viernes, 29 de junio de 2012

LA VIDA Y EL ESTOICO


La vida no da nada, sólo lo presta. Pero no aceptar sus regalos por miedo al dolor de perderlos equivale a perderlos dos veces. Si disfrutas de algo y lo pierdes, sufres; pero si no lo disfrutas lo sufres igual, porque no lo tienes y porque lamentarás no haberlo tenido nunca.



miércoles, 27 de junio de 2012









Todo es un mismo dios, y el niño lo comulga.
Todo es siempre presente,
pues todo se sucede y nada acaba.
No hay tiempo, sólo espacios.
Y todo allí vivía: el mundo descubierto
y el ser, aquel asombro.

FRANCISCO BRINES

(fotografía del autor)

sábado, 23 de junio de 2012


“Las personas más desgraciadas que yo he conocido, románticamente hablando, son las que tienen un desarrollado gusto por la música Pop.”

Nick Hornby


  



LO QUE PASÓ ENTRE TU PAPA Y TU MAMA


Aquel verano, ya lo sabes, trabajaba en el yacimiento. Y aquella noche habíamos bajado en los coches al pueblo, a un pueblo cercano. Nos habían dicho que eran fiestas y que habría música en directo. Y allí fuimos, sin saber que íbamos a encontrar. Yo estaba de muy mal humor. Había hablado por teléfono con Helena, mi primera mujer. El despacho del director estaba ocupado y había tenido que usar uno de los teléfonos de la zona de administración. Esos teléfonos no eran seguros. Las paredes provisionales dejaban pasar todo tipo de sonidos. Desde el despacho contiguo te podían escuchar perfectamente, sin necesidad de recurrir a ningún truco. Y yo había acabado gritando y maldiciéndola, con el teléfono en la mano (Helena ya había colgado). Por pura casualidad me tocó compartir una furgoneta con una chica llamada Emma. Yo no tenía nada contra ella, por supuesto. Lo que hiciera con su novio era su problema. Y lo que su novio le hiciera a ella, también era su problema. (Yo había visto muchas parejas así, las veía llegar todos los primeros de mes y las veía romperse a los pocos días: demasiadas mujeres cerca, demasiados hombres dispuestos a mostrarse comprensivos, demasiada bebida, demasiadas estrellas sobre tu cabeza y demasiados kilómetros a cualquier parte, era lo que tenía excavar en pleno altiplano, con una simple tienda de campaña como casa). Aquella noche, lo vi enseguida, ella también tenía problemas. Al principio intentó disimular. Quiso bailar, reír, beber, hacer lo que hacían todos, pero a medida que pasaban las horas iba hundiéndose en su amargura, como yo también iba hundiéndome en la mía. De manera que el viaje de vuelta fue muy silencioso. Todos dormían menos el conductor, ella que iba en la parte de atrás, apretujada junto a la ventana, y yo, que iba en el asiento del copiloto. Ella miraba a través del cristal y lloraba en silencio. También estaba borracha. Yo había visto muchas veces esa escena: ella llorando borracha, él follando tranquilamente en alguna tienda, o puede que en alguna litera de algún barracón de la zona intermedia, en cualquier caso estaba con otra y eso no era nada extraño, ni que su novia acabara llorando en un rincón… No. Aquello pasaba todas las noches. No era nada especial… Algunas noches veía a alguna pareja discutiendo cuando hacía mi ronda. Otras veces recogía a alguna chica o algún chico y me los llevaba a un lugar cubierto, porque las noches del altiplano eran muy traicioneras, y no quería que, además de con el corazón roto, amanecieran con un resfriado horrendo o algo peor. Aquello no era algo de lo que me gustaba hablar. Yo me limitaba a mirar y no actuaba si no era necesario. Y allí, en esa furgoneta, mirando a Emma por el espejo retrovisor, actuar no me parecía necesario. Ella aún trataba de mantener el tipo. No quería que la vieran llorando. Pero en cuanto bajara del vehículo, se echaría a los brazos de cualquiera. Y era guapa. No le faltarían candidatos para consolarla.
¿Aquello estaba bien? Todas las noches pasaba lo mismo en algún lugar del campamento. No todos los hombres se comportaban de igual modo, desde luego. Algunos no paraban de ligar y otros se quedaban a dos velas. Algunos eran fieles a sus parejas y otros eran fieles a su entrepierna. Para estos últimos Emma era una más, un polvo de una noche y una nueva muesca en su revolver… Era una pena. Pero así estaban las cosas. Mientras regresábamos al campamento me pregunté con quién acabaría la noche. Conocía a varios posibles candidatos. Los veía actuar todas las noches. Seguía todos sus pasos. Conocía sus métodos. Era testigo de sus momentos de triunfo. Pero nunca traté de ser como ellos. Ni cuando tenía su edad ni ahora que estaba en una posición ventajosa. Tener las llaves del almacén y de la cocina tenía sus ventajas. Pero yo no quería utilizar esas ventajas. No me parecía ético. Pero esa noche era distinta. La escapada al pueblo, a ese pueblo que había resultado no ser mas que una aldea miserable, no había hecho sino aumentar mi enfado. Estaba enfadado por todo, por mi vida, por mi mala suerte, pero sobretodo estaba enfadado con Helena. Y eso no era nada nuevo. Cada vez que hablábamos por teléfono acabábamos discutiendo por una cosa o por otra, pero esa noche yo me notaba especialmente irritado. Tal vez era cosa de la luna llena. Tal vez era consecuencia de lo sucedido los últimos días en el campamento. O tal vez era sólo envidia. Simple envidia. Estaba rodeado de jóvenes, de jóvenes en los que yo ya no me reconocía. Cinco años antes yo era como ellos… Ahora yo notaba que ya no encajaba en su mundo, pero tampoco encajaba en ningún otro lugar.  Ese enfado se hacía extensible, sin que yo pudiera evitarlo, a todas las mujeres que me rodeaban. Alguien tenía que pagarlo…
Menos de una hora después Emma estaba en mi cama, bien dispuesta, preparada para lo que iba a suceder. Ya no lloraba. Estaba tan decidida como yo. Iba a pagar a su novio con la misma moneda. Y esperaba, esperaba porque pensaba que era mejor dejar que yo creyera que la iniciativa era mía. Esperaba porque un resto de pudor le decía que era mejor hacerse la remolona. Las mujeres, muchas mujeres por lo menos, tienen un instinto natural para eso. Son muy buenas actuando. Saben qué se espera que hagan. Saben cuando tienen que fingir ignorancia y cuando deben traslucir picardía. Emma era de esas. En un abrir y cerrar de ojos entendía cómo quería hacerlo yo. Y no tuvo el menor reparo en complacerme. No lo hacía por mí. En el sexo ni el amor nadie da gratis nada. En mi placer estaba su venganza. En mi venganza, curiosamente, también estaba su placer. ¿Qué puedo decir? ¿Fue una estupidez? Sí. Supongo… Ganas de meterse en líos…. ¡Cómo si no tuviera bastantes! ¿Fue un buen polvo? ¡Más que eso! Fue un polvo cojonudo, tan bueno como sólo los polvos inesperados con una desconocida pueden llegar a ser.
Yo no he tenido muchas experiencias tan placenteras en mi vida. Al menos en ese terreno. Salió todo perfecto. Se la metí sin problemas y tuve un orgasmo brutal, de esos que te hacen gritar como un salvaje. De todas formas, sea como sea, al final siempre se arrepiente uno. Normalmente es sólo un momento, pero es inevitable. Hagas lo que hagas, siempre te viene a la cabeza la maldita pregunta: “¿Qué he hecho?”. A veces es después, inmediatamente después. Pero otras veces es mientras… Y entonces es peor, porque un segundo de ofuscación (o de lucidez, según se mire…), un segundo de pensar: “¿Qué estoy haciendo?”, lo puede joder todo, puede mandar toda la emoción y la felicidad del momento al carajo.
Por suerte aquella noche todo salió bien. Ya lo he dicho… Al menos, mientras… Porque diez segundos después de terminar ya estaba arrepentido. Arrepentido de lo que había hecho y arrepentido de lo que iba a hacer… Ella estaba encima mío. Se había colocado así tan pronto había acabado. Lo habíamos hecho por detrás, en silencio, ella tumbada en la cama, con la cabeza ladeada, sin mirarnos. Así era más fácil. De manera que me había corrido muy pronto. Y ahora ella quería su parte de botín. Y en eso estaba, sobre mí, moviéndose dificultosamente, haciendo resbalar su cuerpo sobre mi pene, que ya no estaba para nada, que iba perdiendo volumen a toda prisa. Yo, pese a todo, intentaba cooperar. Pero para eso tenía que alejar los malos pensamientos. Por lo que a mí se refería, aquello estaba de más. Otro hombre en mi situación se hubiera levantado sin más, o se la hubiera quitado de encima sin miramientos. Yo no estaba obligado a nada. Con tu mujer, con tu novia, no puedes ser maleducado, pero ella no era nada, no era ni mi mujer ni mi novia. Probablemente no volveríamos a acostarnos nunca. Y sin embargo, algo me decía que aquello no estaría bien, que debía esperar a que ella terminase, aunque luego le diera una patada en el culo…. Así que aguanté, aguanté como pude (una situación bastante incómoda, desde luego) hasta que ella lanzó un gemido agónico y se hizo a un lado. Luego me levanté y me fui. En realidad la que se debería ir era ella (estaba en mi cama, no sé si lo he dicho), pero un estúpido prejuicio me impedía echarla tan pronto, así que decidí concederle un poco de tiempo mientras iba a mear y a beber agua.
Cuando volví, ella seguía ahí. Por lo visto se había quedado dormida. Pensé en despertarla, pero el mismo prejuicio de antes me lo impidió. De manera que me metí en el hueco que quedaba libre y me acosté para, una vez allí, pensar en cómo salir de la situación. Porque lo cierto es que la situación ya no estaba bajo mi control. Ella dormía placidamente. Yo no me atrevía a echarla. Aquello no iba bien…. No faltaba mucho para el amanecer. Y, en ningún caso, ella debía ser vista saliendo de mi habitación. Si eso ocurría yo podía acabar teniendo problemas. Tenía que hacer algo… Pero me dormí. Estaba cansado. Me dormí a su lado. Y me olvidé de ella. Un rato después noté que alguien me tocaba el culo y me asusté. Aún era de noche. Cuando recordé que no estaba solo en la cama, me di la lentamente la vuelta y pude ver como Emma me sonreía. Esa sonrisa me previno sobre lo que iba a suceder a continuación. Y yo asentí del mismo modo, con una sonrisa forzada. Aquello era muy peligroso. Aquello se me iba de las manos. ¿Pero qué podía hacer? Quería volver a acostarme con ella. Lo deseaba tanto como ella. Sin decir nada, sin hacer el menor ruido, Emma se deslizó suavemente sobre mis piernas y se sentó sobre mí. Mi polla desapareció en un túnel negro y no emergió hasta un buen rato después, exhausta y vencida. Ella se dejó caer a mi lado y me besó. Me pareció que aquello era demasiado, que tenía que actuar ya mismo, sin perder ni un segundo más. Una cosa es acostarse con una mujer y otra cosa es acabar dándose achuchones cariñosos. Yo sé donde te llevan los besos, los mimos y los lametones. Tenía que cortar por lo sano. Antes de que se durmiera otra vez, le di una pequeña sacudida y le dije, muy serio:
-Si te quedas preñada yo no quiero saber nada. Que quede claro.
Ella se enfadó mucho. Me llamó cabrón y cerdo insensible y no sé qué cosas más. Yo respiré tranquilo. Ella se fue y me quedé solo, pensando que no era para tanto. Luego me pregunté si no había ido demasiado lejos. Pero ella se había marchado y, con un poco de suerte, nadie sabría nada. Y eso era lo único importante.
A partir de ese momento Emma fue un caso cerrado. Yo continué con mi vida de siempre. Y ella siguió con la suya. No volvimos a acostarnos en todo el verano, ni tuvimos la menor intención de hacerlo. Ella aguantó toda la campaña. Se peleó con el capullo de su novio, como suponía, pero no se fue (se fue él). Lo que hizo fue liarse con un arqueólogo. Bueno, con un aspirante a arqueólogo, un chaval que, dentro de lo que cabe, no me resultaba demasiado desagradable. Un día no la vi en el comedor y le pregunté por ella. “Se ha ido a Madrid, pero vendrá pasado mañana”, me contestó. No volví a preguntar por ella ni me paré a pensar qué motivos le habían llevado a irse a Madrid.
Nos volvimos a ver casi medio año después, en unas conferencias de la facultad. Ella estaba sola. Al principio traté de evitarla. Pero ella vino hacia mí después de la conferencia y me habló como si fuera un viejo amigo. De manera que nos fuimos a un bar y nos sentamos a tomar algo. Le pregunté por el futuro arqueólogo y me contestó que seguían juntos.
–¿No te caen muy bien, los arqueólogos, verdad? –me preguntó.
–Tú misma lo has visto. Son unos prepotentes… Y unos explotadores. El tuyo aún es un pimpollo, pero ya crecerá…
Estuvimos hablando del campamento, de la excavación, de la comida (mala y poca) y los insultos y desprecios a los que sometían a los estudiantes (eso sí, siempre de modo indirecto, guardando las apariencias…). Luego hablamos de su vida privada. Me contó que Pedro, así se llamaba, estaba a punto de leer su tesis doctoral y que estaba insoportable. Que no se le podía decir nada y que siempre estaba encerrado en el despacho, o en la biblioteca de la universidad. De sus palabras deduje que su relación no tenía futuro. Para entonces yo ya estaba decidido a quedarme con ella, a hacer que esa misma noche se viniera conmigo, costara lo que costara. ¿Por qué? Para empezar porque estaba muy guapa. Así como estaba, vestida con un simple vaquero y una camisa ajustada, con el pelo cortado a lo chico en lugar de su media melena. Y segundo: porque yo había estado todo este tiempo pensando en ella. Todas estas noches y días sin podérmela quitar de la cabeza. Lo que había empezado con un simple polvo se había convertido en una obsesión. O algo peor que eso.
La cogí de la mano y la arrastré hasta el coche. Mi intención era esperar hasta llegar a mi casa, pero empezamos a follar en el mismo garaje. Como ella llevaba vaqueros, resultó un poco incómodo hacerlo en el asiento del conductor y nos fuimos a los asientos traseros. No sé cuantas personas le vieron el culo (a esa horas el garaje, un garaje del centro, de esos que van por horas, estaba bastante concurrido), pero nadie nos molestó. De todas formas, aquello eran sólo –los dos lo sabíamos– los preámbulos. Ella llamó a Pedro y le soltó una excusa. Luego pasamos la noche en mi piso.
Por la mañana se fue y no volví a verla hasta un mes después. Fue un mes desesperante, uno de los meses más largos e insoportables de mi vida. Todas las tardes esperaba que me llamara. Si salía de casa sufría pensando que ella podría llamar justo en ese momento. Luego imaginaba un montón de problemas. Imaginaba que ella perdía mi número, que su novio se volvía loco por la tesis, cosas así.
En aquel momento ya no tenía dudas. Estaba colado por ella. Yo ya era mayor para esas tonterías, pero había vuelto a caer en las redes del amor como un bobo. Para intentar quitármela de la cabeza, iba a ver a mi ex mujer y a mi hijo. Pero era inútil. Mi sentido común había dejado de funcionar. Había algo en ella que había cambiado. Sólo habíamos estado juntos una noche, pero aquello había sido suficiente para saber que aquella joven ingenua, casi inocente, del pasado verano se había convertido en una mujer mucho más adulta, más segura de si misma. Pero aún conservaba el entusiasmo en sus ojos. Estaba en el momento perfecto, ese momento entre la madurez y la resignación, entre la astucia y la desconfianza. Sabía mucho más de la vida, pero aún tenía ganas de comerse el mundo, aún no estaba escarmentada. Yo sabía que, si no perdíamos el tiempo, aún podíamos ser felices durante algunos años. Pero no le había dicho nada. La había dejado ir como un idiota. Y ahora todo dependía de ella, de su voluntad o deseo de volver a verme.
Y, sin embargo, llamó. Llamó cuando ya casi no la esperaba. Llamó para quedar en un bar, para decirme que “Teníamos que hablar” (algo que siempre me ha sonado muy mal). Pero llamó. Llamó y eso es lo que importa.
Pasara lo que pasara, yo estaba contento. Y contento hubiera ido al matadero…
“Ya lo has visto todo en esta vida”, solía repetirme por entonces. Pero me equivocaba. Y aquella tarde la vida me soltó dos buenos sopapos.
–¿Recuerdas julio? ¿No sabes para que me fui a Madrid? ¿De verdad que no te lo imaginas?
Le respondí la verdad. Ni me lo imaginaba entonces ni me lo imaginaba ahora.
–Fui a abortar. Seguí tu consejo.
No estaba enfadada. Pero tampoco estaba contenta. Me costó reaccionar. No entendía para qué me lo contaba a estas alturas. Ella no tardó en aclarármelo.
–Lo que no me explico es cómo he sido tan imbécil… Cómo me ha vuelto a pasar…
¿Qué? ¿Estaba oyendo eso? Aquello no podía ser cierto…
–Eso es imposible… –protesté.
–No. De eso nada. Difícil sí. Imposible no.
No quedaba mucho más que decir. Durante los siguientes diez minutos estuve odiándome a mí mismo. ¿Cómo podía tener tan mala suerte? Con mi mujer ya me había casado de penalti. Otra vez la misma historia… Traté de buscar una salvación desesperada. Le pregunté si estaba seguro que era mío (algo que nunca se debe hacer en estos casos). Ella podía haberse levantado de la mesa y haber desaparecido de mi vida para siempre. Pero me miró fijamente y se limitó a decir.
–Es tuyo. Seguro.
Me contó que con Pedro siempre usaban condón. Que con el único hombre que había sido tan imprudente era conmigo. Y que no se explicaba cómo había sido tan insensata.
–La culpa no es tuya. Es mía –le dije
–No. Es de los dos… –replicó ella.
Salimos juntos del bar. Aunque no hacía ninguna falta, aún le pregunté qué pensaba hacer.
–Aún puedo seguir tu consejo –me contestó, sonriendo.
–De eso nada –le respondí yo.
Nos dimos un beso. Ella trajo sus cosas y arrinconó mis trastos en un cuarto. El resto, hijo mío, tú ya lo sabes…

(Relato del autor perteneciente al libro "A ras de suelo")
(Fotografía del autor)


MORRISSEY


LIFE IS A PIGSTY


¿La vida es una porquería? ¿O es peor que eso?


http://www.youtube.com/watch?v=uRFKWxLX0_U

BRINES. EN EL OTOÑO DE LAS ROSAS...


Se gastaron mis manos y mis ojos en numerosos
      cuerpos,
y sólo sé 
que el mirar complacido y las lentas caricias
anulaban el mundo
que no era el territorio precioso de la carne







(fotografía de A. V. F.)
MINUTO LITERARIO:




"Quien piense que por el simple hecho de acostarse con una mujer ya tiene derecho a entrar en su vida está muy equivocado y, o es un ignorante, o es un imbécil. Yo he pasado por eso muchas veces (o suficientes veces como para terminar aceptando la realidad más incómoda: que, en la mayoría de los casos, no era más que un ser insignificante, otro nombre en la lista), y sé que no dedo esperar nada del sexo en un terreno que no sea el terreno sexual. Al mismo tiempo también sé que esta verdad tan obvia resulta igual de opaca para algunas mujeres, que piensan que por el hecho de haber entrado en tu cama, ya tienen vía libre para husmear en todos los recovecos de tu vida. Algunas mujeres valoran mucho el sexo y algunos hombres valoran mucho el sexo y aunque cada grupo parta de un supuesto distinto (radicalmente distinto), el resultado es siempre el mismo: decepción y confusión, un estado de insatisfacción que les resulta incomprensible y una inquietud desconcertante que se puede resumir en una pregunta: “¿Y ahora qué?”.
Pues bien, desde mi modesta experiencia (y lo de modesta no lo digo por vanidad, sino porque mi experiencia en este punto es verdaderamente limitada), la única forma de salvar esa terrible travesía que supone las primeras horas en la vida de una pareja es hablar o dejar hablar. Y que conste que digo “hablar o dejar hablar”, no ambas cosas a la vez, pues, contrariamente a lo que se piensa, hablar y dejar hablar no son actividades simultáneas, ni siquiera, a veces, son actividades compatibles. Y, ya puestos, conviene aclarar también que he utilizado la expresión “primeras horas de la vida de una pareja” porque me estoy refiriendo únicamente a los casos en los que el hombre o la mujer acuerdan de modo tácito que lo que han hecho hace un momento, el sexo compartido, sea cual haya sido el resultado de esta experiencia, es sólo el punto de inicio de una relación entre dos personas. Esto no ocurre todas las veces. Pero ocurre más veces de las que debería ocurrir. Me explicaré... Puede suceder, por ejemplo, que uno de los dos considere que todo ha concluido, pero por un extraño escrúpulo o por cualquier otro motivo prefiera ocultarlo a su compañera o compañero. O puede suceder que los dos piensen lo mismo pero no se decidan a revelarle al otro sus pensamientos. En ambos casos el fruto de ese silencio innecesario y nocivo es alargar durante un tiempo, ya sean días, semanas o meses una relación que ha nacido muerta y que jamás va a resucitar.
¿Por qué me detengo en estas observaciones que parecen tan elementales? Todos deberíamos detenernos en estas observaciones que sí, son elementales, por supuesto, pero también son tremendamente importantes, todo el futuro de nuestra relación, toda nuestra futura dicha o desgracia depende de ellas. Pero qué poco nos paramos a pensar. Salimos de la cama y ya estamos haciendo planes. Planes de huida o planes de construcción, pero planes individuales, planes secretos, planes que no confesamos a nuestra pareja. ¿Y para qué? ¿Acaso nos creemos tan fuertes como para edificar algo o hundir algo sin la intervención del otro? Lo primero que deberíamos hacer sería hacernos un examen de conciencia. Fríamente preguntarnos qué buscábamos la noche anterior y qué vamos a hacer ahora que lo hemos obtenido. Las cosas, bajo la cruda luz del día, se ven de otro modo. Y después, una vez que hayamos sido verdaderamente sinceros con nosotros mismos, deberíamos actuar en consecuencia. Y que conste que digo “actuar”, no digo “hablar”. Porque si decidimos, por ejemplo, marcharnos a nuestra casa, poco hay que hablar con el otro. Y si decidimos quedarnos tampoco hay mucho que hablar, nos quedamos y en paz. Lo que no deberíamos hacer es lo que solemos hacer (y yo soy el primero en reconocer mis errores): no hacer ese examen de conciencia, y trasladar nuestra confusión y nuestras dudas a la otra persona, esperando que ella o él nos indiquen el camino a seguir. Ese error tan habitual, poner nuestra decisión en manos de otra persona, casi siempre sale muy caro.
¿Qué suelo hacer yo? ¿Hablar o dejar hablar? (Me refiero en el caso de que decida quedarme, no salir corriendo, después de superadas mis propias dudas.)
Mi experiencia como marido me debería invalidar para cualquier respuesta. Después de varios años de matrimonio uno pierde cualquier interés por las palabras, ya sean oídas o declaradas por uno mismo. El matrimonio es como la virginidad. Si se pasa por ahí, ya no hay vuelta atrás. Por mucho que reniegues de ello. Pero de todas formas, puestos a elegir, siempre es mejor dejar hablar que hablar. Olvídate de lo que quieras saber tú y limítate a entender lo que te dice ella, que ya es mucho. Ese es mi consejo.
¿Y bien? ¿Qué hice yo? ¿Qué le dije o qué dejé que Laura me dijera esa mañana? Algunas mujeres tienen un repentino interés en conocer tu vida. Te preguntan por las novias, amantes o mujeres que has tenido. Quieren saber qué posición ocupan en la lista y que posición pueden ocupar en el futuro. Quieren saber contra quien van a tener que pelear. Laura no. Laura no era una de ellas. Estuvo toda la mañana y parte de la tarde en mi casa y no preguntó nada que tuviera que ver con mi pasado sentimental. Ni siquiera me preguntó por mi mujer, y eso que ella la conocía."

(Extracto de la novela  del autor "Primer Premio")  

miércoles, 20 de junio de 2012


   
 DECEPCIONES

No había río en Debrecen,
ni castillo en Santa Cruz de Moya.
La famosa Cueva del Lobo
resultó ser un agujero minúsculo,
y cuando alcanzamos la cima del pico Guara
después de cuatro horas de dura caminata,
la niebla nos impidió contemplar la vista.
Ninguna de estas decepciones
ensombreció un ápice la tarde,
y de haber conocido de antemano el resultado
de la búsqueda, no por ello hubiese dejado
de emprenderla.


(Poema del autor perteneciente al libro "A golpe de palabras", ayuntamiento de Rute, 2001)

viernes, 15 de junio de 2012


Hay que tener las manos muy sucias para llegar a la veta más pura.





(Foto del autor)

El sexo sólo es importante en la vida de un hombre cuando no existe. Cuando existe, debería ser algo intrascendente. La incapacidad para vivir de un hombre se mide por la importancia que concede al sexo. Sólo hay un ser más incapaz que un adolescente virgen: un adulto con problemas sexuales.

miércoles, 13 de junio de 2012

AL DEMONIO PROUST Y SU MAGDALENA...



If Joan of Arc
Had a heart
Would she give it as a gift

To such as me
Who longs to see
How an angel ought to be…

OMD. Joan of Arc (Maid of Orleans). La estoy oyendo ahora. La he oído mil veces y nunca me canso de ella. Normalmente no lo pienso: cómo se puede soportar la perfección. Pero hoy lo he pensado. Y sé la respuesta: no se puede. Cuando uno comprende que nunca va a escribir una canción así lo mejor que podría hacer con su vida sería suicidarse. Pero uno no se suicida. Uno se casa y tiene hijos. Y se pasa toda la vida en un trabajo horrible. Y no vuelve a tocar nunca su guitarra. La esconde en un cuarto siniestro, tan siniestro como su alma. Y reza para que la muerte venga pronto. Para que le libere por fin de su dolor, de su culpa, de su cobardía.
O un buen día coge su coche y aprieta el acelerador al fondo. Pero luego frena. Y entonces busca una botella, una raya, un coño. Entonces busca cualquier excusa. Cualquier motivo para volver a tener fuerzas. Pero no fuerzas para vivir. No eso porque para eso sabe que nunca más volverá a tener fuerzas. Sino fuerzas para acabar con ese teatro estúpido, con ese simulacro barato que es la vida, la vida que lleva y que es como un cáncer silencioso que le va devorando por dentro. Un cáncer que te obliga a sonreír. Un cáncer educado y lento, muy lento. Sin prisa. Un cáncer tan vulgar y práctico como el cáncer del vecino. No. Yo no me engaño. La verdadera vida acaba a los veinte años. O la los veinticinco. Cuando dejas de soñar. Cuando comprendes que tu nunca vas a estar en ese escenario. O no vas a escribir esa novela. O no vas a pintar ese cuadro, o vas a vivir ese viaje…. En ese mismo momento mueres. Pero es una muerte invisible. Una muerte interior. Una muerte de la que sólo tú eres consciente. Y ya sólo te queda esperar la otra muerte. La muerte oficial. Pero esa muerte puede tardar mucho. Esa muerte puede parecer que no va a llegar nunca. Y entonces surge la desesperante necesidad de hacer algo. Por eso estoy yo aquí. Porque no quiero hacer nada.


(extracto de la novela del autor "Libro del fugitivo")