viernes, 28 de octubre de 2016








SU MAYOR VERGÜENZA






Cuando la cinta se rompió suavemente y los vecinos congregados empezaron a aplaudir, Alvarado Fernández pensó que le había ganado la partida al cura. El pueblo por fin disponía de un cementerio civil. Un cementerio construido por y para los vecinos, un cementerio donde las familias podían enterrar a sus difuntos sin el oprobio de tener que pagar de un modo abusivo por los nichos. Un cementerio donde…
(Como buen orador, Alvarado Fernández preparó un gran discurso para aquella tarde, y los vecinos no dejaron de aplaudir y luego se marcharon tranquilamente a sus casas.)
Al final en el cementerio sólo quedaron el alcalde y el nuevo enterrador. Se miraron un momento en silencio, y el alcalde, eufórico, exclamó:
–¡Tu primo se va a quedar sin trabajo!
El alcalde se refería al viejo enterrador, el que continuaba trabajando en el cementerio parroquial, que curiosamente era primo del enterrador del nuevo cementerio.
Al alcalde le hubiera gustado que su empleado le diera la razón, pero el enterrador no respondió nada. Se limitó a bajar al cabeza y encender un pitillo.

Mientras volvía a su casa, Alvarado Fernández pensó en su padre. Además de su nombre y su apellido, Alvarado Fernández hijo había heredado de su padre su ideología política. Ahora podía por fin doblar los papeles del discurso y respirar satisfecho. Aquel cementerio había costado mucho. Para sus conciudadanos tal vez supusiera una sustancial mejora en su pecunio, pero para él era mucho más: era una cuestión de honor. En su cementerio, el cementerio del pueblo, todo el mundo tendría cabida. Los pobres suicidas no serían enterrados fuera, junto al muro, sin nicho, sin lapida, sin flores, sólo con una sencilla cruz en el suelo, tal y como los sucesivos curas habían obligado a hacer hasta ahora. Y los fusilados en la guerra tendrían un sitio de honor. (El alcalde pensaba hablar con sus familias. “Se acabaron las humillaciones”, les iba a decir. “Mataron a vuestros hijos y maridos y vosotros tuvisteis que suplicar para que os permitieran enterrarlos. Pero ahora se hará justicia…”, y al pensar esto el alcalde recordaba a su padre, que no murió en la guerra pero se pasó quince años en la cárcel.)
–Le he ganado la partida  –le digo el alcalde a su mujer. No le he quemado su iglesia, pero se acabaron sus abusos…
Y el alcalde pensó de nuevo en su padre, que había visto arder muchas iglesias y pese a todo era un hombre pacifico, que pensaba que con las palabras se conseguía más que con la violencia y desde la cárcel había animado a su hijo a lo largo de toda su carrera política. “Mi padre estaría orgulloso de mí”, pensó satisfecho. Aquel era un de los días más importantes de su vida.
–Las cosas van a empezar a cambiar… –sentenció.

Pasaron los años. El pueblo olvidó el nuevo cementerio. Las viudas continuaban visitando a sus difuntos como siempre. Y cuando les llegaba la hora pedían ser enterradas en el antiguo cementerio, el de toda la vida, a poder ser al lado de sus esposos. Y continuaban pagando el precio que marcaba el cura.
Alvarado Fernández estaba desesperado. 
–¿Cómo pueden pagar tanto por algo que pueden tener gratis? –le preguntaba a su mujer.
Lo cierto es que el cementerio civil estaba vacío. El alcalde había ofrecido trasladar sin coste alguno los restos de los difuntos de las familias que lo pidieran, pero nadie en el pueblo había formulado jamás petición alguna. Ni siquiera las familias de los fusilados, a las que tanto se las había humillado en el pasado, habían querido desenterrar a sus muertos para trasladarlos al vistoso mausoleo que el alcalde había construido para ellos.
La situación era tan grave que el alcalde se vio obligado a despedir al enterrador.
–El problema, señor alcalde, es que no está bendecido. Nadie vendrá a enterrarse hasta que el cura lo bendiga.
De pronto, el nuevo enterrador, un hombre taciturno por lo general, había roto su silencio y le había dado la solución.
Pero el alcalde no estaba dispuesto a hablar con el cura. El enterrador le dio las buenas tardes y se despidió.
El alcalde sabía que aquel hombre taciturno pero valiente iba a ponerse a trabajar con su primo. Al final el cura le estaba ganando la partida.
Las cosas siguieron como estaban. Hasta que ocurrió algo inesperado. El pobre alcalde se puso enfermo y se murió. Fue visto y no visto, una enfermedad muy rápida, casi ni se enterró de que se iba a morir.
Pero no tan rápida como él quisiera.
Aún le dio tiempo a ver entrar a el cura por la puerta de la habitación.
–¿Pero qué…?
Tenía la boca seca. Intentaba hablar y las palabras le abrasaban la lengua. El cura se dispuso a iniciar el rito de la extremaunción. El alcalde pido un papel y logro garabatear una frase. Después, por señas, logró que el papel llegara a las manos del cura.
En el papel ponía: “La religión es el opio del pueblo”.
El cura lo leyó y sonrió.
El alcalde fue enterrado en el cementerio parroquial. Su mujer pagó religiosamente el nicho.


(relato incluido en el libro "La vida mientras tanto", editorial Groenlandia)