sábado, 8 de febrero de 2020










VOLVER A LA CIUDAD COMO UN EXTRAÑO 
(anticipo dos)


Volver a la ciudad como un extraño. Regresar a las calles que fueron tuyas. Regresar a los parques, a las iglesias, a las bibliotecas y supermercados, a los hospitales y museos. Regresar como un extraño, con la indiferencia de los peces y las aves. Retornar con la noche y escapar con la noche, y contemplar las luces y las sombras de una ciudad que fue tuya. Y ver tu vida como un fugitivo, como un forastero. Ver las calles llenas de gente o vacías, y ser nadie entre la gente y nadie entre el viento. Regresar a la ciudad que te vio nacer, y que fue escenario anónimo de todas tus vidas. La ciudad dura y hostil, la ciudad cálida y mullida. Recorrer la ciudad como un extraño, de estación a estación, de autobús a autobús, y llegar a una casa que ya no sabes si es tuya, y recibir besos y abrazos que no sabes si mereces, o si han caído sobre la piel equivocada. Volver a la ciudad como un extraño, y andar por calles y parques y subir a las azoteas y bajar a los sótanos, y contemplarlo todo como quien contempla un vieja pintura borrosa, unas letras que casi no se pueden leer sobre una pared oscura, manchada por el agua y quemada por el sol. Y saber que ahí está la respuesta que no llegas a entender, el secreto que no acabas de recordar. Y después, una noche, una madrugada, abandonar la ciudad como un fugitivo. Para volver a tu nueva ciudad extraña, desde tu antigua ciudad extraña. Y no saber si vas o vuelves, o si nunca te has ido, o si nunca has vuelto. Y vivir en el camino, y vivir entre recuerdos polvorientos y heridas secas, entre canciones sin letra y palabras sin música.



















sábado, 1 de febrero de 2020













POR QUÉ ESCRIBIR Y A QUÉ PRECIO





Cojamos a dos escritores cualquiera, dos escritores de aquí, de casa, de los de los buenos tiempos.  Hagámosles la pregunta del millón…

ANTONIO BUERO VALLEJO: Sólo sé que necesito expresarme escribiendo y que necesito comunicarme con los demás de ese modo. Después creo saber también que escribo para plantear problemas, para buscar verdades, para abrir ojos, para ayudar, para criticar; para otras muchas cosas…

MIGUEL DELIBES: Llega un momento en que escribes como un deber hacia los demás. Al principio, no. Escribes con la ilusión de comerte el mundo, de hacer algo importante, la gloria, etc. Necesito escribir pero no soy feliz escribiendo, salvo algunos días.

¿Escribir como deber? ¿Escribir por placer? ¿Escribir para los demás? ¿Escribir para uno mismo? Delibes va más lejos…

… La felicidad, si podemos emplear ese término, no llega hasta la última redacción, hasta la definitiva, cuando aquel magma confuso que te ha costado quebraderos de cabeza, vigilias, va aproximándose a aquello con lo que soñabas. Y, entonces, esas horas dedicadas a la obra, esas últimas horas, sí te proporcionan un cierto estado de felicidad. Pero hasta llegar ahí, no. Y, por supuesto, no en todas las ocasiones.

Cuando leí estas palabras pensé inmediatamente en Truman Capote y su famosa frase: “A quien Dios le da un don le da también un látigo y ese látigo es únicamente para autoflagelarse”. Y pensé sobretodo en esa segunda parte, en el verdadero sentido del látigo. Uno no escribe contra los demás. En la mayoría de los casos, uno escribe contra sí mismo.

Ejemplos terribles de lo que supone escribir los tenemos por todas partes. Pero lo sorprendente, lo que resulta sorprendente para alguien ajeno a la literatura y a cualquier trabajo creativo, es el hecho de que los individuos que padecen estos sufrimientos, muchas veces no sólo no hacen nada por evitarlos, sino que incluso los buscan. “Toda buena literatura es nadar bajo el agua y contener la respiración”, decía Scott Fitzgerald. Nadar bajo el agua y contener la respiración es emocionante, hasta que a uno le empieza a faltar el oxigeno. Y el mérito entonces no es salir a toda prisa hacia la superficie, sino tratar de aguantar el mayor tiempo posible bajo el agua. Pero eso es un trabajo inútil. Y por tanto la literatura siempre está abocada al fracaso, porque al final todos nos rendimos. O eso o simplemente nos ahogamos. Él dice “tratar”, porque el intento es algo de por sí valioso. Con sólo intentarlo ya se merece uno el título de escritor. Lo demás, obcecarse en aguantar en el fondo, es suicida. Pero el mundo está lleno de escritores suicidas. Suicidas en la vida y suicidas en la literatura.
Por suerte algunos se lo toman con sentido del humor, como  Enrique Vila-Matas cuando nos confiesa a través de su alter ego literario: No sé por qué extraña razón me convencí de que para ser un buen escritor había que estar completamente desesperado. Pero debajo de la ironía de estas palabras está un convencimiento profundo por parte de toda una serie de generaciones de escritores que arrancan en el romanticismo y que consideran que del dolor se puede sacar mayores enseñanzas y es una materia literaria más valiosa que el placer o la simple y doméstica felicidad. Su lema, “vive mal para escribir bien” no podía ser más claro.
Naturalmente existe otro grupo de escritores. Los que pretender llevar una vida normal y sufren terriblemente cuando no lo logran, como Kafka queriendo casarse para ganarse un lugar en la sociedad y en la familia y al mismo tiempo rebelándose violentamente contra lo que el matrimonio supone. O como Sándor Nárai tratando de salvar su matrimonio y de vivir de su trabajo como periodista pero al mismo tiempo pensando que La escritura no es una tarea para una persona sana, un persona sana es una persona que trabaja para acercarse a la vida, mientras que un escritor trabaja para acercarse a las profundidades de su obra, donde lo esperan peligros, terremotos, abismos, incendios. Una soledad gélida me envolvía. Era algo más que la soledad del extranjero, surgía de mi interior, de mi ser, de mis recuerdos; era la soledad sin esperanzas que caracteriza al escritor.

¿Soledad sin esperanza, placer a cuentagotas (el placer del adicto, el placer esquivo y costoso por el que se puede llegar a casi cualquier sacrificio) o deber social, en qué quedamos?