sábado, 18 de diciembre de 2021

 







PUEDE QUE SEAMOS DÉBILES, PERO NO SOMOS IDIOTAS
(Algunas palabras furiosas en defensa del Ferrocarril Madrid-Cuenca-Valencia)


¿Sabéis qué pasa? Que la gente se cansa de que le tomen el pelo. No somos tontos. Puede que no tengamos poder para enfrentarnos a los que deciden cómo serán nuestras vidas (o puede que tengamos más poder del que nos hacen creer que tenemos), pero tontos no somos. Puede que estemos resignados, desilusionados, hartos, llenos de pesimismo y rabia contenida, puede que nos aguantemos las ganas de decir lo que pensamos, puede que, por una razón o por otra, aguantemos insultos, desplantes, humillaciones directas o indirectas, pero no somos tontos. Y estamos hartos, estamos hartos de que nos traten como tontos.

Escribo esto un sábado en Valencia. Mañana no podré ir a Cuenca, pero mi corazón estará en Cuenca. Estará con la gente de Cuenca, de Cuenca ciudad y sobre todo de los pueblos de Cuenca. Y con la gente de Camporrobles, y con la gente de Ocaña, está con la gente que al final se cansa de que los que mandan sobre ellos, además de dejarlos en pelotas, los llamen tontos, y tengan la caradura de decir que todo lo que hacen es por ellos, por su bien, aunque ellos, en su ignorancia, sean incapaces de comprenderlo.

Mañana, a estas horas, no sé cuántas personas estarán defendiendo un tren, pero sí sé que los que estén ahí sabrán porqué están, y sabrán que defienden mucho más que un tren, porque el tren es lo último que les pueden quitar, porque todo lo demás ya se lo han quitado.  
¿Habéis estado esperando un tren en un pueblo que no tiene farmacia, ni ambulatorio, ni policía de ningún tipo (solo a veces se da una vuelta por ahí la Guardia Civil, que tiene que venir por una carretera mala y desde un cuartel que está a media hora como mínimo), ni bomberos, ni ambulancia (lo mismo que la Guardia Civil, entre que la llamas y llega pasa un largo y angustioso periodo de tiempo, a veces tan largo y angustioso que cuando llega ya no hace falta su servicio), ni jugados ni oficina pública de ningún tipo (todo se hace en el ayuntamiento, y gracias que todavía hay ayuntamiento…), ni tiendas ni oficina de correos ni siquiera un simple bar? ¿En un pueblo donde todo depende del coche, porque el panadero viene en su furgoneta, el carnicero en su furgoneta, en pescadero en su furgoneta, pero la gasolinera más cercana está a 40 kilómetros? ¿Donde el móvil se queda sin cobertura y a veces no van ni los teléfonos fijos? Donde si falla la luz tardan un día o dos o tres en arreglar la avería? Si habéis estado ahí, esperando un tren en un apeadero, junto a una antigua estación abandonada, podréis entender la alegría que da ver llegar el tren, porque el tren te une al mundo, porque el tren te hace pensar o al menos tener la ilusión de que no se han olvidado de ti, de que todavía saben que existes, de que les importas algo, un poco, lo suficiente como para no dejarte sin lo único que todavía te queda. 

¿Estoy exagerando? Pues puede que sí. O puede que no, o puede que incluso me quede corto. Porque qué mensaje les llega a la gente que todavía vive en ese gran espacio que decimos que está vacío cuando en realidad aún no está vacío, aunque a este paso lo estará muy pronto. “El problema de la España vacía”, decía el fotógrafo Navia que se ha pasado muchos años fotografiando a sus gentes, “es que no está vacía”. Es como si nos ponemos a pasar lista y nos dejamos a un pequeño número de personas sin nombrar. Y ese pequeño número de personas protesta y con razón, porque nos hemos olvidado de ellos, y la respuesta de los que pasamos lista es: “Sí, vale, pero sois tan pocos que no pasa nada si nos olvidamos de vosotros, sois tan pocos que no cambia nada si os dejamos fuera de la lista”. ¿No tienen derecho a estar en la lista? ¿No tienen derecho a enfadarse si nos olvidamos siempre y sistemáticamente de ellos?
Cuando escribo esto, sábado 18 de diciembre, un día antes de la Manifestación en defensa del tren convencional en la ciudad de Cuenca, la sentencia que condena a muerte este ferrocarril aún no se ha cumplido. Y intento agarrarme a ese “aún” con todas mis fuerzas. No soy muy optimista, y no lo soy porque sé a lo que nos enfrentamos. Pero por eso mismo, porque sé a lo que nos enfrentamos, también soy consciente que no podemos perder esta batalla, porque perder esta batalla supondrá perder muchas otras batallas. 

Se cierra un servicio público porque no es rentable. ¡Pues vaya argumento! Si es por eso ya podemos cerrarlos todos… No conozco muchos servicios públicos que sean rentables, y eso es por una razón muy simple: no nacieron para ser rentables, nacieron para ser servicios públicos. Para ser rentable ya está la empresa privada. ¿Qué queremos que todo sea rentable? Pues ya podemos ir cerrando todo lo que no busca alcanzar el máximo rendimiento económico, que es prácticamente medio sector terciario. Ya podemos ir cerrando no solo casi todos los ferrocarriles de este país (incluido, por cierto, algunas líneas de alta velocidad), sino también todas las escuelas e institutos públicos, todos los museos (incluso muchos privados que también tienen subvenciones públicas o ayudas públicas de algún tipo), todos los hospitales y demás servicios sanitarios públicos, todos los policías, bomberos, personal de protección civil, ya podemos disolver el ejército y vender todos esos tanques que no hemos usado nunca (afortunadamente), ya podemos enviar a casa a todos los funcionarios públicos que se decidan a cosas tan poco rentables como la cultura o la asistencia social, y así podemos seguir unas cuantas líneas más… 

Se cierra un servicio publico por el “progreso”, por el “futuro”, por la “economía” y uno se muerde la lengua y se calla las ganas de insultar… ¿De qué progreso hablamos, de qué futuro hablamos, de la economía de quién hablamos? Nos quieren vender una vía verde y un autobús (en realidad un “minibús”). Nos dicen que si te quito un billetito de 50 y te doy uno de 5 el resultado de la operación es el mismo, que te quedas como estabas, ¡Y pretenden que aceptemos sin rechistar! Estamos cansados de estos malos juegos de trileros, que ya son muchos años con la misma historia…

Me vais a permitir que recupere, para terminar, una larga cita del libro El Ferrocarril Vasco-Navarro de Juanjo Olaizola Elordi, que cuenta la edificante historia del cierre de este ferrocarril en 1968. Es solo un ejemplo, si rebuscamos un poco encontraremos otros ejemplos muy parecidos. Primero se deja de invertir en un ferrocarril, se deja que los trenes y las vías cada vez estén en peor estado, luego se recortan servicios y finalmente se decide, ya que el tren no es rentable y es muy costoso de mantener, desmantelar la línea. Y entonces…

Sin lugar a dudas los grandes beneficiarios del cierre del Vasco-Navarro fueron las compañías de autobuses, mientras que como suele ser habitual, los principales perjudicados fueron los usuarios. Los clientes habituales del Vasco-Navarro vieron como de un plumazo el coste del transporte en la comarca se disparaba. Las tarifas de los autobuses siempre fueron notablemente más elevadas que las del ferrocarril, incluso utilizando los abonos que la empresa de autobuses tenía. El mismo día de la clausura del servicio ferroviario, la compañía de autobuses amplió la oferta, pero eliminada la competencia , decidió suprimir todo tipo de abonos, con la lógica indignación de los usuarios. Pronto comenzaron a correr todo tipo de rumores sobre la existencia de una mano negra, de oscuros intereses… ¿Tan solo rumores?

Lo que es evidente es que las comunicaciones de amplias zonas de Navarra, Álava y sobre todo Guipúzcoa, quedaron seriamente deterioradas, principalmente en la comarca del Alto Deva, donde la única alternativa era una carretera estrecha y sinuosa, saturada de tráfico y plagada de tortuosas travesías urbanas. Incluso algunos pueblos quedaron totalmente incomunicados, ya que no disponían de caminos de acceso pavimentados… Y todo ello en nombre del progreso, según afirmaba el tecnócrata ministro de Obras Públicas Francisco Silva Muñoz.

Sí, ya sé, en 1968 poco se podía protestar. ¿Y ahora?


















lunes, 23 de agosto de 2021



FIN DE TRAYECTO: España en Regional y En vía muerta, un año después


Los libros tienen dos nacimientos y dos muertes.

El primer nacimiento es cuando los crea el autor. Luego el autor los cierra, los mete cuidadosamente en una caja negra y espera a que se produzca el segundo milagro, el segundo nacimiento. Eso no pasa siempre, pero si hay suerte un lector lo encontrará, lo sacará cuidadosamente de la caja negra y mediante un ritual mágico muy secreto y antiguo, lo devolverá a la vida. Y el libro vivirá una segunda vida mientras el lector lo esté leyendo. Y estará tan contento de estar vivo que si el lector se fija bien podrá oír su corazón bombeando a toda potencia cada vez que pasa de página, como también podrá escuchar sus pulmones respirando ansiosamente, tragando todo el aire que pueden, que les cabe, cada vez que el lector se para un momento a pensar en la frase que acaba de leer. 

Por desgracia, todo libro tiene sus días contados. El lector acabará el libro (si hay suerte, y esperemos que haya suerte porque de otro modo el libro nunca podrá entrar en el cielo y tendrá que quedarse en un horrible purgatorio) y lo dejará en la estantería. El libro morirá contento, morirá contento porque sabe que ha hecho lo que tenía que hacer: nacer, ser leído, morir. Esa es la evolución natural del libro, la ley sagrada que dictó un dios no sabemos si cruel o benévolo hace muchos siglos. Pero en todo caso, la vida de los libros también es un ciclo (aunque no eterno, porque los libros van perdiendo energía y capacidad para emocionarse y emocionar cada vez que mueren y son resucitados) y por eso siempre puede venir otro lector y puede volver a sacarlos de la estantería. 

Los libros no tienen infierno. Bueno, en realidad algunos sí. Pero solo los que están llenos de maldad y odio y esos por fortuna son muy pocos. La mayoría de los libros son buenos por naturaleza. De hecho, Rousseau, pensaba en libros cuando dijo eso de los hombres.

Los libros no son eternos. Pero siempre pueden tener descendencia, libritos o librotes que nacieron de un libro anterior. De hecho, la inmensa mayoría de los libros tienen hijos, padres, primos, tíos y abuelos. Y hermanos, claro. Algunos hermanos son bastardos porque su autor no los quiere reconocer. Pero eso en todo caso es culpa del autor, no de los libros. 

Cuando hace un año y medio publiqué España en Regional y hace ahora justo un año que publiqué En vía muerta (o que fueron publicados, mejor dicho, porque aquí, además del autor, participaron el médico, la comadrona, las enfermeras de esa planta, el conserje del hospital, la señora de la limpieza, el vigilante nocturno, etc.) yo quería, como todos los autores, lo mejor del mundo para mis pobres libros, tan pequeñitos, tan peligrosamente lanzados a las librerías y a los enormes y despiadados almacenes de libros (los libros nacen buenos, sí, pero luego se vuelven muy violentos entre ellos, es la competencia feroz por la comida, no se puede evitar). Y tengo que decir que lo sigo queriendo, por supuesto, pero a la vez estoy orgulloso como padre: los he visto crecer. Nacer y morir muchas veces, con cada nuevo lector. Los he visto saltar de alegría cuando alguien se los señala a la dependienta o al dependiente de la librería y al momento ya están volando por el aire, camino de una bolsa de plástico que los llevará a su primer hogar. Ningún libro quiere permanecer mucho tiempo en el orfanato de las librerías. Y los autores sufrimos, pero no podemos cuidarlos a todos. 

Nacieron en un momento muy difícil, y tuvieron un parto complicado. Ahora que ha pasado un año, todavía, como padre, tengo el susto en el cuerpo. Pero soy optimista. Por lo visto han nacido fuertes. Nunca se sabe lo que va a pasar con un libro hasta que lo matas, porque es duro decirlo, pero como autor en algún momento tienes que matarlo. Un libro sin punto final no es un libro. Un libro que no da por muerto el autor no puede llegar nunca a un lector. Es terrible decirlo, lo sé. Nadie dijo que ser libro fuera a ser fácil.

¿Si ahora volviera a escribir estos libros, cómo lo haría?, me pregunto ahora. Por muchos libros que tengas, cada libro es como tu primer libro. Y te salga como te salga, tu amor hacia él es incondicional. Algunos libros salen muy obedientes, y otros libros te salen muy rebeldes. En realidad, eso son detalles sin importancia. El lector ya los castigará o los recompensará según su criterio. Y contra el criterio del lector, poco puede hacer el autor. Así que…









sábado, 6 de marzo de 2021

domingo, 14 de febrero de 2021

 




Mi Venecia



Cuando volví al parque la policía ya había encontrado a mis amigos. Yo me había levantado muy pronto, había saltado la valla y buscado una fuente para beber. Entonces descubrí que había dormido en el parque de la Bienal de Arte de Venecia. Por la noche, a oscuras, buscando un rincón donde todos pudiéramos dormir tranquilos, ninguno se fijó en las esculturas. Pero cuando me levanté, aún muy temprano, me tropecé casi literalmente con alguna de ellas en mi camino en busca de la salida. Luego encontré la fuente y fue entonces cuando Venecia me ofreció uno de esos espectáculos a los que uno sólo asiste unas pocas veces en su vida. El parque estaba muy cerca del Gran Canal y la fuente estaba casi al borde del agua. Cuando llegué un muro de niebla me cerraba la visión. Por detrás de mí podría intuir varios tejados, un largo paseo desierto. Por delante, nada, una masa oscura de agua y una blanca pared de niebla que surgía del agua y ascendía hasta las nubes, hasta un cielo que resultaba imposible de identificar. Niebla, agua y una brisa fría. Ya iba a volver, bastante contento pese a todo (había dormido bien, muy bien, pese a dormir sobre la tierra desnuda) y el cansancio de varios días viajando en trenes parecía haber desaparecido. Tenía ganas de más. De ver la ciudad, de tomar otro tren, de hablar y reírme con mis amigos. Teníamos una cita en Debrecen, Hungría, dentro de una semana. Nos lo tomábamos con calma. En algún momento comenzaría el curso universitario, en julio había estado en Estambul, agosto entero lo había pasado en un pueblo de Lugo, trabajando como voluntario en un albergue para peregrinos del Camino de Santiago. Ahora, en septiembre, viajaba a Hungría saltando de tren en tren y de parque en parque, sin graves problemas de momento. 

Que unos policías franceses o italianos o austriacos (como iba a suceder pronto), nos despertaran de buena mañana o se empeñaran en no dejarnos dormir en los bancos de una estación eran cosas sin trascendencia, simples anécdotas que rápidamente se perdían en la memoria. Muy poco después, en una estación austriaca, hablé con una mujer latinoamericana que estaba atrapada allí con sus dos hijos pequeños. Unos policías le impedían coger ningún tren y otros policías le impedían regresar por donde había venido. La mujer pretendía ir a Alemania a reunirse con su marido. Nunca supe si llegó o no llegó. Yo pude seguir viajando. Mi pasaporte me abría todas las puertas, pese a las miradas de recelo de los policías, que no dejaban de advertir que éramos un grupo que requería una vigilancia especial. Muestra pinta nos delataba: en una semana no habíamos tocado un peine, una máquina de afeitar, casi ni nos habíamos cambiado de ropa y no habíamos pisado una ducha. Y además las mochilas en la espalda llamaban la atención de sus perros, sin incidentes serios de momento.

Aquella mujer fue mi primer contacto real con eso que se llama “emigración irregular”, o directamente “ilegal”. Y resultó que eran personas de carne y hueso, con las que podrías hablar en un andén de una estación, en tu propio idioma, pero por las que no podías hacer absolutamente nada, y menos allí donde tú también eras un extranjero.

Los policías italianos que nos descubrieron de buena mañana en el parque de la Bienal, por otro lado, no nos molestaron más que un par de minutos. Era evidente que no podían acusarnos de mucho. Las esculturas estaban bien. No habíamos ocasionado ningún destrozo, sólo dormido en un lugar no destinado a ello. Si hubieran preguntado a las arañas del parque la historia hubiera sido distinta. Resultó que el parque de la Bienal estaba lleno de telarañas y claro, de noche, con la mochila a cuestas, buscando un recodo donde dormir, íbamos destrozando una telaraña tras otra, primero entre exclamaciones de fastidio y luego, ya acostumbrados, entre risas y bromas. Pero las arañas, evidentemente, no pudieron testificar en nuestra contra y al momento ya estábamos en la calle, en el largo paseo que llevaba por la orilla del canal hasta la Plaza de San Marcos. Para entonces yo acababa de vivir mi epifanía. No se lo conté a ninguno de mis amigos. Desde el primer momento comprendí que esa experiencia era intransferible. O más que intransferible, íntima. 

San Pablo cayó del caballo y se convirtió en un apóstol. Yo tuve bastante con convertirme en un devoto. Mi religión: el arte barroco italiano. El culpable: un arquitecto llamado Baltasar Longhena.

No sé cuantas fuentes hay en Venecia. La que yo encontré resultó estar delante de la iglesia de Santa María de la Salud. Lo que pasaba es que la iglesia yo no podía verla porque estaba envuelta en la niebla. Pero justo mientras yo bebía la niebla empezó a disiparse. Apareció una gran cúpula, luego la niebla se retiró hasta el agua y pude ver su portada, su escalinata, sus enormes volutas. En unos segundos pasé del estupor a la admiración más absoluta. Yo conocía esa obra. La había estudiado en COU, en Historia del Arte. Y la había vuelto a estudiar ese mismo curso en la facultad, donde una aburrida profesora iba pasando una diapositiva tras otra. Pese a todo, me costó unos segundos reconocer la iglesia. Aquello no era una fría fotografía en un libro de texto, aquello era un edificio gigantesco, magnífico, terriblemente bello. Y por supuesto no era sólo el lugar, sino también el momento. Al amanecer, cuando la niebla se retiró y los primeros rayos de sol iluminaron el mármol blanco, cuando al color anaranjado y rosado del cielo se le unió el verde y azul oscuro de las aguas del Gran Canal. Fue la casualidad lo que me llevó a contemplar ese espectáculo. Pero sé que esa será una de las imágenes que no faltarán, si las cosas suceden como las cuentan, cuando mi mente rebobine a toda velocidad la película de mi vida segundos antes de la muerte. Esa imagen la guardaré siempre en ese lugar secreto y querido donde se guarda lo más importante. Y sí, desde luego, el viaje continuó. Ese día dejamos las mochilas en la consigna de la estación y nos dedicamos a vagabundear por Venecia como un grupo de turistas cualquiera. Y luego por la noche cogimos un tren para los Alpes austriacos y, sin saber bien cómo, acabamos de madrugada varados en una ciudad austriaca cuyo nombre nos resultaba casi impronunciable y cuya existencia nos era absolutamente desconocida hasta ese mismo momento. Allí vivimos nuevas y extrañas aventuras y luego el viaje continuó. Cruzamos otra frontera y dejamos de contar los trenes, como también dejamos de contar los días que llevábamos de viaje: eran muchos, y aún nos sabían a poco. Y las caras silenciosas de los andenes nos dejaron claro que estábamos muy lejos, pero que aún podíamos ir mucho más lejos. 

En esos momentos parece que vivir sea eso. Y vaya a seguir siendo eso indefinidamente. Pero no. 

Al final, la vida se complicó y se complicó, como un cordón al que se le van añadiendo nudos. Ahora descubro que nunca he vuelto a Venecia y que no sé si volveré algún día. Nunca les conté a mis amigos lo que había visto. Me uní a ellos y esperé a que los policías se cansaran de nosotros. Y cuando me preguntaron les respondí simplemente que “Bebiendo en una fuente”. Desde entonces he sido un devoto callado y discreto. Aún hoy, cuando alguien me cuenta que ha estado en Venecia, cuando me enseña las fotos que ha hecho, las postales que ha comprado, yo callo y sonrió afablemente. Pero me debo estar haciendo viejo porque no paro de recordar mis viajes de juventud. Y hasta me permito dar consejos: Busca tu Venecia. No seas un turista. Salta las marcas del suelo. Seguro que tu Venecia te espera en alguna parte.






(En tren por los Alpes Austriacos, original en diapositiva, una de las pocas imágenes de aquel viaje que conservo, debe ser, si no me equivoco, el año 1995. "Mi Venecia" es un texto publicado hace bastantes años en una revista digital ya desaparecida. Lo rescato tal cual estaba, aunque ahora cambiaría algunas cosas...)