frase. Después, por señas, logró que el papel llegara a las manos del cura.
En el papel ponía: “La religión es el opio del pueblo”.
El cura lo leyó y sonrió.
El alcalde fue enterrado en el cementerio parroquial. Su mujer pagó religiosamente el nicho.

(RELATO PERTENECIENTE AL LIBRO: "LA VIDA MIENTRAS TANTO")

Lo que les ocurre a muchos escritores con sus mujeres es que ellas se enamoran del hombre, no del escritor. Esto es exactamente lo mismo que les pasa a muchos músicos y a algunos pintores. En la mayoría de los casos el escritor-artista-pintor sabe mantenerse atado a su mástil, como Ulises frente a las sirenas, pero a veces, bien por confusión, bien por un deseo sincero, bien por una intolerable bondad, el escritor-artista-pintor quiere convertirse en buen esposo y buen padre sin dejar de ser buen escritor-artista-pintor. Y eso es imposible. Al final acaba por sentirse un traidor, un farsante, un mentiroso. Y como todo el mundo sabe, el fingimiento siempre conduce a la paranoia.