viernes, 27 de marzo de 2020










 EL DIARIO PERDIDO DE K.

Alfonso Vila Francés











MI VIDA EN LA CASA GRANDE. POR MÓNICA LARSSON.







Era mi primera acción revolucionaria…
Estábamos en un prado precioso, junto a una pequeña carretera de montaña. Esa carretera era nuestro objetivo. Y las cosas estaban saliendo como era previsto. Era una agradable  mañana de verano. Una mañana en la que yo no debía estar ahí. Pero estaba. Al menos físicamente.
En realidad yo me dejaba arrastrar. Hacía días que no hacía otra cosa que dejarme arrastrar, encantada, viviendo una aventura que en cualquier momento podía ser una pesadilla, y al revés, en cualquier momento podía ser la mayor aventura de mi vida.
Estábamos en medio del jaleo. Estábamos en medio del jaleo. Tengo que repetirlo porque aquello era fundamental. ¿Se puede estar en medio de algo tan intenso y violento y sin embargo, a la vez, estar mentalmente tan lejos de lo que sucede?
Pues sí, Por lo visto sí.
Aquello era absurdo. Aquello no era, desde luego, lo que yo esperaba. Mi sangre hervía. Estaba fascinada, horrorizada, asustada y decidida, pero era incapaz de coger una simple piedra y lanzarla, o de dar un simple grito. Entonces escuché a Yan. Todos estaban como locos haciendo fotos, menos Yan, que estaba sentado en una roca, fumando tranquilamente un cigarro. Un chaval se le acercó y le dijo: “Yan, ¿tú no haces fotos”, y él le soltó una frase que al pobre chaval lo dejó clavado en el suelo. “Yo sólo saco la cámara como sacó la polla. Si sé que voy a hacer el ridículo mejor no saco nada”. Yo estaba muy cerca de él y escuché perfectamente la frase. El pobre chaval se largó refunfuñando y él ni se molestó en desviar la vista. Siguió fumando tranquilamente hasta que se acabó su cigarro y cuando lo terminó lo aplastó contra la piedra, lo tiró a lo lejos, sacó su paquete del bolsillo y cogió dos. Me ofreció uno.
Para entonces yo ya me había sentado junto a él. Éramos los dos únicos que no hacían nada. Ni tiraban piedras, ni gritaban, ni se peleaban con los conductores, ni colocaban neumáticos o palos, ni hacían fotos. Estábamos mirando todo ese jaleo como si aquello no fuera con nosotros. Pero aquel jaleo sí que iba con nosotros. Yan y yo habíamos levantado la mano en la asamblea, y si nuestros votos afirmativos no habían decidido nada, al menos aquel gesto nos obligaba a involucrarnos en cierta forma en lo que estaba pasando en esa carretera. Y además, cuando apareciera la policía, la cual no podía tardar mucho, hiciéramos lo que hiciéramos o pensáramos lo que pensáramos, nosotros íbamos a tener el mismo destino que el resto del grupo. Y eso también lo sabíamos los dos.
Yo estaba muy excitada. Era mi primera acción revolucionaria. ¡¡MI PRIMERA ACCIÓN REVOLUCIONARIA!! No era nada del otro mundo. Cortar la carretera que llevaba al hotel era una acción de distracción, una acción que sólo servía para tener ocupada a la policía y para dar una noticia a los periodistas. La verdadera movida estaba en la otra punta del valle, otros grupos se iban a colar en el perímetro de seguridad, iban a bajar del monte como los antiguos guerrilleros, incluso iban a intentar bajar por el aire, con un globo, con alas delta, con paracaídas, no se sabía bien cómo, pero se oían rumores y se sabía que se preparaba algo grande, algo de lo que nosotros sólo éramos una pequeña parte, un pequeño batallón de soldados rasos, por decirlo de algún modo. Y sin embargo, eso, esa acción insignificante, era demasiado para mí. De pronto, me sentí totalmente paralizada. Todo mi entusiasmo inicial se había trasformado en perplejidad. ¿Qué hacía yo ahí? ¿Qué hacía yo mezclada con ese grupo de fanáticos? De fanáticos y de artistas, o de artistas fanáticos, o de fanáticos artistas. ¿O qué éramos nosotros realmente? Nos llamábamos pacifistas, pero estábamos dispuestos a liarnos a golpes con un camarero agobiado porque por nuestra culpa iba a llegar tarde a su trabajo. ¿Era eso hacer la revolución? ¿Cabrear a unos cuantos trabajadores? ¿Ser una simple anécdota para los turistas del autobús? Ellos también hacían fotos. Desde su asiento nos hacían fotos a nosotros. Allí todo el mundo hacía fotos. Los periodistas hacían fotos, los turistas hacían fotos, nosotros hacíamos fotos… Y los que no hacían fotos tiraban piedras, gritaban y se daban puñetazos… Era un extraño espectáculo. Y luego llegó la policía y nos echó a todos. Nos mandó a todos a casa a golpes. Eso sí que fue un espectáculo. Los policías acabaron con todo el asunto en menos de diez minutos. Despejaron la carretera y cada uno siguió su camino. El camarero magullado llegó al hotel, los turistas se fueron a su funicular, los periodistas guardaron rápidamente sus cámaras y se largaron a buscar otras noticias (aquel día iban a tener unas cuantas, lo nuestro era sólo su aperitivo) y nosotros nos volvimos a la casa, a la Casa Grande, a la comuna, a la granja autogestionada, a la república de los artistas, a ese lugar que cada uno llamaba como quería pero que para todos era nuestro hogar, o lo más parecido a un hogar que teníamos o creíamos tener por entonces. Algunos intentaron quedarse. Intentaron seguir causando problemas o llegar por lo menos al otro sector, para ver lo que habían hecho o iban a hacer los otros grupos. Pero la policía ya tenía refuerzos y su barrera era tan infranqueable que podían tomarse la tranquilidad de dejarnos marchar por donde habíamos venido. Su desprecio por nosotros era tal que ni siquiera se molestaron en detenernos. ¿Para qué iban a perder más tiempo con nosotros? Yo estaba profundamente indignada. Estaba tan indignada que en ese momento, cuando todo estaba perdido, fue cuando más ganas tuve de coger una piedra y de lanzarla a la cabeza de algún policía. Pero no lo hice. No lo hice porque sentía tanta rabia dentro, tanto dolor, que sólo podía odiarme a mí misma. Odiarme y lamentarme.
Antes había dudado de mí misma. Por un segundo me había planteado si mi sitio estaba a este lado de la carretera o al otro. Por un segundo había pensado en mis recién abandonados estudios de psicología. En las palabras de mi padre. En sus críticas y sus ironías. Yo era una ingenua. Pero yo era hija de mi clase social. Había tenido una infancia cómoda. Yo criticaba a los políticos, pero los políticos habían dado trabajo a mi padre, y el trabajo de mi padre me había mantenido a mí. Yo era una niña de papa que iba de rebelde. No éramos ricos, pero no éramos pobres. De hecho, la distancia que me separaba de la pobreza era mucho mayor que la distancia que me separaba de la riqueza. Yo había dejado la universidad. Me había ido de casa para empezar una nueva vida, pero la revolución para mí era una aventura, yo no tenía alma de revolucionaria. Algunos de mis compañeros de la comuna sí eran auténticos revolucionarios. Pero eran revolucionarios por desesperación. Algo que yo nunca había sentido.
“Si por lo menos me hubieran pedido la documentación…”, pensaba. En mis sueños heroicos me veía fichada por la policía. Me veía retratada en una ficha policial, con las esposas puestas. Y me imaginaba la cara de mi padre al saber lo sucedido. “Entonces verá que voy en serio”, pensaba. “Verá que estoy decidida a luchar por lo que creo”. Mi padre pensaba que toda la culpa la tenía Leo, mi novio. Pero Leo y yo habíamos cortado al llegar a la comuna. Él no perdió el tiempo en mítines y talleres, se fue directo a por todos los coños que pudo encontrar. Él tuvo muy claro desde el principio para qué servía la comuna. Yo tenía una venda en los ojos, una venda que no me dejaba ver. Leo me decepcionó, pero no logró hacerme aterrizar en el suelo. Aquella era una comuna de artistas. Y los artistas pensaban en otra cosa que en follar a todas horas y con la mayor cantidad de gente posible. Eso pensaba yo entonces…
Las cosas como son. Aquel día lo autentico amenazó con convertirse en trivial, en algo terriblemente sórdido y decepcionante. Fue solo una falsa alarma. Mis emociones fluctuaban como agua sometida a diferente temperatura. Por la mañana me ponían a hervir y por la tarde me metían en un congelador. Así me sentía yo.
Aquel día pensé en volver a casa, a mi casa, a la casa de mis padres. Pero no lo hice. Cuando después de varias horas en el remolque de un camión y de una larga caminata, llegue por fin a la comuna, me fui directamente al dormitorio. Estaba cansada. No quería hablar con nadie. Me sentía muy enojada conmigo misma. No quería que los demás notaran mi mal humor. No me interesaba escuchar la radio ni ver la televisión. No quería saber qué decían en los informativos sobre nosotros. No me interesaba lo que pasaba en el mundo. No me interesaba nada que no fuera analizar qué diablos fallaba ahí dentro, en mi mente, en el fondo de mi ser, en mis entrañas más insondables, qué es lo que mantenía viva esa horrible sensación de angustia, de malestar mental, de reproche y de pena, esa sensación que era como un pequeño piloto rojo, constantemente encendido, pitando sin parar, como una alarma molesta, estúpida, insoportable, algo que te debería ayudar a reaccionar pero que sólo consigue hundirte poco a poco, que te hace perder toda tu fe en ti misma: vas por mal camino pero no puedes encontrar el bueno… ¿entonces, para qué sirve saber que vas por mal camino?
Noté que alguien aparecía por detrás. Era Yan. Él me había sacado a rastras de la carretera. Me había librado de las porras y de los botes de humo y me había dejado sana y salva en mi cuarto. Luego había desaparecido escaleras abajo y no había vuelto a saber de él en un buen rato. Ahora venía hacía mí como si quisiera cobrarse su ayuda. Seguro de sí mismo. Serio. Con las manos en los bolsillos pero los ojos fijos en mí. Caminando tan rápido y no parando hasta estar tan cerca de mí que me asusté.
–Hola Yan –le dije.
Fue una frase estúpida, porque yo sabía que él no venía a ver como estaba, ni venía a hablar conmigo, ni venía a pedirme nada porque Yan no pedía, Yan tomaba lo que le interesaba. Y yo miré por un momento sus ojos y me asusté. Me asusté porque pensé que había llegado el momento que yo tanto había esperado y tenido. Yo llevaba en la casa dos semanas y aún no me había acostado con nadie. Ni siquiera me había acostado con Leo que ya desde la primera noche empezó a saltar de cama en cama, olvidándose de la mía. En la casa casi todo el mundo iba desnudo. Se gastaban muchas bromas. Algunos follaban delante de los demás. Aquello me afectaba más de lo que yo podía admitir. Yan era atractivo. Era uno de los hombres más atractivos de la casa. Pero también era muy huraño. No tenía pareja. No participaba en las bromas ni en las fiestas. No era un solitario. Pero sí estaba solo (y yo, como todos, pensaba que era así por decisión propia). En aquel momento pensé que Yan no era realmente tan distinto a los demás. Su manera de acercase, su mirada, todo encajaba…
Pero me equivoqué. Me equivoqué totalmente. Y entonces recordé la frase, recordé que para Yan su cámara y su polla eran cosas sagradas, palabras mayores, y que él no era un fanfarrón, ni era un aficionadillo al arte y al sexo, un aficionadillo como la mayoría de los hombres y de las mujeres que vivían allí. No. Aquello estaba lleno de pedantes, de mentirosos, de ególatras. Pero Yan era un verdadero artista. Y si se sacaba la polla, si al final se sacaba la polla, era sólo para llegar más lejos de lo que podía llegar la cámara. Que era exactamente el mismo motivo por el que solía hacer fotos.
Todo esto lo supe casi en seguida, pero primero tenía que dejar de pensar en mí. Primero tenía que salir de mi infierno egoísta, de la rueda de mis pensamientos y mis sentimientos. Aquello no iba a ser fácil. Pero Yan sabía bien por donde tenía que empezar…
–Quítate las bragas.
Aquello era una orden. Por mucho que quisiera disfrazarlo de otro modo, aquello era una orden simple y pura.
Yo no estaba acostumbrada a las ordenes. Ni siquiera Leo me daba ordenes. Él intentaba ser obedecido, como todos los hombres, pero no sabía dar ordenes, no valía ni para eso. Yan me miraba impaciente. No estaba dispuesto a esperar mucho tiempo. Su mirada era tan penetrante que apenas pude mirarle de reojo. Algo me dolía al hacerlo. Era como mirar al sol. Nadie puede mirar al sol durante más de un instante. Pero su mirada no era como el sol. Su mirada era negra. Su mirada era un pozo. Y uno no sentía su fuerza, sentía su miedo, su vértigo.
Con miedo, con miedo de mí, que no de él, así me quité las bragas.
Yan rió satisfecho.
–Eres una burguesa. Ninguna mujer lleva bragas en esta casa –me dijo, como un insulto, como un insulto pronunciado por alguien que no pretende ni insultar, que le tiene sin cuidado como se tome sus palabras el otro, que está muy por encima de cualquier emoción o sentimiento humano. Sólo los débiles se sienten ofendidos. Sólo los absolutamente desesperados tienen la fuerza para eludir la debilidad. ¿Y qué es la debilidad? La debilidad son las palabras, los puentes que ponemos entre nosotros y el mundo. La debilidad son la educación, los convencionalismos, las buenas maneras, todo eso que pretende construir una pared de paja entre nosotros y el exterior, que pretende resguardarnos de la lluvia, del frío, del viento, de los animales salvajes y de los golpes del azar, todo eso que forma nuestro mundo fingido, nuestro mundo proyectado sobre nuestros semejantes. Vivimos una mentira inmensa y sólo los desesperados son capaces de eludir esa mentira. Ellos ya viven en la muerte. Ellos ya están desnudos.
Me quedé sentada en la cama, con las piernas cerradas y la falda por las rodillas. Mirando una puerta vacía.
Aquella fue mi primera lección.
Yan empezaba a tener interés en mí.











Cuando llegué a la casa grande yo tenía veintiún años. Acababa de terminar mi segundo curso de Psicología. Una carrera donde había entrado contra la voluntad de mis padres, que querían que hiciera derecho o magisterio, algo más palpable, algo más evidente. Un abogado tiene su despacho y una maestra tiene sus alumnos. Pero una psicóloga… ¿Cómo se gana la vida una psicóloga? Mi padres no lo tenían muy claro. Y mis padres siempre rechazaban lo que nunca tenían muy claro.

También tenía un novio formal, que no les gustaba mis padres, y mi novio formal había sido el culpable de que yo estuviera ahora en la Casa Grande, ese lugar que mis padres odiaban pero que no conocían, porque no se molestaron en conocer, porque con los rumores que les llegaban siempre tuvieron más que suficiente.

Mi novio formal se marchó muy pronto de la comuna. Yo me quedé.

Ya he contado qué fue lo que me llamó la atención de Yan. Que no fue su físico, ni como iba vestido: fueron sus palabras. Y la rotundidad y la altivez con que las dijo.

También he contado que Yan me ordenó que me quitarla las bragas y que yo obedecí al momento (y no me pregunté porqué lo hacía, curiosamente, no me lo pregunté ni entonces ni después, o mejor dicho, después sí, pero muchos meses después), pero que ahí acabó todo, ni me metió mano ni dejé que me metiera mano, ni me propuso sexo consentido ni yo le propuse sexo consentido ni pasó nada de nada, nada de nada, pero nada de nada. Y yo me quedé con cara de idiota, sin saber qué era lo que se suponía que debía hacer.

Pasaron unos días, o tal vez una semana entera. Me dediqué a hacer lo que tenía que hacer, las tareas que me asignaban, y por las noches participaba en las fiestas que se montaban después de cenar, pero sin demasiado interés. Seguía pensando en Leo, en como me había engañado, en como me había mentido. Muchas noches pensaba que lo mejor era volver a la ciudad, volver a casa de mis padres, pero por las mañanas cambiaba de idea. “Un día más”, me decía. “Voy a quedarme un día más”.

Espiaba a Yan, pero siempre a distancia. Tratando de no delatarme. Si teníamos que hacer algo juntos, alguna tarea de la casa, procuraba no hablar mucho con él, no hacerle demasiado caso, que los demás no notaran que me interesaba, que iba detrás de él. Por eso, a veces, bailaba o conversaba con otros chicos, pero tampoco me acostaba con ellos. Y si se ponían pesados, me los quitaba de encima con cualquier excusa. Realmente no sé porqué no me acostaba con ellos. Viendo lo que había hecho Leo, cómo me había puesto los cuernos y cómo había mentido deliberada y cruelmente, lo normal tal vez hubiera sido buscarme otro novio, o por lo menos otro amante. Pero no, no tenía ganas de sexo. O mejor dicho: sólo tenía ganas de sexo con una persona. Y esa persona no parecía que tenía ningún interés en mí.

Algunas veces, mientras preparaba la cena o trabajaba de pie barriendo o guardando cajas en el almacén o en la despensa,  Yan aparecía por detrás de repente, me levantaba la falda, comprobaba que no llevaba bragas, me propinaba un cachete bien sonoro, un cachete rotundo, sin atenuantes, y se marchaba tan rápido y tan sigiloso como había venido. Si yo me giraba y le sonreía, de repente me veía sonriendo a nadie, parada como una boba en mitad de una habitación vacía, mirando fijamente una puerta por la que acababa de desaparecer un sombra veloz.

Aquello podía parecer algo. Pero era nada. Yan hacía lo mismo con otras chicas. Con muchas chicas. Pero yo me obstinaba en pensar lo contrario. Y mi decepción en las horas o en las noches siguientes era terrible.

Recuerdo en particular lo que sucedió una mañana. Estaba en el establo, amontonando heno. Separé las piernas y me puse a mear. Aquello no era tan raro. Había empezado a valorar algunas de las ventajas de no llevar bragas. De pronto escuché una risa fuerte. Era Yan. Había salido no sabía de donde y estaba riéndose delante de mí. Sentí una súbita vergüenza, tan absurda como todas mis vergüenzas de aquellos días. Yan dejó de reírse de pronto. Se me echo encima antes de que pudiera evitarlo (mi vergüenza dio paso a un miedo atroz, un miedo que me hubiera hecho mearme encima si no fuera porque acababa de vaciar completamente mi vejiga) y me cogió del cuello. Y entonces, mientras yo estaba completamente paralizada, hizo algo absolutamente inesperado: con la mano libre, sacó una pequeña cámara de su bolsillo y sin previo aviso y sin ningún respeto me hizo una fotografía. Fue mi primera foto. Un primer plano de mi cara horrorizada. Luego me soltó delicadamente y se marchó lentamente. Sin darse la vuelta. Sin huir.

Naturalmente yo pensé que aquello era el principio de algo. Pero no sabía bien de qué. En realidad no había pasado nada. Él me había hecho una foto y en mi cuello por un momento se habían podido ver las huellas de su mano. Pero su mano fuerte no había querido dejar ninguna huella permanente y si él había preferido sacar su cámara a su polla (que, ¡bien sabía él que podría haberlo hecho perfectamente!) aquello tal vez era más un fracaso que un éxito. ¿O era un fracaso que abría una puerta al éxito? Yo no sabía que pensar.

Un nuevo incidente me hizo comprender que aquello era un fracaso, que con los enfrentamientos directos no iba a conseguir nada. Esa misma noche, después de beber más de la cuenta y de fumarme unos cuantos canutos, fui a buscarle a su cama. Me eché sobre él pensando que ningún tío en su sano juicio iba a rechazar a una mujer joven, guapa y borracha, pero me equivoqué: Yan no era como cualquier tío, y estaba dispuesto a demostrármelo en todas y cada una de las ocasiones. Por lo visto su mayor afición era hacer lo que nunca se esperaba que hiciera, salirse por la tangente, jugar al despiste. ¿O no era un juego?, ¿o realmente Yan era así de raro?, ¿realmente era tan particular? Fuera como fuera, lo cierto es que tan pronto como comprendió lo que pasaba, se levantó de la cama y se fue. Me dejó toda la cama entera para mí…. Fue un gesto muy caballeroso por su parte… ¡Y yo lo odié con toda mi alma!

Dejé de perseguirlo. En realidad yo sólo lo había buscado una noche, pero me sentía como su eterna amante rechazada. Empecé a desconfiar de todo el mundo. En la casa era difícil guardar un secreto. Sin embargo todo el mundo me trataba bien. Y si hablaban de mí a escondidas, yo no había sido capaz de descubrir qué decían o quiénes eran los encargados de extender los rumores.

Tenía una amiga, una auténtica amiga. Vinde era la chica más guapa de la casa con diferencia. En aquella casa llena de jóvenes espléndidas, Vinde reinaba desde su taller con un desprecio absoluto por su belleza. Nunca cuidaba su aspecto. Iba vestida con su viejo mono de trabajo, entre polvo, pinturas, hierros, sopletes y sustancias tóxicas. Todas las tardes iba al lago a bañarse. Allí siempre estaba rodeada por un grupo de jóvenes de ambos sexos. Vinde tenía muchos admiradores pero sólo sentía interés por las mujeres. Ella nunca disimuló su interés por mí. Pero se tomó su tiempo. Sabía que iba a ser suya de todas formas.

Vinde era la confidente de Yan. Ella y Yan trabajaban juntos en muchos proyectos. Muchas personas incluso pensaban que se acostaban juntos. Yo también lo pensé, pero aquel era un dato irrelevante. Yo sabía que si alguna persona podía entender qué pasaba por la cabeza de Yan, esa persona era Vinde.

De manera que la estrategia era clara: Para llegar a Yan tenía que llegar primero a Vinde.

Para llegar a Vinde tenía que acostarme con ella.

Yo nunca me había acostado con ninguna mujer, ni entraba en mis planes hacerlo, pero llegar a Yan se estaba convirtiendo en una obsesión. Supongo que en el fondo estaba buscando un motivo para seguir en la comuna y Yan se convirtió imperceptiblemente en ese motivo. Yo no tenía madera de revolucionaria. Eso era algo que yo no podía aceptar por aquel entonces. Como tampoco podía aceptar que yo tampoco tenía madera de artista. Ambas cosas eran evidentes a simple vista. Y cualquiera que se fijara lo suficiente en mí lo había notado. Yo vagabundeaba por la casa sin una vocación clara. Un día quería aprender a tocar la guitarra eléctrica. Otro día quería ser cantautora. Un buen día me despertaba queriendo pintar un cuadro y otro día quería modelar una escultura con mis propias manos. También quería ser escritora. Y aunque escribir era lo único que realmente hacía, lo que ya había hecho antes de la comuna y lo que pensaba seguir haciendo toda mi vida, mis escritos, ya fueran en prosa o poesía, no eran nada del otro mundo. Yo no tenía talento como escritora. Aunque aún era pronto para saber que yo realmente no tenía talento. Algunas veces intentaba enseñar alguno de mis poemas o de mis cuentos a alguien, pero nunca lo hacía. Nadie en la casa podía leer lo que yo escribía en mis libretas. Ni antes nadie lo había leído, ni Leo ni mis padres ni mis amigas.  Muchas veces ni yo misma releía mis escritos por miedo a decepcionarme. Para ser escritor, como para ser artista, hay que ser algo vanidoso y yo tenía una absoluta y demoledora falta de confianza en mí misma, a la que se sumaba una gran ignorancia. Mis lecturas y mis conocimientos eran muy limitados. Puede que en la ciudad, en mi otra vida, eso no fuera un grave inconveniente, pero allí sí lo era. En esa casa todo el mundo tenía una gran cultura, conocían todas las modas, sabían qué artistas eran los mejores de su tiempo. Y eran vanidosos. Allí todo el mundo presumía de lo que hacía, o simplemente de lo que pensaba hacer. Yo era la única que iba escondiendo sus papeles, y la que, si le preguntaban, se negaba a darse la menor importancia (gesto que los demás interpretaban, curiosamente, como petulancia). Por suerte los demás no solían preguntarme mucho. Me aceptaban como aceptaban a todo el mundo. En la comuna siempre estaba entrando y saliendo gente. Aquello formaba parte del orden natural de las cosas. Como también formaba parte del orden natural de las cosas que personas que un día te ofrecían su amistad, su cuerpo o sus dosis de LSD (por decir una droga entre las muchas que se consumían) al día siguiente te ignorasen por completo. Eso también era algo normal, y por tanto también era normal que todo ese vaivén físico de personas y todo ese vaivén sentimental de afectos, desprecios y estados de ánimo alterados o proclives a la alteración te acabara pasando factura, como siempre solía ocurrir. De manera que todos los que llevaban mucho tiempo allí estaban medio chiflados, hacían unas cosas muy raras, y a nadie le parecía importar mucho lo que los demás pensaran de él. Lo cual era bueno, pero algunas veces muy irritante.

Y ahí entraban personas como Vinde y como Yan, que siempre conservaban o parecían conservar la cabeza fría. Ellos podían ser tan excéntricos, chiflados y raros como el resto, pero en todo momento parecían ser plenamente conscientes de sus actos, en todo momento parecían decirte: “¡eh tía!, ¡sé lo que me hago!”, y tú sabías que, a diferencia de otros, eso era verdad. Así que, en cierto modo, era normal que yo acabara relacionándome más con ellos que con el resto, porque yo era la que menos se drogaba, la que menos bebía y, desde luego, la que menos follaba de toda la casa. Y era todo eso muy a mi pesar, porque en el fondo seguía siendo una burguesa.

¿Cuántas veces, de niña, había tratado de hacer una travesura y de repente, para desesperación mía, había comprendido que yo era incapaz de hacerla? ¡Si la culpabilidad, el miedo y la angustia me consumían ya antes de hacerlo, con sólo imaginarlo! Otras compañeras de clase no tenían los problemas que yo tenía. O eran obedientes o eran desobedientes. O eran blanco o eran negro. Yo no. Yo quería ser una cosa pero no dejaba de ser la otra.

Entré a la comuna decidida a acabar con eso. Pero dejé pasar un mes sin hacer realmente nada.
Y una noche me acosté con Vinde. Ese era el precio a pagar para llegar a Yan. Y yo lo pagué con mucho gusto.

No quiero engañar a nadie. Ni, desde luego, quiero engañarme. Es difícil hablar de algo tan lejano, tan triste, y no caer en la nostalgia. Y mentirse, mentirse involuntariamente. No todo era bonito. No todo era tan fácil ni tan simple. No todo era tan evidente, ni el placer ni el dolor.

Antes de llegar a la casa yo ya había cometido el primer gran error de mi vida. Me había enamorado del hombre equivocado. Después de eso yo había decido andar con pies de plomo. Me dije que no iba a abrirle mi corazón al primer hombre que me gustara. En el momento que me hice esa promesa, justo cuando Leo me abandonó, yo no pensaba que mis precauciones tuvieran que hacerse extensivas al sexo femenino. Ni siquiera pensaba, aunque Vinde y yo ya estábamos cada vez más cerca, que pudiera sentirme irresistiblemente atraída por una mujer.

Quizá convenga aclarar algo: en aquella época, y más en ese pobre país en el que me tocó nacer, el sexo era considerado algo pernicioso por sí mismo. Una mujer, siempre que fuera o quisiera ser tomada por una mujer decente, sólo podía practicar el sexo en dos circunstancias: o cuando se lo pedía su marido o cuando se lo pedía su novio. De las dos circunstancias la ideal era, evidentemente, la primera. La segunda era aceptada a medias. En los últimos años se empezaba a tolerar que algunas mujeres cedieran a las presiones de sus novios, siempre que estos noviazgos estuvieran firmemente arraigados (es decir con la boda a la vista) o que hubiera alguna circunstancia especial, como una guerra o un servicio militar por medio o otros peligros para el futuro de la pareja. Se trataba en definitiva de no darle al novio algo tan preciado a no ser que se estuviera suficientemente seguro de su fidelidad (de su fidelidad a los compromisos adquiridos, se entiende), a no ser que no fuera estrictamente necesario hacer un último sacrificio para salvar la relación o a no ser que no se corriera ya ningún peligro y por tanto no hubiese ya nada en juego. De todas formas y para todos los casos se suponía que la mujer debía aceptar el sexo como una parte de su amor por su pareja, pero nunca como un placer desligado de toda vinculación sentimental. El sexo por el sexo era para las putas y para las enfermas. Las decentes se enamoraban y el amor lo justificaba todo. Esto, estas ideas que hoy son tan difíciles de entender por las generaciones jóvenes, eran las ideas con las que mi madre, sin ser ella plenamente consciente, me había educado. Y también eran las ideas con las que la sociedad, con sus múltiples manifestaciones de control y represión, nos reafirmaba en los momentos de peligro. Por todo eso aquella mañana, cuando yo repasaba mentalmente lo que Vinde y yo habíamos hecho en su cuarto la noche anterior, me sentía extraordinariamente dichosa, eufórica, tan emocionada y sorprendida como si acabara de hacer yo sola el mayor descubrimiento del siglo, tan orgullosa de mí misma como si hubiera sido el primer hombre en subir al Everest o en llegar al Polo Sur.









–No es para tanto –murmuró entonces una chica llamada Sonia. Y yo me quedé tan paralizada como si el gas letal del Vesubio me hubiera matado de pronto.

–¿A ti quién te ha dado vela en este entierro? –le pregunté cuando por fin pude reaccionar. (En realidad, antes de esa pregunta traté de hacerme la sueca. Pero el “¿Qué?, ¿Cómo?, ¿A qué te refieres?” no funcionó. Ella me miró desafiante y lanzó una sonrisita llena de ironía. Yo me sentí como una tonta y decidí plantarle cara.)

–No te lo tomes a mal, cariño, todas hemos pasado por ahí… –continuó ella. Me había pillado en el cobertizo de la leña. Y no pensaba dejarme escapar. Si venir a cuento había sacado el tema. Con una pregunta a quemarropa.

Odio profundamente a las personas que me llaman “cariño” sin conocerme de nada. Aunque aquella chica y yo vivíamos juntas bajo el mismo techo, y aunque ella ya estaba en la casa cuando yo llegué, en todo el mes no habíamos hablado ni cinco minutos seguidos. Mi relación con ella era prácticamente nula. Y era nula por voluntad propia, porque desde el primer momento me había parecido una pedante y una estúpida. Y esta conversación (si se puede llamar así) me lo estaba confirmando.

Como no podía irme ni podía pedirle que se fuera (en la casa las conversaciones eran sagradas, sobre todo cuando las conversaciones consistían en insultarse a la cara unos a otros), me limité a escuchar con resignación, tratando por todos los medios de aislarme de sus palabras como quien se aísla de la lluvia con un grueso chubasquero, con la diferencia de que no hay chubasqueros que sean lo bastante gruesos para frenar las palabras. En definitiva, que tuve que oír lo que no quería oír….

Tuve que oír que lo que había hecho no me acercaba ni me alejaba de mis objetivos. Si ayer estaba lejos de Yan, hoy no estaba más cerca. Si anoche estaba muy cerca de Vinde (o eso había pensado), hoy estaba tan lejos como había estado antes. Vinde no iba a preocuparse más por mí, ni tampoco iba a ignorarme por completo. Para ella lo que habíamos hecho no significaba nada en absoluto. Lo hacía con todas las mujeres que llegaban (sólo bastaba con que fueran jóvenes y atractivas y que permanecieran en la casa el suficiente tiempo). Lo hacía por diversión. Lo hacía como un juego. Y también lo hacía como una forma especial y particular de dar la bienvenida. Algunas querían repetir y se encontraban con que Vinde las rechazaba por completo. Otras querían odiarla, arrepentidas del placer que Vinde las había hecho sentir o asustadas por el abismo que se había abierto ante ellas, y se encontraban con que Vinde era incapaz de percibir su odio. Después de varios ataques furibundos descubrían desconcertadas que Vinde no había sufrido daño alguno, que sus golpes no habían causado la menor muesca en su coraza y que Vinde seguía tan invencible, tan poderosa y tan despreocupada como siempre. Y luego estaban las realistas, las pragmáticas, el reducido grupo (siempre según el pensamiento de Sonia) de las elegidas: las que aceptaban las cosas como venían, sin darles importancia y sin renegar de ellas, disfrutándolas cuando las tenían y no haciendo el ridículo cuando las perdían. En ese grupo estaba Sonia, por supuesto. Pero en ese grupo (ella había tenido la deferencia de decírmelo) también podía estar yo.

Yo no sabía si reírme de ella, si gritarle o si ignorarla. Al final, ella habló y hablo y, no se bien cómo, yo también acabé hablando. Al final resultó que estuvimos hablando media mañana, que nos acostamos juntas después de comer y que por la noche ya éramos, a pesar de todo, buenas amigas.

Por unos días me olvidé completamente de Yan. Me olvidé completamente de Vinde. Me olvidé completamente de escribir o de pintar o de tocar la guitarra, hasta me olvidé de hablar de política y de participar en las asambleas. Por unos días sólo existió la cama de Sonia. El cuerpo de Sonia. El sexo de Sonia. Y mi sexo. Mi sexo tocado, descubierto, agrandado, desarrollado, hecho crecer y crecer por Sonia como un árbol recio cuyas ramas cubrían de sombra todo mi cuerpo, por sus manos de jardinera experta, por su lengua fértil. Así estuve hasta que Vinde se cansó de ver como otra le quitaba protagonismo. Se cansó de escuchar mis gemidos (lo digo literalmente, mis gemidos se escuchaban por toda la casa) y quiso venir para demostrarme que si Sonia era tan buena en la cama era simple y llanamente porque había sido una buena alumna.

Pero la maestra era Vinde. La maestra, indudablemente era Vinde. Yo, de no haber estado tan drogada, tan borracha, tan asustada, lo había sabido la primera noche. Pero llegué a su cuarto en tal estado, que Vinde comprendió al primer vistazo que cualquier esfuerzo iba a ser inútil, y decidió guardar sus armas para otras ocasiones futuras. Fue una decisión muy sensata, porque yo tuve más que suficiente con los primeros platos. En realidad, aquella fue en su momento la mejor experiencia sexual de mi vida. Ni las pocas veces que yo me había masturbado, ni las muchas veces que había hecho el amor con Leo, se podían comparar con lo que sentí esa noche, a pesar de mi estado y a pesar del poco interés que desperté en Vinde. Y si esa primera noche con Vinde fue, en cierto modo, mi verdadera iniciación sexual, las noches y los días que pasé con Sonia fueron mi llegada a la madurez, mi pasaporte hacia un nuevo modo de entender el sexo, que en definitiva no era más que un nuevo modo de entender la vida.

Quiero poner las cosas en su sitio. El tiempo pasa y es fácil entregarse a la nostalgia. Tan fácil como entregarse al desprecio. Y no. Ni lo uno ni lo otro sería justo. Sonia, Vinde, Yan, hasta Leo se merecen la verdad, la verdad tal y como yo creo que es la verdad, la verdad que yo recuerdo y la verdad que yo siento, que es la mejor verdad posible dentro de la gran mentira de la vida, la verdad que es mi manera, mi pobre, mi única manera de hacerles justicia.

Pero no voy a hablar ahora de justicia. Ya hablaré después de justicia, si puedo hacerlo. Ahora voy a hablar de Vinde. Tengo que hablar de ella porque es el momento de hacerlo. Y tengo que hablar de ella porque mi memoria quiere hacerlo. Durante un tiempo, durante mucho tiempo, pensar en la casa fue pensar en Yan. Yan es importante, por supuesto. Más que importante. Yan es fundamental. Es el protagonista de esta historia, lo quiera o no. Eso es lo que pensará cualquiera que lea esto. Pensará que estos papeles están dedicados a él, que han sido escritos por él, y tendrá razón. En su momento, Yan fue el que me obligó a ponerme a escribir. Yan ha sido, quiera o no, el hombre de mi vida (aunque yo nunca lo vi así y aunque mi vida ha seguido muchos años sin Yan). Pero si Yan ha sido quien me obligó a ponerme a escribir, a no seguir callada por más tiempo, quien me inspiró a escribir no fue Yan sino Vinde, y quien me hizo escritora, el rostro que está detrás de casi todos mis libros y poemas, no es el rostro de Yan, es el rostro de Vinde. Esto es así aunque sea difícil de explicar. Los dos son importantes para mí. Yan es la casa, pero la casa también es Vinde. Yan es el dolor y Vinde es el placer. Y Vinde es el placer y Yan es el dolor. Todos los corazones se mezclan en el fuego, todas las almas, la mía, la de Yan, la de Vinde, y todas las otras almas, todas las almas de todos los que estuvieron allí, pero si tengo que decir un nombre, el primer nombre que se me viene a la cabeza, ese es Yan, y si tengo que pensar en una imagen, la imagen que me viene a la cabeza siempre, ineludiblemente, es la imagen de Vinde. La cara de Vinde, el cuerpo desnudo de Vinde, la sonrisa, los ojos, el pelo, las piernas, la piel tersa, pulida, fría y ardiente, metálica, dura de Vinde. La espalda de Vinde, el culo de Vinde, el pubis de Vinde. He amado a muchas mujeres y me he acostado con muchas, muchísimas más. Amé a Sonia durante unos días. Amé a Vinde durante un invierno. Luego he amado por horas, por minutos, por segundos. Todos los cuerpos se mezclan y se confunden: menos el de Vinde. Y lo mismo me pasa con Yan a su manera. Después de él ninguno de mis amantes masculinos ha sido nada para mí. Ninguno ha dejado la huella que dejó Yan. Y no hablo de la fotografía, no hablo de su ayuda a encaminar mi vocación, de sus consejos impagables, de su empuje inicial y básico. Si soy fotógrafa es por Yan, si fui escritora es por Vinde. Pero ahora no es el momento de hablar de ello. Yan fue importante porque fue el único hombre que pudo borrar la huella nefasta de mi padre. Yan es importante porque tuvo la fuerza suficiente para borrar el surco profundo que tantos años de educación habían labrado en mi cabeza. Él sólo fue capaz de taparlo todo y de volver a sembrar otra cosa, de hacer crecer alguna cosa donde sólo había un estercolero. Y si lo que creció es un tronco recto o un tronco torcido es algo de lo que no se le puede culpar a él… 

Yan no tuvo nada de lo que se merecía. Este mundo es atroz. Los necios medran. Los inteligentes mueren pronto. O se vuelven locos o son obligados a volverse tontos de remate para poder sobrevivir. He dicho que no hablaré de justicia. No creo en la justicia.
Puedo reclamar justicia, pero sé que la justicia es algo que no existe. La justicia es un enorme vacío que nombra lo que no hay, lo que falta. Los hombres creamos las palabras para eso, para poner nombre a lo que falta en este mundo y así tener la ilusión de que existe o de que puede existir algún día. Por eso decimos Dios, felicidad, amor, paz, justicia, esperanza. Porque pensamos que si creamos estas cosas, que si les damos un nombre y tratamos de imaginárnoslas de alguna forma, esas cosas acabarán existiendo. Pues no. Esas cosas no han existido ni existirán nunca.












¿Qué hacemos con el zorro que se come las gallinas? ¿Qué hacemos con el lobo que se come las ovejas? ¿Y con el puma, y con el oso, y con los tigres?
Siempre había personas que pasaban de lo específico a lo general. Que se salían del debate. Que hablaban cuando no tocaba. Que querían solucionar todos los problemas del mundo a la vez. Luego estaban los otros, los que no estaban borrachos, ni se habían metido nada por ningún sitio, los que estaban preocupados porque después del verano viene el invierno y si no acumulamos comida en verano, nos morimos de hambre en invierno. Así de simple.
Y así todas las noches. El debate de los animales, de los ataques a los animales, de si se mueren o no las gallinas, de qué hacer con los ratones, que se meten en la despensa. ¿Matarlos? No. Aquí no se mata nada. Ni se mata a los mosquitos, y mira que son molestos.
¿Y porqué hay que tener gallinas? ¿Otra vez, otra vez vamos a tener que discutir eso? El que no quiera comer carne que no coma. Pero están los huevos, y la leche de las vacas y las cabras, y la piel de las ovejas…
Luego viene el debate del camino. El otro debate de todas las asambleas de todas las noches. El camino está muy mal, lleno de baches. “Mejor”, dicen algunos. Así no vienen visitas molestas. “Pero está tan mal que si vuelve a llover no podrá ni pasar el jeep”, contestan otros. “Tenemos que arreglar el camino. Dentro de un mes será la exposición”. La exposición. Esa palabra se repite mucho. Tengo muchas ganas de que llegue la exposición. Y también mucho miedo. Aquí todos son artistas. Artistas-campesinos. Artistas-leñadores. Artistas-granjeros. Artistas-tejedores. Artistas-cocineros. Todos son artistas y todos son algo más que artistas. Menos yo. ¿Yo qué soy?
Puedo participar en las asambleas. Pero mi opinión no cuenta. Soy una novata.
Y no soy artista.









Kevin había venido a buscar un libro. La puerta estaba abierta, pero las cortinas estaban corridas. En la casa todo el mundo dejaba las puertas de sus habitaciones abiertas. Cuando quería tener más intimidad, su única posibilidad era correr las cortinas y dejar la habitación en penumbra. Algunas habitaciones tenían persianas y otras tenían unas extrañas contraventanas de madera, algo que yo no había visto nunca. Esas contraventanas, al cerrarse, dejaban la habitación completamente a oscuras. Era como meterse en un ataúd y cerrar la tapa. La habitación de reuniones de la planta segunda tenía esas ventanas y por eso se utilizaba para diversas actividades, como laboratorio fotográfico comunal (aunque algunos fotógrafos, como Yan, tuvieran su propio laboratorio), como lugar para hacer yoga o diversos tipos de meditación y como lugar de juegos eróticos durante las fiestas. En concreto había un juego que normalmente se solía realizar en las fiestas de verano, que consistía en meter a todos los recién llegados en la habitación y apagar la luz.  El objetivo del juego, como me explicó Kevin, consistía en que “los nuevos se fueran conociendo”.  Yo había jugado a ese juego varias veces. Durante cinco minutos había sobado y me había dejado sobar por todos los cuerpos con los que me había tropezado. Era excitante, pero realmente no pasaba de ser un simple aperitivo, un pequeño anticipo de lo que podía pasar más tarde. Muchos chavales y muchas chicas no pasaban de ahí. Estaban dos o tres días en la comuna. Se emborrachaban. Fumaban hachís. Metían mano a quien fuera y se dejaban palpar amparados por la oscuridad protectora. Y luego se iban. Esa era todo su experiencia en la comuna. Las paredes del comedor tenían fotos de Bakunin, de Trosky, de Marx, de Rosa Luxemburgo, de Durruti y otros anarquistas españoles de la Guerra Civil, y curiosamente también de Nietzche, de Sartre, o de Neruda. También habían posters de artistas y músicos, y muchos graffitis, muchas citas en las puertas de los servicios y en otras partes de la casa y de los demás edificios de la granja. Pero eso a los visitantes veraniegos les importaba bastante poco. Y por eso algunas personas, algunos de los veteranos, se encargaban de sondear a los recién llegados, de preguntarles por sus opiniones políticas, de indagar en sus gustos y sus conocimientos artísticos. No era nada  forzoso o desagradable. Tú no estabas obligado a contestar y no te sentías presionado en ningún momento. En realidad eso sólo era una tarea necesaria. Muchos querían entrar en la casa pero el espacio era limitado. Había que hacer una criba. Había que ver quien tenía realmente algo que aportar a la comuna y quién se iba a convertir pronto en una simple molestia. La persona encargada de sondarme a mí fue Kevin y por eso, desde el principio, Kevin era una de las personas que más temor me inspiraban de todo el grupo. Kevin, yo lo había advertido en sus conversaciones, era un militante convencido. Era el encargado de elaborar los discursos y los manifiestos y parecía que su actividad en la casa se redujera a eso, a la parte política. No pintaba. No era músico. Él se encargaba de la biblioteca. Decidía qué párrafo de qué libro se iba a leer en la asamblea general. Y parecía que aquellas ocupaciones eran toda su vida. Que no tenía otros intereses a parte de predicar las ventajas de la revolución.

Por eso me quedé de piedra cuando entró en el cuarto y vino directo hacia mi cama. Me preguntó por un libro, por supuesto, porque todo el mundo utilizaba una excusa, pero él sabía tan bien como yo que no se entra a una habitación que tiene las cortinas corridas, a no ser que estés interesado en saber qué se está haciendo dentro. Y el único interés de Kevin, como el de todos los tíos que desfilaban por cualquier habitación de cualquier mujer que tiene las cortinas corridas, era unirse a la fiesta.

Por eso me quedé parada, porque aquello no me lo esperaba de Kevin. Y también porque no tenía en menor interés en invitarle a unirse a nosotras.

¿Pero qué podía hacer? Si le decía que no, él se lo tomaría a mal. Puede que aceptara la negativa cortésmente, pero aquello no iba a quedar así. Aquello podía tener otras consecuencias en el futuro. Yo ya no era una visitante ocasional, pero aún no era un miembro de pleno derecho. A fin de cuentas yo aún no me había acostado con ningún hombre de la casa. Era la única mujer que no lo había hecho. De momento ningún varón me lo había recriminado. Ni probablemente lo haría ninguno en público. Pero yo sabía que hablaban de mí. Y podía imaginarme lo que decían…

Yo no quería ser tachada de mojigata. Pero lo cierto es que no me decidía a dejar entrar a Kevin. “Si fuera Yan…”, pensé. “Si el idiota de Yan se decidiera a hacer lo que ha hecho Kevin…”. Pero Yan no estaba. Era Kevin el que estaba de pie delante de mí, hablando de Remblant, de su libro de grabados, mientras no dejaba de mirarme las tetas…

La situación no podía ser más molesta. Los minutos pasaban y Kevin se iba quedando sin saber qué decir. De vez en cuanto miraba a Vinde, que había sacado la cabeza de debajo de la sábana para ver qué pasaba y se había sentado a mi lado. Vinde esperaba que fuera yo quien tomara la iniciativa. Pero yo era incapaz de decidir nada. Al final  comprendió que yo no quería acostarme con Kevin ni siquiera con ella delante y que, al mismo tiempo, no me atrevía a rechazarlo, así que ella misma despidió a Kevin con un breve movimiento de cabeza. Le resultó increíblemente fácil. No tuvo ni que decir una sola palabra. Bastó un gesto, una mirada suya, y Kevin se dio por enterado. Todo sucedió de un modo tan rápido y tan tajante que yo me quedé completamente horrorizada, horrorizada y admirada, las dos cosas por igual. Y luego, cuando Kevin desapareció, volvió a hundir la cabeza bajó la sábana y siguió con lo que estaba haciendo, cómo si aquello no hubiese sido más que una tonta interrupción sin importancia. Yo esperaba algún comentario por su parte. Y también quería darle las gracias.  Pero ella no dijo nada. Ni hizo ningún gesto de complicidad. Ni de burla. No hizo nada que me hiciera sonreír a mí también. Que me hiciera lanzarle una mirada de alivio. Vinde no quería oír mis agradecimientos. Ni quería compartir mis dudas. Para ella lo que había pasado no tenía la menor importancia. Así que se apresuró a retomar mi sexo como quien retoma un libro que ha tenido que dejar de leer en el momento más interesante. Por suerte ella sabía exactamente en que punto lo había dejado. Vinde era muy meticulosa. Siempre se preocupaba de dejar una marca en un extremo de la página.

¿Qué era yo? ¿Qué clase de accidente de la naturaleza me había formado? ¿O lo mío no era nada del otro mundo?

Me quedaba sola y escribía en mi diario. No mucho tiempo. Breves notas para no olvidar lo importante.

Vinde me dejaba tan vacía de pasado que yo tenía que hacer un gran esfuerzo por recordar mi vida anterior. Mi vida normal de persona normal en un mundo normal. Ni vida “no vida”. Mi vida asquerosa.

Recordé mis años escolares, en un colegio sólo para niñas. Recordé que la palabra “lesbiana” no había entrado en mi diccionario hasta que cumplí los dieciocho, salí del colegio y entré en la universidad.

Aquel era un asunto que me preocupaba. ¿Era yo una lesbiana?

Pero había otro asunto. Algo peor…

Aquel día me pregunté por qué Kevin había venido sabiendo que yo estaba con Vinde. En realidad la pregunta era una pregunta que no me quería preguntar: ¿Sabía Vinde que iba a venir Kevin? Porque, a esas alturas yo ya lo sabía bien, ni siquiera Kevin, repito, ni siquiera Kevin, se atrevería a molestar a Vinde cuando Vinde estaba con una de sus conquistas si no tenía una razón importante para hacerlo. O si la propia Vinde no le había dado permiso…

Digo que era una pregunta que no quería hacerme. Y por eso cerré la libreta y salí corriendo al prado. Y me fui a ayudar a los que estaban lavando en el lavadero, porque siempre había mucha ropa, muchos manteles, muchas sábanas, muchas toallas por lavar en una casa con tanta gente y toda ayuda era bien recibida.

En realidad, ahora lo sé, me pasaba los días esquivando preguntas. Era el precio que tenía que pagar por vivir allí, por vivir así: a la intemperie, a mi aire, por mi cuenta y riesgo, sin obedecer a mis padres, ni a las monjas del colegio, sin seguir las normas sociales, sin tener en cuenta lo que me habían dicho que estaba bien y lo que me habían dicho que estaba mal. Pero sin poderlo ignorar. Sin poder quitarme la piel vieja, la piel podrida, la piel que ya no me servía porque ahora tenía una piel nueva, una piel reluciente, una piel que para mí era mi única y verdadera piel. “Ya sé quien soy”, me decía. “Tal vez aún no sé cómo solucionar estas situaciones, como moverme por el mundo, pero ya sé quien soy. Y ahora, sólo ahora, por fin, empiezo a ser quien quiero ser”. Ese era el precio: tropezar con las viejas preguntas. Y tratar de esquivarlas. Y volver a tropezar.











Yo no sentía ninguna necesidad de bajar al pueblo. Eso me distinguía de los otros recién llegados. Todos hacían los mismo: decían que odiaban la civilización, que no querían volver a ver a sus padres, y luego, a los pocos días, estaban como locos por acercarse al pueblo y tomarse una cerveza o un trago de ron o de vodka en el bar, algo que fuera lo bastante fuerte y les recordara las noches turbias de la ciudad (esas noches y esos cuerpos de los que habían intentado escapar, porque ellos eran como yo, siempre buscando un cobijo bajo la lluvia, siempre empapados y helados), y comprar un montón de revistas, libros, paquetes de tabaco, ropa normal (no esas faldas y vestidos tan sosos y nada sugerentes que llevaban las chicas, que no resaltaban nada ni prometían nada, ni tampoco esos monos azul oscuro, viejos y sucios, para ir al campo, a la granja o al taller, que llevaban los hombres), y desde luego, llamar a sus padres. Llamar a sus padres para decirles que no iban a volver. Que sí querían volver. Que no podían volver. Que están dispuestos a ser rescatados. Que iban a la deriva. Que habían encontrado su lugar en el mundo… Yo no. Yo no había llamado a los míos. Desde que me marché de casa, dando un buen portazo, ellos no sabían nada de mí. ¿Debería llamar y decirles que estaba bien? Supongo que se habrían enterado por otros de donde estaba. No había venido sola. Ahora estaba sola, pero ellos no lo sabían. Y yo no quería que lo supieran. Ni eso ni nada. No. Yo entendía a los nuevos. Pero yo no era como ellos. Yo no sentía ninguna nostalgia. No era como esos perros que se pasan la vida atados y luego, cuando los liberan, no se van a ninguna parte y continúan trazando el mismo círculo alrededor de una cuerda imaginaria durante el resto de su vida. No. Yo sabía lo que era vivir atada. Y tenía miedo a lo que me esperaba fuera de la perrera. ¡Claro que tenía miedo! Tenía tanto miedo que no acababa de entender cómo había sido capaz de marcharme de mi casa. Pero sabía bien que no quería volver allí. Por eso no había llamado a mis padres. Ni había bajado al pueblo. Allí no se me había perdido nada.

Ocurrió en un segundo. Estaba leyendo en la terraza. Vinde salió con los demás. Iba directa al jeep. Me vio y me dijo: “¿Te vienes?”. Yo no tenía ninguna intención de ir. El libro sobre arte moderno que estaba leyendo estaba muy interesante. Dejé el libro ahí mismo, en la terraza. Ni siquiera me molesté en coger algo de ropa de abrigo para la noche, en caso de que la vuelta se retrasara más de la cuenta. Me levanté de un salto y me subí al coche. “¿Por qué no?”, pensé. Después de todo no tenía nada urgente que hacer y tenía cierta curiosidad por conocer ese pueblo del que todos hablaban y que yo sólo había visto la noche que llegué, mientras el jeep que había venido a recogernos recorría con prisa las calles desiertas. En realidad iba por Vinde. Iba simplemente porque ella me lo había pedido. No. Pedido no. Vinde no esperaba que yo fuera. Para ella era lo mismo si iba como si me quedaba. Pero ella se había dirigido a mí, me había hablado a mí. De todas las personas que había en la terraza en ese momento me había elegido a mí en cierto modo. Y eso me halagaba.

Un rato después, mientras estábamos en una tienda, comprando, unos muchachos del pueblo entraron y se colocaron detrás de nosotras. Los demás estaban en el bar. Vinde continuó hablando con la tendera, sin prestar atención a los muchachos. Yo me puse nerviosa cuando uno de ellos, con la excusa de mirar en unos estantes, se acercó tanto a mí que pensé que nuestros cuerpos iban a tocarse. Él muchacho soltó una broma. Su compañero se rió. Yo me aparté rápidamente. Sabía que la broma del muchacho, dirigida en apariencia hacia su compañero, había sido un torpe y breve intento de lanzarme un piropo. Eran dos simples muchachos, completamente inofensivos. Pese a todo yo me desplacé hasta el otro extremo de la tienda, dejando a Vinde sola en el mostrador. (El muchacho que se había acercado a mí, estaba ahora junto a ella, parecía el más lanzado de los dos, había vuelto a soltar otra broma, sin la menor gracia, y Vinde no se había molestado en girar la cabeza, los ignoraba completamente, pero no tenía miedo, su cuerpo trasmitía una sensación de tranquilidad y de solidez que a la fuerza tuvo que ser advertida por el muchacho, pues se alejó pronto, vi como salía de la tienda con una expresión de enfado disimulado, no quería reconocer su íntima humillación delante de su compañero). Yo lo observé todo desde mi rincón. Después me acerqué para ayudarla con las bolsas y los paquetes.

Cuando Vinde acabó de comprar y salimos fuera, le pedí disculpas. Sentí que tenía que hacerlo. “Perdona, me he portado como una niña asustada”. Vinde sonrió. “Por lo menos lo reconoces. Eso es bueno”. La ayudé a cargar con la compra hasta el coche. Fuimos al bar y nos reunimos con los otros. No volvimos a hablar hasta que llegamos a la casa.

–Sabes lo que me ha pasado. Es una tontería pero…

Estábamos descargando la compra en la despensa. Podíamos haber pedido ayuda pero Vinde dijo: “Entre las dos nos apañamos. No hace falta molestar a nadie”. Yo asentí porque quería estar a solas con ella. Aquello era algo que no ocurría con frecuencia. Pero sentía que aún debía disculparme por lo de antes. O al menos darle una pequeña explicación…

Ahora ella dejaba paquetes en el suelo y empezaba a organizarlos. No me miraba apenas. Yo continué:

–De repente me acordé que no llevaba bragas. En la casa ya ni me doy cuenta. Pero en esa tienda, en el pueblo, con esos chicos detrás, con uno de ellos casi rozándome el culo… En fin, puedes reírte si quieres pero de repente pensé que él iba a descubrir que no llevaba bragas y que iba a pensar que era… bueno, ya sabes…

No sabía como acabar la frase. Noté como mis mejillas ardían. Mi sonrojo me hizo sentir peor aún. Lo estaba estropeando más. Me estaba comportando como una idiota. En ese momento hubiera dejado caer la caja de botellas de cristal que llevaba en la mano y hubiera salido corriendo. Comprendí que debía aguantar su mirada. Pero no hubo ninguna mirada de reproche. No pasó lo que yo suponía que iba a pasar. Yo había visto como Vinde lanzaba miradas terribles por comentarios más leves que el mío. Ella no te criticaba nada. Solo te lanzaba una mirada dura, directa, fulminante, y tú agachabas la cabeza y decías “tierra trágame” y no podías hacer otra cosa que esperar que los demás no se hubieran percatado de lo que acababa de suceder, y luego disculparte tontamente y desaparecer de donde fuera, de la cocina, del comedor, del taller. Yo ya estaba preparada para correr a encerrarme a mi habitación cuando Vinde se levantó y sonriendo y desafiándome me dijo: “En el pueblo todos piensan que somos unas putas. Y nos violarían si pudieran. No tienes que preocuparte por tu reputación”. Lo dijo riéndose. Y para que no quedara ninguna duda de que hablaba completamente en serio añadió: “Yo siempre duermo con un cuchillo debajo de la almohada. El día que vengan a buscarnos me llevaré a alguno por delante”. 

Y acto seguido, haciendo caso omiso a mi cara de estupor, soltó una gran carcajada y exclamó: ¡Pero mujer, que no hablo en serio… No tengo ningún cuchillo escondido!

Se inclinó para recoger unos cocos que habían rodado hasta el suelo. Yo ya había dado por terminada la conversación cuando Vinde, sin volverme, murmuró: “De todas formas haces bien teniendo miedo a los hombres del pueblo. Nunca se sabe…”. ¿A qué te refieres?, estuve a punto de preguntar. Pero pensé que mi pregunta era tonta. Después de salir de la tienda habíamos estado en la cantina. Y aunque ninguno de los hombres que había allí había hecho el menor comentario, yo había percibido ciertas miradas extrañas, no miradas de curiosidad natural (como las miradas de unos niños con los que nos habíamos cruzado), ni tampoco miradas de deseo (de hecho, con nosotros estaban tres hombres de la casa, y también hacia ellos iban dirigidas esas miradas), o de ironía, de burla, sino miradas de irritación, de alguien que está molesto con lo que ve aunque no quiere decirlo. Iba a preguntarle a Vinde si los del pueblo podían estar enfadados con nosotros por algún motivo en concreto cuando ella se levantó, me miró fijamente y, con un esbozo de sonrisa, murmuró:

–Pero las mujeres son peores. Las mujeres son todas unas malpensadas y unas cotillas de cuidado…

Acabamos de descargar y organizar la compra y cada una continuó con lo suyo. Esa noche me encontré con John, uno de los veteranos, en la azotea. Le pregunté desde cuando organizábamos una exposición en el pueblo. Antes de volver a la casa Vinde había hecho que el conductor se desviará unos metros para pasar por el lugar donde se iba a celebrar la exposición de ese año. El edificio estaba destartalado y viejo. Vinde me explicó que esa exposición era parte de las acciones de difusión de la actividad artística de la casa, como lo eran los espectáculos de teatro o las lecturas de poesía que se celebraban en otros pueblos de la zona. Normalmente no solían tener mucho éxito, y algunos en la casa pensaban que eran totalmente prescindibles. Sin embargo, otros argumentaban que esas acciones eran tan importantes o más que las que se llevaban a cabo en la capital, aunque el público era más desagradecido o simplemente más ignorante. Por lo que yo sabía aquella era una de las eternas discusiones de la casa.

–Desde hace tres años –me contestó John. Desde que cambiaron al alcalde.

–¿Y nunca habéis tenido ningún problema? –pregunté.

John no entendió mi pregunta.

–Montar una exposición allí siempre es un problema . Allí o se va la luz o hay goteras o falta lo más básico, incluso una vez nos faltó el papel para las invitaciones. Ya lo verás. Este año ya veremos qué pasa…

–No me refiero a eso. Me refiero a la gente del pueblo –le aclaré.

–¿La gente del pueblo? No. Nunca hemos tenido problemas con ellos. Además –añadió– no creo que tengamos nunca un problema con ellos. La mitad del pueblo vive de nosotros.
Le pedí más detalles. Aquel comentario me parecía algo exagerado. John me explicó que muchos visitantes comían o dormían en la fonda del pueblo antes o después de pasar por la casa. Que nosotros éramos los que más comprábamos en la tienda. Sobre todo en invierno. No eran compras caras, pero como éramos muchos y pasábamos casi todas las semanas por una cosa o por otra al final resultaba que éramos buenos clientes. Según él al pueblo nosotros sólo les reportábamos beneficios. Su explicación resultó convincente. Pero yo seguía recordando las miradas del bar.

¿Aquello era una señal, una de tantas señales que nadie vio?









Leo, mi novio, mi primer y único novio, el amor de mi vida, me había abandonado. Ahora casi no pensaba en él. No pensaba que si no fuera por él yo nunca hubiera llegado a la Casa Grande. Leo era el que me metió en la cabeza escapar juntos un mes, un mes para probar, un mes para vivir aventuras y vivir un verano diferente. Hacer planes en secreto, sin que mis padres sospecharan nada. Y marcharse una buena mañana, ahora que ya era mayor de edad. Luego, una vez allí, decirles donde estábamos y que ya volveríamos en septiembre, cuando empezara el curso. Sí, volver en septiembre. En ningún momento se planteó la posibilidad de quedarnos a vivir allí. Y ahora… Ahora Leo estaba en la ciudad y yo estaba allí. Ahora Leo seguía estudiando y yo había dejado la universidad. Ahora Leo ya no era mi novio y yo casi nunca pensaba en él. ¿Cómo podía haber cambiado tanto mi vida en tan poco tiempo? ¿Y cómo había podido suceder todo de un modo tan silencioso y lógico?

Leo no discutió conmigo. No me hizo gritar ni llorar. Simplemente desapareció. Una mañana me desperté tan sola como las otras noches, y pensé que Leo estaría en otra cama. Y no. No estaba. Simplemente se había ido sin mí. Y no volví a saber nada de él en muchos años. En demasiado años. No volví a saber nada de él hasta dos o tres vidas después.
¿Cómo puede haber rencor cuando una ya ha vivido varias vidas más? Leo me confesó todas las infidelidades que yo sospechaba pero que nunca había podido probar. Ya no me llamó “histérica” ni “paranoica”, ni siquiera “celosa”. También me dijo que comprendió que tenía que irse sin despedirse, porque despedirse sólo habría servido para tener otra discusión. Le di la razón. No le conté que el día que él se marchó yo me emborraché tanto que casi me ahogo en el lago. No le conté que acabé paseando por unas rocas, borracha como una cuba y que resbalé y que si ese no fue el fin de la historia fue simplemente porque un chaval de la casa me vio caer y se tiró a salvarme. Se llamaba Philippe. Y nunca le devolví el favor. No pude hacerlo.

Leo no sabía ni quería saber lo que yo había hecho aquellas últimas semanas de verano. Ni lo que pasó después. Ni por qué decidí quedarme cuando descubrí que él se había marchado.

Pero en realidad yo no había decidido nada. Me dejaba arrastrar como siempre.

Cuando me di cuenta habían pasado dos meses. Dos meses que habían pasado volando.
El primer mes lo pasé conociendo a los que formaban la casa, el segundo mes lo pasé conociendo la casa, la casa como lugar físico. Si las personas eran fascinantes, la casa no lo era menos. Era una casa muy grande, de dos plantas. Con un largo pasillo en cada planta. Decían que había sido un antiguo balneario o un hotel, pero nadie parecía estar muy seguro de quién la construyó y de para qué se utilizó. (De hecho, por no saberse, ni siquiera se sabía quién era el dueño o los dueños actuales. Algunos decían que era una especie de cooperativa. Otros decían que pertenecía al Estado, pero que por una antigua ley casi olvidada el Estado no podía hacer nada con la propiedad. Incluso algunos contaban algunas historias novelescas, como la historia de un millonario excéntrico que cambió la casa por un cuadro, o que perdió la casa y las tierras en una apuesta. Esas historias y otras aumentaban mi interés, pero no me parecían determinantes. De quién fuera la casa o cómo había llegado a ser lo que era en la actualidad, no me interesaba mucho por entonces.)

Además del edificio principal, donde estaban los dormitorios, el comedor, la cocina y otras dependencias de uso común, la casa, tenía dos edificios anexos. Uno más antiguo, que tal vez había sido originariamente una especie de iglesia y que ahora se utilizaba como almacén y establo. Y otro más moderno, feo y funcional, que no se sabía bien para qué había servido y que era donde se ubicaban la mayoría de los talleres. Luego estaba la terraza, el pequeño jardín de la parte trasera, un jardín recoleto y escondido, muy parecido a los jardines románticos que uno tiene en mente cuando lee un libro de amores sombríos y desdichados, y los huertos y los prados en la zona delantera. Y más allá el bosque, el bosque que no era teóricamente nuestro pero que prácticamente sólo lo usábamos nosotros, pues los habitantes del pueblo no solían subir hasta aquí. Del edificio principal, uno de mis lugares preferidos eran los servicios comunales de la planta baja. Me gustaba ir allí porque tenían las paredes llenas de graffitis. El resto de las paredes estaban limpias. Bueno, me refiero a los graffitis, pues habían habitaciones que estaban totalmente empapeladas de posters, fotos, dibujos, etc. Pero los servicios era el lugar reservado para ese tipo de arte. Y no era casualidad: la mayoría de los graffitis eran textos que estaban pensados para ser leídos mientras se hacía lo que se suele hacer en ese sitio. Eran frases extraídas de algún libro o producto de un momento de inspiración. El mismo Philippe, que era quien había tenido la idea de tirar los tabiques interiores y juntar todos los aseos en uno solo, había escrito las dos primeras citas: “Menos es más” y “Ornamento es delito”, que según me dijo había tomado de dos arquitectos europeos.  Y luego, al cabo de los años, toda la pared se había llenado por completo con frases terribles como “La destrucción es también creación”, “La guerra es la única higiene del mundo”, o esa premonición terrible que nadie atendió: “El mayor castigo para quienes no se interesan por la política es que serán gobernados por personas que sí se interesan”. Pero también había textos alegres, tomados de canciones o de poemas de amor, o frases ingeniosas e irónicas, que eran casi como pequeños manifiestos dadaístas. Y por supuesto, por no faltar no faltaban incluso citas extrañas, misteriosas, indescifrables, escritas en idiomas oscuros (una vez me tradujeron una frase escrita en Yiddish, pero no recuerdo que decía), o tal vez en idiomas inventados, en idiomas que nadie conocía.

A mí me gustaban especialmente las citas políticas. A fin de cuentas, había permanecido casi dos cursos completos en la universidad. Sabía algo de arte, algo de historia, algo de filosofía… Conocía lo suficiente a Mussolini o a Stalin como para saber que nadie en la casa podía escribir una frase suya si no era por un deseo de provocación, pero lo cierto es que a veces, sentada en el retrete, después de una noche sin dormir, de una larga noche bailando, riendo, fumando, hablando, cantando y haciendo todo lo que mi juventud y mi atrevimiento me llevaban a hacer, aquellas frases cobraban de pronto otros sentidos, eran leídas por mí de otro modo, y lo que era una sonrisa de prepotencia se convertía en una mueca de amargura, y me preguntaba en si realmente estábamos a salvo, si realmente nosotros éramos mejores que el resto, si la humanidad avanzaba para bien o si, simplemente avanzaba hacia alguna parte, si todo ese optimismo desbordante de algunas personas de la casa (las últimas elecciones, el cambio en el gobierno…), estaba realmente justificado o todo era una ilusión, y nuestra vida, todo lo que hacíamos o pretendíamos hacer, estaba montada sobre una frágil mentira, una hermosa y peligrosa mentira.
Eran pensamientos provocados por el alcohol y la falta de sueño. Pero a veces la mente llega a las cotas más altas justo antes de precipitarse en el abismo. No le daba ninguna importancia a esos momentos. Eran distintas fases del día. El momento para trabajar, el momento para llorar, el momento para reencontrarme conmigo misma, el momento para imaginar, el momento para sentir lo sublime, para rozar por un segundo lo sublime, eso que sin saber buscaba y sin buscar a veces cruzaba por delante de mis ojos como un ciervo veloz, como una mancha borrosa e inquietante. Yo había leído a Baudelaire. Sabía que había que ser sublime sin interrupción. Eso no se lo podía explicar a Leo, pero era algo en lo que creía fervientemente, era uno de los motivos por los que yo seguía allí.

Todas estas ideas, todos estos pensamientos que me rondaban por la cabeza, acabaron tomando forma y saliendo al exterior de modo natural, como un magma silencioso y ardiente que cuando se enfría va formando un camino pétreo, recto, poderoso, que está destinado a perdurar en el tiempo mucho después de que la erupción haya cesado. Yo encontré mi camino. Tracé mi camino. Y todo fue tan inevitable y tan natural como un volcán que se despierta después de siglos de letargo.
Un día me planté en el estudio de Yan y le dije que quería ser su ayudante para la próxima exposición. Aquel año, después de varias gestiones, Kevin había conseguido que el alcalde les cediera una sala en un antiguo colegio que estaba en desuso. Era un espacio muy grande y todos tenían que llevar un número de obras mayor que el habitual. Yo había oído comentar a Yan que no tenía bastantes fotos, así que decidí ayudarle.
Naturalmente mis intenciones eran otras, pues también podía haber optado por ayudar a Vinde que se encontraba en una situación parecida. Pero me incliné por Yan porque con Vinde ya me había acostado muchas veces y porque con Yan no lo había hecho aún. Me juré a mí misma que antes de que terminara el verano Yan sería mío. Quedaban cuatro semanas para la exposición. Luego venía la fiesta del Fin del Verano. Tenía que darme prisa.








Las abejas y las hormigas están sujetas a sus comunidades por una serie de inexorables leyes biológicas. ¿Qué nos ataba a nosotros?

O vayamos más lejos… Las hormigas y las abejas saben que su supervivencia depende del grupo. Nosotros, los humanos, sabemos que nada nos ata realmente a la vida, que nada nos une inexorablemente con nuestros semejantes. Sabemos que podemos provocar nuestra muerte. Sabemos que podemos quedarnos solos. ¿Cómo podemos vivir con esta certeza?

La vida nos mantiene a su alrededor, danzando a su ritmo, gracias a dos elementos. La continua perplejidad que provoca. Y el miedo. El miedo a que el baile acabe de golpe. Bailando somos felices. Bailando olvidamos nuestros problemas. Y si nos sentimos cansados entonces acude el miedo en ayuda de la vida: no sabemos qué pasará cuando lo dejemos. No sabemos si esta no es nuestra última canción. ¿Y qué hacemos? Bailar más. Aprovechar mientras podamos. Gozar y divertirse hasta el límite de nuestras fuerzas. Tenemos tanto miedo que corremos el riesgo de transformar nuestra diversión en dolor.
Durante los últimos días de aquel primer verano, la perplejidad a la que me abocaba la vida y el miedo a la muerte fueron los combustibles que se mezclaron en mi depósito haciéndome acelerar más y más. Pero yo no podía saberlo. ¿Cómo saberlo cuando todo acelera contigo? ¿Cuándo tú crees que sólo estás siguiendo el ritmo del baile que imponen los músicos? Es fácil saber que vas rápido si miras por la ventanilla y el paisaje no se mueve. Pero si el paisaje se mueve contigo, ¿qué hacer entonces?

En mi caso me salvó algo que yo aún no sabía dónde se localizaba. Llevaba un coche de carreras y no había pisado el freno ni una sola vez. Y de repente, en el último momento, algo me frenó en seco. Algo me detuvo con tanta fuerza que me lanzó contra el cristal. Y fue tan rápido que no comprendí lo que pasaba. Un mes antes Vinde me había encontrado al borde de unas rocas, con los pies colgando sobre el agua oscura, balanceando mi cuerpo estúpidamente. En ese momento yo no podía parar, no había aprendido a pararme. Vinde me observó. Me vio beber y beber. Vio como pedía un porro a unos chavales recién llegados. Y luego otro y otro. Pero Vinde esperó. No hizo nada pero lo hizo todo: fue a buscar a Philippe, porque sabía que podía contar con él, y le dijo: “Vigila a esta tía, que hoy nos puede dar un disgusto. La veo muy mal”. Y Philippe, que tenía mucha experiencia, hizo bien su trabajo. Si se hubiera acercado más yo había salido corriendo. Pero estaba lo suficientemente cerca para sacarme del agua a tiempo. Y luego llegó Vinde. Y llegó como si nada, llegó, me cogió, me llevó a la cama y me dejó allí. Me lo contó todo, pero no dio ninguna importancia a lo que había hecho. “Yo no había podido sacarte del agua, por desgracia es algo que ya he intentado”. Pero no dijo nada más. Ni yo pregunté nada más. Tampoco me hizo el menor reproche. Y no se volvió a hablar del tema.

No con Vinde.

“Alguien tiene que cuidar de los novatos. Son cosas que pasan. Y no hay más que decir”. Eso fue lo único que pude sacarle a Philippe, cuando hablé con él otro día. Yo quería preguntar qué más había pasado en ese lago. Que era eso a lo que Vinde se había referido. Pero Philippe se marchó a toda prisa, como si intuyera cuál iba a ser mi siguiente pregunta. Al final lo supe, por supuesto, al final todo se sabe. Pero en ese momento yo ya no quería saber nada.

Había tenido suerte. Caí al agua pero bien me podía haber golpeado contra una piedra.
Un mes más tarde, yo tuve que pararme sola: ni Yan ni Vinde ni Philippe iban a venir a rescatarme.

Aquella otra noche de alcohol y desesperación, con la exposición a la vuelta de la esquina y mi coño de uno por uno en la pared (un primer plano, en un blanco y negro sobreexpuesto que le daba más crudeza y al mismo tiempo convertía un pedazo de carne desnuda y blanda en un extraño paisaje de cavidades, montículos, matojos y grietas, algo que el mismo Yan consideraba pasado de moda y nada provocativo, pero que había decidido incluir junto a las otras fotografías, las que él consideraba más serias, para escandalizar, excitar y poner en un compromiso, todo a la vez, “a esa panda de paletos del ayuntamiento”, según me explicó cuando la foto ya estaba enmarcada y preparada para ser expuesta), yo entendí que había llegado el momento de la verdad. Todos los ojos podían estar puestos sobre mí, pero era yo quien llevaba el volante. Y esta vez no había posibilidad de error: si apuraba demasiado acabaría estrellándome. Nadie iba a culparme por ello. Pero nadie iba a evitarlo tampoco. Nadie excepto yo.

Por eso paré. Por eso, no sé cómo, mi mente dijo “basta”. Entonces descubrí que tenía un mayor control sobre mi voluntad de lo que había creído hasta entonces. Descubrí que yo realmente no tenía madera de mártir. Yo no iba a inmolarme por nada ni por nadie. Entonces supuse que no tendría oportunidad de demostrarme a mí misma hasta que punto pensaba agarrarme desesperadamente a la vida. Pero aquel descubrimiento me dejó confusa y tranquila. “Para qué empeñarse en llegar hasta el límite, si sabes bien que nunca lo vas a pasar”, pensé.  Después de eso buscar el freno y tirar de él fue muy sencillo.
Una hora después estaba en una cama en la que nunca había estado. Y un cuerpo masculino se agitaba bajo mi culo. Cerré las piernas con fuerza y solté una carcajada ruidosa y hostil. Una risa de loca. El chaval me miró sin entender nada. Por un segundo perdió el ritmo y se asustó. Ese chaval iba a durar muy poco en la casa. No era nadie. Era sólo un amarre en una noche de tormenta. Un amarre de seguridad.

Yo estaba preparada para enfrentarme a Yan. Para decirle: “¿Qué te crees, qué voy a estar esperándote siempre?”. Pero Yan no apareció para pedirme explicaciones. Como yo suponía.

Lo cierto es que sentí un gran alivio:
Si Yan hubiera aparecido por la puerta, yo hubiera acabado llorando entre sus brazos.










¡¡TIEMPO MUERTO!!

Sí, he sido yo. He levantado la mano y he pedido tiempo muerto. Y ahora tengo que reorganizar muchas cosas, muchas ideas en mi cabeza, muchos sentimientos y gritos y lágrimas. Y el tiempo muerto se consume rápido y la historia me empuja a la pista, para el ataque y el contraataque, para el partido en el que yo voy a perder siempre, juegue en el equipo que juegue.

¿Me estoy centrando sólo en el sexo, o en el amor, o en mi relación con Yan y con Vinde? Intento seguir el esquema que me he marcado. Hay muchas maneras de contar esta historia y ninguna es la ideal, ninguna es la buena. Por tanto lo importante es contarla y punto. Contarla hasta el final, no pararse, no perder impulso. Seguir hasta donde no tengo más remedio que seguir. Otras personas han estado en esa casa y han tenido la suerte de poder contarlo. Y otras personas han mentido o se han equivocado al hablar de lo que no saben. Esta es mi historia, y en mi historia, en ese momento, lo importante eran Vinde, y Yan, y Sonia, y Philippe. El arte y la política estaban ahí, en todos lados. La literatura estaba ahí, en todas las paredes. Pero para mí, una jovencita bien educada, discreta y casi virgen, para mí el sexo y las relaciones sentimentales eran mi arte, mi política y mi literatura. Mi guerra y mi religión. Y mi ateísmo y mi paz. Pasaban muchas cosas en la Casa Grande, como pasaban muchas cosas en el país, pero yo me levantaba pensando en unas pocas personas y me acostaba pensando en unas pocas personas. Lo demás era el escenario, un escenario magnífico, pero sólo un escenario.

¡¡Ring!! Suena la sirena. Se acabó el tiempo muerto.










Llegó el día. Ya estábamos en septiembre. Pero aún no habíamos despedido oficialmente al verano.

Todo el trabajo de un año estaba a la vista.

Las salas estaban llenas. La primera noche varios periodistas y algunos profesores de la ciudad acudieron a la inauguración. Casi todos eran conocidos de la casa. Sabíamos que iban a hablar bien de nosotros. O en todo caso no iban a hablar mal. Yo estuve trabajando hasta el final. Ayudé en todo lo que pude. Limpié y barrí. Pinté las paredes. Colgué los cuadros y trasladé las pesadas esculturas. Y además, mi coño en blanco y negro, primer plano de uno por uno, estaba en el centro de una de las salas, donde cualquiera podía verlo. Todo aquello me hacía caminar con la cabeza alta. Yo me había ganado el derecho a disfrutar de mi pequeña porción de éxito. Vinde tenía esculturas. Yan fotos. Otros habían expuesto carteles y pequeños dibujos o grabados. Y otros se encargaban de los folletos, las invitaciones, el catálogo o las actuaciones de teatro que iban a tener lugar en el patio interior de la vieja escuela. Pero yo no me sentía inferior. Pensaba en qué pasaría si mi padre acudía de repente y me reprochaba: “¿Y tú? ¿Qué has hecho tú?”. Era una pregunta teórica: mi padre nunca iba a venir a ver qué hacía. Pero yo sí estaba dispuesta a enfrentarme a él (cómo antes había estado dispuesta a enfrentarme a Leo y a Yan). Yo había trabajado para montar aquello. Había trabajado más que cualquier otro visitante o habitante temporal. Puede que mi papel en la casa aún no estuviera bien definido. Pero yo sentía que acabaría encontrando mi lugar.

Lo que no imaginaba en ese momento era que aún tenía que superar una prueba más. Los visitantes se marchaban antes de la exposición, pero los viejos amigos, los que habían estado en la comuna pero ya no formaban parte de ella, se quedaban unos días más, hasta cuando se cerraba la exposición. Y el último día tenía lugar la segunda fiesta de despedida del verano. Una fiesta en la que sólo participaban los pocos que quedaban en la casa.
Nadie me había explicado nada. Pero yo no era tan tonta como para no saber lo que iba a pasar. Y dejé que pasara…

Una mano que no era la de Vinde ni era la de Yan se acercó en la oscuridad, y yo, por un motivo o por otro, no hice nada por apartarla de mí. Y así me vi metida en algo que me era totalmente indiferente, me vi arrastrada al centro de una habitación donde muchas manos se peleaban por mí, donde las bocas se mordían unas a otras como animales ciegos, donde las piernas, las espaldas, los muslos se convertían en montañas y valles, en ríos que vadear y en bosques donde tratar de buscar un refugio inútil, un refugio imposible porque los cazadores ya venían disparando, ya venían con las antorchas encendidas. Me convertí en un bulto indiferente, torpe, manso y maleable, un bulto que no quería pensar en qué o quién lo había arrastrado hasta allí, un bulto que era uno más de los personajes de una opera silenciosa, ridícula, una más de esas violentas manchas de color de un cuadro abstracto, pero que también tenía un sentido, un sentido oculto, un ritmo demoledor y rígido, pues aquello era algo más que una orgía, algo más que una fiesta para despedir un verano, aquello era parte de un guion premeditado, de un guion calculado con la minuciosidad de un científico, con la paciencia de un artesano, y yo, yo era una pieza más de la maquinaria. Pero en aquel momento aquello no tenía para mí la menor importancia. En aquel momento lo único importante era dónde estaba Yan. Ese era mi único pensamiento. La exposición se había desmontado. Muestras fotos habían sido exhibidas. Cientos de personas habían visto mi coño. Yan había fotografiado mi coño hasta la saciedad. Pero no lo había tocado. Ahora mi coño era de todos y de nadie. No era de Vinde. No era de Yan. Lo demás era irrelevante.

¿Dónde estaban? ¿Dónde estaba Vinde? ¿Dónde estaba Yan? Miré y miré. Miré todo lo que pude, todo lo que la situación me lo permitió. Pero no los vi. No los vi por ninguna parte. Y sin embargo estaban. Yan estaba haciendo fotos en un rincón, muy bien oculto, en una especie de pequeña escalera de piedra que resultaba muy difícil de ver. Y Vinde estaba un poco más arriba, mirando desde el pequeño ventanuco de la buhardilla, mirando como trascurría todo, asegurándose de que todo iba bien.

Por la mañana desperté en mi cama. Alguien me había llevado hasta allí. Estaba sola. Desnuda. La ventana estaba abierta y las cortinas descorridas. Tenía frío y la luz me cegaba. Me levanté lentamente, cerré la ventana y corrí las cortinas. Encontré una camiseta en el suelo. No era mía, me veía muy grande. Me la puse y me acosté. La casa estaba en silencio. No se escuchaba ningún ruido o voz. Tal vez todos dormían. Tal vez todos se habían marchado de repente y yo era la única habitante del lugar. Cerré los ojos y comprobé que, extrañamente, no me dolía la cabeza. Me dormí. Un cuerpo blando rebotó en la cama. Cayó de golpe y me despertó. La habitación estaba en penumbra. Por las cortinas aún se filtraban los rayos del sol, pero yo no podía decir qué hora era o en qué momento del día nos encontrábamos. Alargué la mano y un rostro se posó sobre mis pechos. Palpé su pelo. El rostro sonrió. Era Sonia. Le pregunté si había visto a Yan o a Vinde. Ella murmuró algo que no entendí. “¿Tienes agua?”, le pregunté. Siempre despertaba con la garganta seca. Ella se levantó y salió de la cama. Al momento volvió con un vaso lleno. Bebí y me acurruqué en la cama. Ella se dio la vuelta y me abrazó. Venía el invierno.

Llegaba la hora de la verdad.











Volvamos al principio. Volvamos a aquellos luminosos días de principios de verano. Volvamos a la emoción, al miedo, a la excitación, a la aventura y a la vida. La vida como nunca había sido vivida. Volvamos al calor, al sudor, a la risa, a la vergüenza y la arrogancia de la desnudez. Volvamos a la juventud loca y valiente. Volvamos a la inocencia y la temeridad.

Cualquier gesto minio puede ser el comienzo de la mayor revolución del planeta. Entonces no lo pensé. Para empezar porque por entonces era una completa ignorante. Pero los verdaderos héroes de todas las historias casi nunca, por no decir nunca, son conscientes de la importancia del paso que están dando, de la trascendencia de ese gesto tan simple y tan fácil.

Yo no soy héroe de ninguna historia. No soy importante. No soy nadie. Lo que otros quieran hacer de mí, o como me vean los otros, no tiene la más remota importancia. He recordado y he escrito algunas veces sobre el origen de las vanguardias artísticas. En esos momento siempre pienso en los primeros impresionistas. No recuerdo la fecha ni el momento, pero eso es lo de menos. Lo importante es el acto en sí. El acto de ruptura con una vida, con una forma de ser y de pintar, con una manera de vivir. Parece que no vaya a pasar nunca. Pero un buen día pasa. Y parece fácil…

“Larguémonos de aquí”. ¿Acaso no es fácil decir eso? ¿No es algo que todos hemos dicho alguna vez?

La frase con la que empezó todo para Monet, Renoir, Sisley y Bazille: “Larguémonos de aquí, que hiede”. En el caso de Bazille este “empezar todo” duró poco: murió en la guerra franco prusiana en 1870, sólo muy pocos años después. Para el resto ese “empezar todo” fue un camino largo, duro y fructífero.

Me hubiera gustado verlos, seguirles la pista a través de unas lentes de aumento, de un prismático, de las celosías a medio cerrar. Saber todo de sus momentos de duda, de incertidumbre y hostilidad hacia su obra, de desprecio hacia su propia vida. Yo he vivido eso. A mi manera. Fue hace mucho tiempo.  Entonces creí que un día podría contarlo con orgullo, o al menos con alivio. Después, cuando ocurrió aquello, pensé que lo mejor era borrarlo todo de mi mente, hacer como con los papeles, las fotografías, las telas de los lienzos: quemarlo todo. Pero no pude. Ni pude ni quise. Recuerdos era todo lo que tenía. Recuerdos por los que podía morir, recuerdos por los que tenía que vivir.

En mi caso la frase con la que empezó todo no fue una gran frase. ¿Pero acaso aquella frase de Monet, pronunciada una tarde tediosa en un viejo taller de pintura de París era una gran frase? No, en absoluto. Y dudo mucho que los propios pintores tuvieran conciencia de la trascendencia de su acción. Dejar un taller académico y largarse a pintar los campos, los bosques y los prados, ¿eso es un gran adelanto? Pues sí. Lo fue. Las palabras de Yan también fueron un gran adelanto. Fueron más que eso: una revelación. Por fin había encontrado mi reverso en el espejo.

Ya he contado cual fue la frase que me hizo mirar a Yan, la frase que me atrajo hacia él. “No tiene ningún problema en decir lo que piensa, en quedar fatal o en dejar hundido a un pobre chaval que no ha hecho nada malo. No se preocupa para nada de lo que los demás piensen de él, ni siquiera se molesta de lo que yo pueda pensar, pero luego se preocupa por mí, me ofrece un cigarro y le lleva a la casa, y cuando ya estoy a salvo y cuando me tiene intrigada y llena de curiosidad, me da la espalda y me ignora por completo… ¿A qué juega este tío?”. Eso fue lo que pensé ese primer día, esa fue la cadena invisible que me acercó a él lo suficiente como para que yo no me diera cuenta que me tenía atada, y que con esa cadena, no sólo me retenía cerca de él, sino que me retenía en la casa.

Pero hay otra frase que también quiero recordar. Y que quiero recordar ahora:

Esta segunda frase, la segunda frase que recuerdo perfectamente y que destaco de él por encima de todas las demás, es una frase que va dirigida a mí, una frase que está a años luz de la primera frase, una frase que no es pedante ni violenta, una frase que sólo me podía decir a mí. Y sólo cuando ya éramos algo más que amigos. Me la dijo una madrugada, en pleno invierno, una madrugada muy dura que había precedido a una noche muy dura y que muy posiblemente iba a ser seguida por otro día igual de duro que el anterior. Yo no quería que saliera de la cama, estábamos calientes bajo un montón de mantas, todas las mantas que habíamos podido conseguir. Hacía mucho frío. Teníamos hambre. Teníamos que levantarnos y empezar a trabajar. Él quería irse. No quería estar conmigo. Yo sabía que la cama se quedaría muy fría en cuanto él se levantara. Tenía un frío espantoso. Un frío que no podía quitar ni las mantas ni la hoguera ni el calor de su cuerpo contra el mío. Un frío en el corazón y un frío en la parte interior de mi piel. Como el suelo helado de Siberia. Puede parecer que no hay hielo. Pero el hielo está debajo. Muy cerca de la superficie. Yan me miró y dijo: “Prefería que estuvieras conmigo por dinero que por amor”.

Intenté hacer una broma. Era un esfuerzo sobrehumano. Pero en esos días cualquier cosa era un esfuerzo sobrehumano.

–Pero Yan, si tú no tienes ni un duro…

Yan captó el tono de broma pero no dijo nada. Se empezó a levantar, muy lentamente. Intentando salir de la cama sin destaparme.

Sabía lo que quería decir esa frase y sabía que Yan no iba a parar ahí. Tenía que hacer más daño. No había más remedio.

Me di la vuelta. Yan se puso las botas de montaña y el abrigo. Pensé que iba a irse sin decir nada más y que eso significaba que tendríamos unas horas de tregua. Pero yo. Ya estaba casi en la puerta cuando se dio la vuelta y caminó hasta los pies de la cama.

–Por dinero o por cualquier cosa. Pero no por amor…

Sí, el amor es horrible. No porque no sea maravilloso. No porque no pueda ser maravilloso. Pero todo esto, lo maravilloso que es, ha sido o puede ser, todo esto te acaba llevando al infierno. Porque todo esto te acaba llevando a la humillación, a la decepción más profunda, a la miseria de la traición y la maldad, a la traición dolorosa de todo lo que juraste que nunca traicionarías y a la maldad más mezquina que hay, la maldad de hacerse daño a uno mismo para hacer daño a los demás y la maldad de hacer daño a los demás para hacerse daño a uno mismo.

Yan no pensaba en mi pasado. Se podía pensar que, conociendo cual había sido mi historial sentimental hasta ese momento, quería evitar que cayera en el mismo pozo. Yan tampoco hablaba de su pasado. Ese pasado del que yo casi no sabía nada. Yan hablaba de nuestro futuro. Un futuro que él aceptaba como algo inevitable. Tan inevitable como la enfermedad y la muerte.










En los primeros años del siglo XX, en 1905, en 1910, Kirchner, Hekel y otros pintores expresionistas se iban a los lagos de las afueras de Munich y de Berlín y se bañaban desnudos con sus novias. Querían retornar a la naturaleza. Compartían su estudio. Se acostaban entre ellos. Fabricaban sus propios muebles, sus propias cortinas, sus propias cucharas. No querían nada que viniera del mundo industrial y burgués. Acabaron mal. Locos, despreciados. No fue culpa suya. Los mandaron a la guerra. A morir en una trinchera en Verdún. Luego los nazis los acabaron de aplastar. A Kirchner sólo tuvieron que darle un pequeño empujón…

Yo no sabía quién era Kirchner. En mi vida había visto uno de sus cuadros. Cuando veía a Yan fabricándose sus propios cubiertos no entendía por qué lo hacía. Ni entendía porque había que fabricarse esos vestidos tan extravagantes para las fiestas, que recitar esas palabras incongruentes, que dar esos alaridos, que destruir inmediatamente las ropas tan largamente planificadas y tan meticulosamente elaboradas durante semanas enteras. Entonces tampoco había oído hablar de las fiestas del Cabaret Voltaire y de los dadaístas en la Europa asediada por la locura colectiva de la primera guerra mundial. Luego deseé muchas veces, con ese deseo estúpido y vergonzoso de lo imposible y pueril, haber vivido aquella época en persona, poder haber estado allí, en Zurich en 1915, para salir de buena mañana a la calle, desnuda, borracha y presa de un súbito arrebato redentor, y gritar a los transeúntes, a los callados y asustados transeúntes: “¿Quién son los locos? ¿Nosotros somos los locos? ¿O ellos? ¿O los que quieren vernos despedazados por nada?”. Nunca he podido gritar lo que pensaba. Ni siquiera cuando realmente pude hacerlo. Ni siquiera entonces.

Sentía pudor.

Luego me faltó el aire.

Cuando Yan hacía cosas que yo no entendía, cuando Yan decía cosas que yo no entendía (o que entendía dentro de mí, en una parte muy interior y muy remota de mi ser, en una parte donde no hacía falta poner un nombre a las cosas que pasaban, ni organizarlas en pensamientos lógicos), yo pensaba: “No olvides lo que dice, no desprecies lo que hace. Hoy te parece extraño y absurdo. Pero mañana lo entenderás. Pero con el tiempo lo entenderás”. Y sí. Ahora entiendo muchas de las cosas que dijo y que hizo. Ahora que no me sirve de nada entenderlo. Mentira: me sirve. Me ha servido. Estos años, los años que han venido cuando yo ya no quería vivir, cuando yo sólo vivía porque mi hijo no podía vivir sin mí, he leído mucho, he trabajado mucho, he amado (incluso, aunque no parecía capaz de ello) mucho. Y he recordado muchas veces, muchísimas veces, las frases extrañas y absurdas de Yan, y los gestos y las acciones extrañas y absurdas de Yan, y he ido entendiendo y he ido comprendiendo cómo pensaba, y que pretendía con todas esas cosas, y pese a todo sigo teniendo miedo de mis recuerdos, de traicionar a Yan con mis recuerdos (como tengo miedo de traicionar a Vinde con mis recuerdos), tengo miedo de romper la imagen mítica de Yan que yo también he formado en mis recuerdos. Digo que mi hijo tendrá que decidir entre la verdad y el mito. Lo cierto es que yo también tengo que decidir entre la verdad y el mito. El problema es que no sé que es el mito y que es la verdad. O tal vez todo es mito. Tal vez ya todo es mito. Tal vez el tiempo lo ha convertido todo en mito. Y el mito es la única verdad que queda.









–Te he escrito un poema –le dije.

Vinde me miró con curiosidad. Yo estaba asustada. Suponía que Vinde encontraría ese gesto estúpido. O como mínimo cursi. “Seguro que está harta de que le dediquen poemas…”, pensé, además.

–¿Lo puedo leer? –fue toda su respuesta.

Estábamos en su taller. Ella dejó el soplete, se quitó sus gruesas gafas de protección y se sentó en uno de los muchos taburetes que había junto a su gran mesa de trabajo.

–¿Dónde está? –preguntó.

Corrí a buscarlo a mi habitación, sorprendida porque Vinde tuviera tanto interés en leer mi poema. Pese todo aún sospechaba que pudiera ser una broma suya. En cualquier caso no pensaba que Vinde fuera a tomarse mi poema en serio.

Pero Vinde lo leyó en silencio. Despacio. Sin hacer el menor comentario. Yo observaba su rostro buscando alguna mueca de burla o algún signo de desagrado. Pero su rostro estaba impasible y concentrado. Releyó varias estrofas. Se quedó mirando la hoja un segundo y dijo:

–Está bien. No es nada hortera. Me gusta.

Me sentí decepcionada. No sé si esperaba un análisis más profundo o simplemente esperaba que se levantara y me diera un beso. Pero Vinde no hizo nada de eso. Me devolvió la hoja y continuó con su trabajo.

Aprovechando que ella estaba utilizando el soplete y yo tenía que estar varios metros más atrás, salí sigilosamente del taller. Vinde siguió con lo suyo.

Después de la poesía, me dio por ponerme a filosofar…
Todo el mundo tiene derecho a pronunciar su discurso en una plaza vacía. Esa frase, que ni yo misma acababa de entender, fue la primera de las frases que escribí en las paredes de los servicios comunales de la planta baja. Aquello era un acto importante. Mi primera contribución a la casa. Mi primera contribución propia. Puede que no fuera mucho, pero era más de lo que había hecho en los tres meses que llevaba allí. Sí. Yo había participado en la exposición colectiva. Pero sólo como modelo de Yan, como asistente fotográfico, como persona de confianza que sabe bien ocupar el lugar discreto que le corresponde cuando se encienden los focos y todos los ojos se vuelven hacia el artista. Yan se llevaba todo el mérito. Y yo estaba absolutamente de acuerdo: el mérito era suyo. Pero si yo aún no me veía como un artista, si yo aún no concebía la sola idea de participar en la siguiente exposición (que algún día lejano tendría lugar, yo no podía quitármelo de la cabeza, era una de las presiones que sentía sobre mí en las noches más angustiosas) como una artista con obra propia, sí que me veía ya incluida en la gran familia de la casa, como una habitante más de la casa, no como una simple visitante que pretende alargar su estancia todo lo que pueda, por simple miedo a volver a su vida anterior. Yo ya no pensaba volver. En mi vieja aula de la facultad algunos compañeros tal vez hubieran preguntado por mí. Yo ni siquiera me había molestado en hablar con nadie. Las clases habían empezado y una alumna faltaba. Mis padres estarían furiosos. Aquello no me importaba lo más mínimo. Y esa frase, esa simple frase, que puede que no fuera muy original o puede que no fuera nada del otro mundo (comparada con las otras frases que la rodeaban, algunas de las cuales me seguían deslumbrando cada vez que las leía), para mí era muy importante. Era mi reivindicación. Mi manera de decir a todo el mundo: “¡Eh, chicos, mirar quien se une a la familia!”. Hasta ese día yo me había guardado mis frases magistrales para mí. Como mucho las había escrito en mi diario. Pero ahora me sentía lo suficiente fuerte y confiada como para exponer mi pensamiento a la crítica de los demás. Y como para escribir mis ideas sin preocuparme en absoluto por lo que opinasen los demás.

Curiosamente, pronto tuve la prueba de que esto era cierto. Quiso el azar que la primera persona que leyera la frase, justo cuando acababa de escribirla, fuera la persona cuya opinión más temía aún entonces: Kevin.

Apareció por detrás cuando yo estaba aún con el rotulador en la mano, releyendo lo que acababa de escribir. Sin ningún pudor, se colocó a mi lado y leyó la frase en voz alta.
“Me gusta”, dijo. “Pero no la entiendo”. Respiré hondo. Kevin ya no iba a echarme de la casa. Nadie iba ya a echarme de la casa. Si me iba de allí, la decisión sería sólo mía. Pero por su papel en los primeros días y por sus torpes intentos de acostarse conmigo, Kevin se había ganado el único lugar que yo quería dejar vacío. El lugar de los que no podía considerar ni amigos ni compañeros. El lugar de los excluidos. Lo podía expresar de muchas maneras, podía intentar disimular mis sentimientos ante los demás y ante mi misma, pero lo cierto es que Kevin me caía mal. Y desde hacía varias semanas, desde la noche de la fiesta de inauguración de la exposición, esa sensación de desagrado que sentía hacía él se había incrementado peligrosamente. Ahora Kevin me resultaba repulsivo. Y siempre, a todas horas y aún a riesgo de que ese rechazo fuera descubierto por los otros miembros de la casa, trataba de evitarlo. Aquello no estaba bien. Yo pretendía ser adulta. Pretendía controlar mis emociones. No quería aparecer ante Vinde y ante Yan como una niña caprichosa. No quería ganarme ningún enemigo dentro de la casa. Pero era algo superior a mis fuerzas… Si Kevin aparecía por una puerta, yo me escabullía por la otra. Y todos lo habían notado. Yan y Vinde no hablaban de ello, pero sabían que Kevin y yo teníamos un asunto pendiente. Mejor dicho: yo tenía un asunto pendiente con él. Porque Kevin, la noche de la fiesta, ya había solucionado su asunto…

¿Cómo iba a olvidar aquello? ¿Cómo iba a aceptarlo? Entre los vagos y nebulosos recuerdos de esa noche, tenía la clara imagen del rostro de Kevin sonriendo junto a mí, mientras sus brazos fuertes me agarraban los muslos y me arrastraban hacia él. Aquello era algo muy doloroso. Yo había sucumbido a sus garras, había sido devorada lentamente por su estomago, y no había podido hacer nada por evitarlo. Aquello había sucedido delante de mis narices y yo no había podido ni gritar.

Vinde y Yan no lo decían, pero reprochaban mi actitud. Yo tenía que perdonar a Kevin. ¿Perdonar? Kevin no había hecho nada que necesitara de mi perdón. Él no había sido él único, muchos cuerpos habían caído sobre mí esa noche, muchas bocas se habían apresurado a morderme y despedazarme, y yo sólo había lamentado que las bocas de Yan y de Vinde no fueran algunas de ellas. Puedo plantear la cuestión de muchas maneras. Puedo pensar que mi sentimiento de rencor y miedo hacia Kevin era anterior a esa noche, y que por tanto lo que ocurrió aquella noche no podía sino agravarlo. Lo cierto es que, en todo el tiempo que estuvimos juntos, a pesar de las otras orgías en las que participamos, a pesar de la relación estrecha que llegamos a tener (nunca fuimos amigos, pero kevin dejó con el tiempo de ser un problema para mí, su presencia dejó de molestarme o importunarme, se convirtió en un compañero más, en un camarada más), yo no fui nunca capaz de preguntarle qué había pasado realmente esa primera noche. Una pregunta tan simple como “¿Tú también me follaste, verdad?”, no salió nunca de mis labios. Preferí dejarlo todo como estaba, como un recuerdo confuso, como una imagen que podía ser cierta o podía ser fruto de un sueño. Y luego, cuando volvimos a encontrarnos en otra orgía, cuando yo aún estaba suficientemente lúcida como para comprender lo que mi cuerpo (si yo no lo evitaba) iba a hacer, preferí atribuir aquella traición (pues para mí seguía siendo una traición, ya no de mi cuerpo, sino de mi voluntad) a la marihuana, al alcohol, a la excitación del momento, cualquier cosa menos aceptar que yo me iba a dejar follar voluntariamente por Kevin. Y sin embargo, no tenía ningún problema en dejarme follar por cualquier otro, por John, por Philippe, por Otto, y por supuesto por todas las mujeres de la casa… ¿Por qué? ¿Qué tenía Kevin? ¿Hasta que punto ese miedo de los primeros días era algo aferrado a mi alma, algo imposible de borrar a pesar de todos mis esfuerzos racionales por hacerlo desaparecer?

Pero pese a todo aquel día yo salí contenta del váter. Tenía mi propia frase. Y lo que Kevin pensara de ella no iba a cambiar nada. Kevin podía opinar, como cualquiera, pero nada de lo que dijera iba a acobardarme. Acababa de descubrir que yo también tenía algo que decir. Que no sólo tenía voto sino también voz. Y pensaba utilizar esa voz. Pensaba decir y hacer lo que quisiera. La aprobación o el rechazo de los demás habían dejado de importarme (eso creía yo en ese momento de euforia, muy comprensible por otra parte: empezaba a descubrir mi fuerza). No sabía hasta dónde podría llegar. No pensaba qué era capaz de hacer. Pero iba a averiguarlo.











Lo bueno del invierno es que te hace replegarte sobre ti misma. Te obliga a un reposado ejercicio de introspección. Habíamos sustituido la hoguera del prado por la chimenea del comedor. Nos apretujábamos junto al fuego y hablábamos. Teníamos una televisión pero casi nunca la encendíamos. Algunos recitaban poemas. Otros contaban historias. Algunas noches organizábamos juegos de cartas y otras jugábamos al cadáver exquisito o a alguno de esos juegos intelectuales que por entonces me gustaban mucho. También escuchábamos música. Casi todos los músicos habían emigrado pero teníamos a Sonia, que tenía una guitarra acústica y tocaba canción lentas y nostálgicas, música para escuchar con tu pareja en una larga noche de invierno, música para calmar a ese perro rabioso que todos llevamos dentro, el perro que no sabe hacer otra cosa con la vida que sacudirla y morderla con desesperación. Yo nunca, hasta ese momento, había sabido lo que era estar en paz conmigo misma. Siempre había sido una lucha constante contra no sabía bien qué, un enemigo intangible que parecía atacarme sólo a mí. Mis padres, mis hermanas, las personas que veía por la calle, el resto del mundo entero no parecía tener que librar la batalla que yo libraba diariamente. Todos parecían ser felices con sus vidas. O por lo menos no se quejaban. Ni trataban de cambiarlas lo más mínimo. Mi padre se pasaba el día en el hospital. Mi madre siempre iba en bata por la casa, se pasaba días sin salir a la calle y lo único que hacía era ir del sofá a la cama y de la cama al sofá. Pero nunca se quejaba. O al menos yo no la vi quejándose. Ella y mi padre casi ni se hablaban.  Los fines de semana mi padre y mi madre hacían vidas separadas. Mi padre se iba al futbol. O se quedaba en casa viendo algún partido por la tele. Teníamos tres televisores. Mi padre en el salón. Mi madre con el suyo en su dormitorio. Mi hermana pequeña, la única que quedaba en casa, no tenía más remedio que ver el pequeño televisor de la cocina. A veces no nos juntábamos ni para comer. Pero lo cierto es que a nadie parecía preocuparle lo más mínimo y la verdad es que yo procuraba salir de casa lo antes posible y regresar lo más tarde posible. Pero me parecía, de algún modo, que aquello no debería ser así. ¿O sí? ¿O acaso yo esperaba mucho de la vida? ¿Acaso era ese mi problema? ¿Qué era una idealista? ¿Una soñadora?

Con mis amigas pasaba lo mismo. Algunas sólo estaban estudiando porque esperaban encontrar algún novio en la facultad. Luego se casarían con él. Tendrían un hijo y se encerrarían en casa. Y eso parecía ser lo único que le pedían a la vida.  Yan, Vinde, Otto, Fátima, John, Muju, Kevin, Krajina, Philippe, la gente de la casa, eran como yo. Querían algo. Tal vez no sabían qué. Tal vez se equivocaban en el método o en el qué, pero querían algo distinto, algo que no habían encontrado en los lugares donde se supone que debe estar. Allí me sentía comprendida. Aunque pudiera ser duro o molesto. Aunque a veces una se descubría a sí misma diciéndose “¿Qué hago yo aquí?”. A la hora de la verdad sabía bien que no importaban los proyectos, la ambición, el talento personal, el espíritu de rebeldía, todas esas pomposas razones que utilizábamos cuando hablábamos con los demás, no, sólo importaba el sentirse comprendido, el sentirse rodeado por personas como tú. Aunque todos estuviéramos igual de equivocados o estuviéramos andando a ciegas por mitad de una cornisa y pudiéramos caernos al vacío en cualquier momento.
Cumplí los veintidós años y no eché de menos ninguna tarta. Ni los besos de mis padres ni las tarjetas de felicitación de mis amigas.

No le dije a nadie que era mi cumpleaños. ¿Qué importancia tenía eso?

Había que comer y que calentar el dormitorio y había que mantener la casa a flote.

Aquel invierno, el Arte, lo que después tuvo que ser Arte, Arte con mayúsculas, esa estúpida palabra que justificaba cualquier sufrimiento, era todo menos serio. Escribí mi primer poema por una broma. Hice mi primera foto por una apuesta. Nunca me consideré una artista. Al menos, no mientras viví en la casa. Pero todo lo que he hecho después, todo el camino que he recorrido como artista (aún me cuesta calificarme así a mí misma algunas veces, lo confieso) empezó, se desarrolló y acabó en esa casa, en ese corto espacio de tiempo. Lo demás sólo ha sido dar vueltas sobre lo mismo. Añadir, corregir, revisar, ampliar lo que ya estaba hecho. En aquella casa tuve las ideas que iban a dirigir toda mi vida posterior. Todos mis proyectos futuros nacieron en esa casa. Todas mis fotos, cuadros, poemas y libros son hijos de ese lugar, aunque los realizara muchos años después. Algunas veces he hablado de ello con algunas personas. No es posible saber lo que se perdió allí. Yan, Vinde… No pudieron hacer todo lo que deberían haber hecho. Lo que estaba dentro de ellos, dentro se quedó. Y lo mismo con las novelas que no escribió Awa, o los cuadros que no pintó Xen. Todo estaba ahí, en sus cabezas. Pero no tuvieron tiempo de sacarlo a la luz. Yo sí. Yo tuve tiempo. No sé si me lo merecía ( y probablemente no me lo merecía) pero tuve tiempo. He tenido tiempo, mucho tiempo. Así que he tenido que ir poniendo nombre a lo que no lo tenía. He tenido que ir creando un mundo paralelo, un mundo donde no ser yo, donde ser mi tapadera. Y eso ha sido lo que me ha permitido llegar hasta aquí. Lo que hace que yo ahora pueda estar escribiendo esto. Porque hablo de mi personaje. Porque mi personaje me ha salvado del dolor y la culpa de ser yo.
De manera que el arte, mi arte, es lo que me ha permitido vivir. Vivir en el último sentido de la palabra. Levantarme, comer, amar, hablar, escribir, comprar y vender, dormir, lavarme, cepillarme los dientes, cortarme las uña, vestirme, cuidar de mi hijo, tantas y tantas cosas, todas las acciones que engloban lo que llamamos la vida, han sido posibles porque yo era una artista, y por tanto tenía la obligación y el alivio de explicarme, estudiarme, comprenderme como sujeto creador y como objeto de mi arte, y, curiosamente, cuanto más me estudiaba y me conocía, más me olvidaba de mí. Pero todo esto vino después, mucho después, cuando yo ya no estaba ni podría estar nunca en la casa. Aquel invierno, aquel primer año, mi primer y único invierno en la casa, ese invierno que duró más de veinte años, el yo-artista no existía. Ni tenía ninguna necesidad de existir. La literatura y el arte era algo sin importancia, un simple pasatiempo, algo agradable, algo entretenido, algo intrascendente.

¿Por qué digo esto? ¿Trato de atacar o solo de defenderme? Muchas veces he leído (digo que no lo hago, pero lo leo) artículos y libros sobre nosotros, sobre la casa, sobre mí. Durante muchos años no se pudo escribir ni una línea sobre la casa. Ni se podía mencionar en ninguna conversación. No sé lo que pretendían con eso (bueno lo sé, pero no quiero decirlo), pero consiguieron lo contrario: la casa se convirtió en un mito, en una leyenda que iba circulando de boca en boca, que como todas las leyendas y los mitos se fue rodeando de un aura de mentira y de misterio, los dos elementos por igual. Siempre pasa lo mismo. Lo clandestino, lo prohibido, se convierte en materia de deseo. Y al final, cuando se descubre la verdad, surge una cierta decepción. Así que entiendo a los que nos critican. Y también entiendo a los que nos siguen idealizando, a los que quieren mantener el fuego encendido. Que les entienda no quiere decir que me pueda quedar cruzada de brazos sin hacer nada. Durante mucho tiempo lo estuve. No hice nada porque no podía hacer nada, al principio, y porque no quería hacer nada, después.

Pero hace poco, un par de años, me decidí a romper mi silencio, me decidí a escribir unas cuantas cartas, a rebatir algunas afirmaciones que me parecían inadmisibles, totalmente falsas y perniciosas, que no ayudaban ni hacían bien a nadie, ni a los que las escribían ni a los que las leían. Pues bien, mis cartas no tuvieron ningún efecto. Todo el mundo quiso seguir con sus mentiras. Todos. Los que nos defendían y los que nos atacaban.

Pero, además de ser inútiles, fueron terribles. No me hicieron caso. Pero me aplaudieron. Me hicieron homenajes. Me pidieron entrevistas y trabajos. Me fotografiaron y pasearon. Me convirtieron en un espectáculo. Y yo caí en sus garras. Al principio porque pensé que mis cartas, después de todo, iban a servir para algo. Y después… Después simplemente por dinero. Porque tenía que seguir comiendo.

Venderse. En la Casa Grande todo el mundo hablaba de venderse. Un artista podía ser un yonki, podía engañar a su familia, amigos, novia. Podía robar o estafar. O coger un fusil y echarse al monte… Pero nunca, nunca podía venderse. Venderse era el peor pecado. Venderse era el acto más vil que un artista, un verdadero artista podía cometer.
Así pensaba Yan. Así pensaba Vinde. Así pensaba casi todo el mundo que estaba allí (sólo que, los que pensaban lo contrario, cautamente guardaban silencio). Después de hablar de los artistas que admiraba cada uno, el tema preferido era hablar de los que se odiaban. Los dos temas eran apasionantes. Tan apasionantes que no sé cual de los dos generaba los debates más encendidos. ¿Se había vendido Jim Morrison? ¿O murió antes de poder hacerlo?¿Pero se hubiera vendido si hubiera tenido más tiempo para venderse? ¿Se vendió Miguel Ángel al aceptar el encargo de Julio II? Si no hubiera aceptado (y tenía motivos para no hacerlo: él se consideraba escultor, no pintor, y estaba ocupado con las esculturas de la tumba del Papa, que finalmente no terminó, aunque eran su mejor obra, la que él pensaba que iba a ser su mejor obra), jamás hubiera existido la Capilla Sixtina. ¿Pero podía no aceptar? ¿Podía enfrentarse a su mecenas y a Bramante, que sólo buscaba humillarle al enfrentarle con su discípulo Rafael? Sí, claro, podía…. Pero de qué hubiera vivido después. Para quién hubiera esculpido después. Todos nos vendemos, pensaba yo (pero me callaba mis pensamientos). Los grandes artistas se rebajan ante sus mecenas, los grandes escritores ante sus editores. Todos nos vendemos. O nos vendemos o nos morimos de hambre. O, lo que es peor, nos quedamos sin poder hacer lo que mejor sabemos hacer, lo único realmente sabemos hacer.

Pero claro, yo entonces me tomaba el arte como un juego, ya lo he dicho. Aquel invierno yo ya empezaba a ser una más del gran grupo de artistas, y, sin saberlo, me iba a convertir también en integrante del pequeño grupo de los escritores (de momento mi relación con la literatura era mayormente pasiva: como lectora). Desde mi corta experiencia personal aquel tema carecía de importancia. No me planteé qué hacer con mis fotos y mis poemas hasta mucho después. Para mí, la fotografía empezaba y moría en el momento mismo de tomar la foto. Lo que pasara después con esa foto carecía de importancia. Algunas las enseñaba. Pero sin grandes pretensiones. La mayoría se quedaban sin revelar. O pasaban directamente al fondo de la caja de cartón donde se mezclaban con papeles, ropa sucia y libros prestados.

Allí estaban la noche que alguien las encontró de casualidad. Y comprendió lo que yo aún no había comprendido ni tal vez iba a comprender nunca. Que una foto no cambia el mundo. Pero puede destrozar una vida.

¿Por qué lo hicieron? Nosotros no éramos ningún peligro. Lo podíamos haber sido, sí, tal vez. Incluso hace años, al principio, cuando yo aún no estaba… Entonces sí que se podía pensar que la casa era un peligro. No por lo que hacía, sino por lo que podía llegar a hacer. Pero después… Después ya no había peligro. Todo había quedado en nada, los proyectos, las esperanzas… todo se había estropeado. Y lo habíamos estropeado nosotros mismos. Vinieron a por nosotros, sin saber que ya estábamos condenados, que no teníamos escapatoria, que la casa había sido desmantelada y saqueada por sus propios habitantes. Si nuestros asesinos hubieran sido más inteligentes no hubieran hecho nada. Simplemente hubieran tenido que esperar un poco más… Como no tuvieron paciencia, nos convirtieron en algo que nosotros nunca quisimos ser. Nos convirtieron en mártires.
Yo no puedo hablar. No tengo derecho a hacerlo. Si lo hago, si hablo, es porque sé que otros han tenido menos escrúpulos que yo y han hablado de lo que no saben. Porque para hablar hay que pasar por eso. Y si pasas por eso lo único que puedes hacer es tratar de olvidarlo como sea. Recordar es un suicidio. Olvidar es imposible. Yo no sé lo que sintió Yan. Lo que sintieron los otros. Pero puedo imaginar y sé que mi imaginación está limitada. Él nunca quiso ser un héroe. Ni tampoco quiso ser un mártir. Nadie quiere realmente algo así, a no ser que esté rematadamente loco. Pero la vida te arrincona. Te acosa como si fueras un animal rabioso al que hay que eliminar rápido, sin miramientos. Piensa en tu peor pesadilla y la vida se encargará de hacerla realidad. ¿Y entonces qué te queda? Nada. Ni la menor elección posible.

Yo no puedo saber que sintió Yan. Pero puedo comprenderle. Cuando un hombre es reducido a cero, cuando se quiebra su voluntad, cuando se le niega hasta el derecho más elemental, cuando se le trata como un apestado y ve como todos, todos sin excepción: amigos, enemigos, padres, hermanos, novias, le dan la espalda o le insultan y le escupen a su paso, entonces ya no hace falta ponerle una pistola en la sien. No hace falta porque es seguro que utilizará las pocas fuerzas que le queden para matarse él mismo. Aunque haya jurado y jurado que nunca lo haría. Aunque haya repetido hasta la saciedad que nunca sería capaz de hacerlo. En ese momento, aunque parezca imposible, encontrará fuerzas para hacerlo. Así son las cosas y así seguirán siendo. Y yo no puedo reprocharle nada. Ni a Yan ni a los otros. Porque son muchos. Porque fueron muchos y ninguno se lo merecía. Cuando se tienen veinte años se habla a la ligera, se vive a la ligera, se folla y se ama y se hace daño a la ligera. Sabes que no todo es de color de rosas, por supuesto, pero las desgracias están muy lejos, a miles de kilómetros, y nunca piensas que te pueda tocar a ti…

Pero te toca. Nos toca a todos. A los que nos da de lleno y a los que nos escapamos por los pelos (o nos creemos a salvo, pues nunca estamos realmente a salvo). Yo tuve más suerte. Pero no me la merecía. No más que los otros.

Pienso en Yan, claro. Pienso en Vinde. ¿Cómo no voy a pensar en ella? ¿Cómo no voy a horrorizarme? El día que no lo haga estaré muerta. Muerta y bien muerta. Es lógico que piense en ellos primero. No tengo que sentirme culpable. Pensar en ellos no es olvidar a los demás. No. Ni me olvido ni puedo olvidarme de todos los demás. De Xen, de Vassily, de Alexia, de Sonia, de John, de Philippe, de Kevin, de Ito, de Magnus, de Awa, de Javi, y más que no recuerdo ya, que he ido olvidando con los años, aunque con los años he aprendido a no querer olvidar, a aferrarme desesperadamente a los recuerdos. Pero estos nombres son sólo una pequeña parte de la lista. En todas partes pasó lo mismo.  Lo que pasó con nosotros es poco, es una simple anécdota, teniendo en cuenta la gran tragedia que sufrió el país.

Pero no quiero hablar ahora de ello. No aún. Aquel verano aquello era algo muy remoto. Algo imposible. Las cosas iban bien. Dentro y fuera. Era una buena época. Y éramos jóvenes. Teníamos toda la vida por delante. En todo caso, como todos los jóvenes, no pensábamos ni en futuro ni tampoco nos parábamos a pensar mucho en el pasado. Después, cuando ya era tarde, supimos que el pasado y el futuro son dos planchas de hierro que te rodean y se estrechan lentamente, sin que te des cuenta, hasta que empiezan a aplastarte.

¿Cómo íbamos a pensarlo? Cuando uno es joven no piensa que algún día llegará a viejo. O que no llegará nunca a viejo. Uno vive al día. Y si vive al día en la ciudad, en casa de sus padres, con todos las comodidades, aún tal vez tenga tiempo de vez en cuando para preocuparse por el futuro lejano. Pero en nuestro caso, allí, aislados en medio de la naturaleza, las necesidades diarias eran suficientemente urgentes como para mantenernos ocupados en el presente. Vigilar las reservas de agua, de comida, de marihuana y de alcohol. Trabajar en el huerto. Cuidar de los animales. Comprar el material que cada uno necesitaba: folios, cartulinas, bolis, colores, tinta para impresoras y las máquinas de escribir, disquetes, casetes y cds, pinceles, sprays, bastidores, telas, hierro y arcilla, mármol, cuerdas para las guitarras, un tambor, una lámpara, una grabadora, discos para las fiestas, una bombilla para el laboratorio, un trípode, un amplificador… Todas esas ocupaciones eran más que suficientes. Teníamos poco tiempo libre. Pensábamos en nosotros y pensábamos en los demás. Cada uno consideraba que lo suyo era lo más importante, y normalmente se pagaba sus cosas de su propio bolsillo. Pero a veces todos aportábamos algo de dinero para algo que nos beneficiara a todos, como un altavoz o una cámara de video, o para algo absolutamente necesario como un nuevo calentador, una placa solar o una nevera. Y, por supuesto, luego estaban los gastos fijos. La luz, el agua, el teléfono, la gasolina, los impuestos… Todo eso también se pagaba entre todos, aunque lo cierto es que, para la mayoría de nosotros, era un misterio absoluto. Ni sabíamos cuánto costaba cada cosa ni nos molestábamos en saberlo. El dinero era algo de lo que pese a todo se procuraba no hablar. Cada uno lo sacaba de donde pudiera. Algunos vendían artesanía en los mercados. Otros hacían teatro callejero. A algunos les llegaba un cheque mensual al banco del pueblo. Otros debían tener dinero ahorrado. Eso era algo que nadie contaba a los demás. No tanto porque se consideraba que era algo íntimo sino porque se consideraba de mal gusto. Naturalmente alguien tenía que hacerse cargo de eso, de las cuestiones mundanas y ese alguien era una mujer llamada Annika, que era la persona más discreta y modesta que yo había visto en mi vida. Ella tendría unos cuarenta y cinco años. Era la mujer de un profesor de biología llamado Andreu, uno de los fundadores de la casa, que ahora trabajaba en un instituto de una ciudad situada a más de cien millas de distancia y que sólo venía a la casa durante los fines de semana y las vacaciones escolares. Ellos dos eran con diferencia los miembros más viejos, y por eso parecía lógico y natural dejarles la parte práctica a ellos. Y ellos por su parte nunca se quejaron de su cometido. Al menos yo no les oí quejarse nunca. Otra cosa es qué sacaban a cambio. Pero por entonces yo era muy ingenua para hacerme esa clase de preguntas.
Con las orgías me pasó lo mismo. En su momento me sentí desilusionada. Aquello no era lo que yo esperaba. Pero esa desilusión no sirvió para entender nada, para quitarme la venda de los ojos. Puedo lamentarlo mil veces pero eso no va a cambiar nada. Puedo pensar en lo que no hice y en lo que no dije, pero lo cierto es que en aquel momento yo no podía saber lo que iba a pasar. Ni tampoco estaba en condiciones de entender qué sentido tenía todo aquello. Para mí era una prolongación de la vida en la casa. Una parte más de las fiestas, del alcohol, de los porros y de los alucinógenos. Tampoco era una cosa tan común. Se ha hablado mucho del tema y se han dicho muchas mentiras. Muchas mentiras tan asquerosas como todas las mentiras. Si la memoria no me falla, en todo el tiempo que estuve allí no debí participar en más de dos o tres orgías. Aquello era un acto trivial, ya lo he dicho. Tan trivial y tan necesario como comer juntos, bañarnos juntos o trabajar juntos. No era algo particularmente satisfactorio. Ni algo de lo que me sienta orgullosa. Pero tampoco era tan malo. Ni creo que deba avergonzarme de ello. Lo que más me extrañaba en aquel momento, lo que más me irritaba, era la soledad, la soledad despiadada en la que me veía inmersa.

Era extraño. Estaba rodeada de cuerpos. De cuerpos de todas clases, de cuerpos conocidos y de cuerpos desconocidos, de cuerpos ásperos y de cuerpos dulces y deslumbrantes. Aquello podía resultar aburrido o podía ser algo irrepetible, algo estimulante o algo insulso, pero yo nunca llegaba a disfrutarlo realmente. Hiciera lo que hiciera, acabara con quien acabara, siempre me sentía sola. Me sentía sola mientras y me sentía sola después, cuando la luz del día nos despertaba y nos obligaba a volver a nuestros cuartos, a nuestros espacios propios, a nuestras ocupaciones individuales y cotidianas. Entonces yo seguía buscándolos. Siempre, en todo momento, con la mirada o con las palabras, yo no dejaba de preguntarme dónde estarían Yan y Vinde. Pero nunca los encontraba. Nunca llegué a encontrarlos. Ni la primera vez ni la segunda ni la tercera. Pero estaban. Estaban los dos. Estaban viéndome. Estaban viéndonos. Cada vez en un sitio distinto, cada vez mejor ocultos, sin intervenir jamás, sin delatarse nunca. Podía decir que no llegué a saberlo. Podría decir que la ignorancia me redime. Pero no es cierto: lo supe, lo supe más tarde, pero lo supe…

Entonces no. Entonces yo pensaba, me imaginaba, que ellos estarían montándose su propia fiesta. Aquella era la única explicación que me parecía factible. No sabía porqué, pero era evidente que querían mantenerlo en secreto a ojos de todo el mundo. Y aquel era un buen momento para desaparecer un rato sin ser echado en falta… A fin de cuentas, los que no dormían la borrachera o estaban demasiado colgados para poder participar, estaban metidos en esa habitación. El resto de la casa estaba vacía. Tenían el campo libre…

Uno puede tener los indicios a la vista, pero puede no tener ninguna necesidad de buscarlos.






  

No recuerdo si fue Sonia o fue Krajina quien me dio la noticia. Recuerdo que aún quedaba nieve en el monte, poca, algunas manchas blancas en las zonas más resguardadas. Pero el suelo estaba totalmente embarrado y, cargada con ramas como iba, tenía que andar con mucho cuidado.

Es curioso: recuerdo perfectamente la frase, pero no quien la pronunció (aunque estoy casi convencida de que era una mujer). Lo que más recuerdo fue el tono, el tono de broma con que lo dijo: “Vamos a ser famosos”. Esa fue la frase exacta. Lo dijo en broma. Y lo recuerdo como eso, como una broma. Pero aquello fue el principio del infierno.

También recuerdo que fue Yan quien me explicó de qué iba el asunto. Y que el tema no le hacía la menor gracia. Pero aquello no se había discutido. Normalmente las cosas importantes se discutían en la asamblea. Pero aquello se había decidido de antemano. ¿Por quién? Yan no lo sabía. O no estaba seguro de quiénes eran los implicados. Era evidente que no se trataba sólo de Annika o Andreu, aunque eran ellos quien lo habían anunciado al grupo (y quizá bastara con eso), sino que alguien más debería haber colaborado de un modo o de otro, con su consentimiento o con su ayuda directa, porque aquello era algo de lo más irregular y nadie había protestado. Algunas personas se quejaron vagamente, pero nadie se atrevió a protestar.
Así que, una de dos, o a aquello no era tan raro, o alguien estaba comprando el silencio de los demás.

Respecto a la primera cuestión, yo, pese a mi poca experiencia, comprendí rápidamente que aquello era muy extraño. Yo sólo llevaba unos meses. Pero había visto como se tomaban todos los acuerdos. Como se decidía en qué ferias locales íbamos a vender nuestro queso, o quién se iba a encargar de hablar con el concejal o el alcalde de turno para que nos dejara hacer un espectáculo de mino en la plaza de su pueblo. Todo el mundo era egoísta cuando se encerraba en su taller. Todo el mundo hacía lo que le daba la gana con su vida, se acostaba con quien le daba la gana, se metía las pastillas que le daba la gana, se emborrachaba si le daba la gana. Pero procuraba no meterse con lo que hacían los otros. Si una pareja estaba follando y quería intimidad, entonces todos pasábamos de largo. Si uno quería llorar a solas, lo mismo. Pero si quería compañía, entonces siempre había alguien dispuesto sentarse a su lado. Recuerdo una vez que, estando en el cuarto de Vinde, oímos llorar a Fátima. Nos levantamos y fuimos a ver que le pasaba. Y al llegar vimos que Vassily y André habían hecho lo mismo. Fátima nos hizo ver con un gesto que prefería estar sola y todos nos marchamos. Sabíamos perfectamente que le pasaba. Sabíamos por qué lloraba. Pero a la mañana siguiente, cuando nos juntamos para desayunar, nadie dijo ni una palabra del asunto.

Las cosas importantes se hablaban en público. A veces se votaban. Pero por lo general bastaba con una simple charla. Nos sentábamos junto al fuego y cada uno decía lo que quería. Si quería usar una habitación para hacer yoga, por ejemplo, decía: “Voy a hacer yoga en tal habitación. Alguien se apunta”, y los demás ya sabían que esa habitación estaba ocupada. Si pensaba que había que cambiar las ventanas de la casa, y eso era mucho dinero, decía: “Me parece que hay que cambiar las ventanas. ¿Os parece bien?”, y esperaba varios días antes de volver a sacar el tema. Y luego, otra noche, volvía a preguntar. Con dos veces era suficiente. Si nadie ponía pegas lo siguiente era buscar un buen presupuesto y ver quién podía echar una mano. A veces se discutía, por supuesto, y a veces algo no se hacía porque a algunos no les parecía bien. Incluso, si era un asunto muy importante, bastaba con una opinión en contra, una sola, para que algo no se hiciera. Este asunto era importante. Por lo menos se debía haber hablado entre todos. O eso era lo que yo pensaba que habría que haber hecho.

Y Yan pensaba lo mismo…

–Si hubieran pedido mi opinión, me hubiera opuesto –me dijo.

En otras ocasiones, con eso hubiera bastado.

Así que Yan tenía todo el derecho del mundo a estar enfadado. Pero no protestó. No protestó porque protestar era inútil. La decisión ya estaba tomada. El director y su equipo estarían aquí, lo quisiéramos o no, dentro de una semana.

Ahora sé que la decisión se tomó mucho antes, que el director llevaba dos meses preparando el viaje y que Annika y Andreu sólo nos lo comunicaron cuando ya estaban atados todos los cabos, de manera que nosotros no podíamos hacer otra cosa que asentir o protestar en vano. Como por entonces nadie pensó que aquello pudiera tener ninguna trascendencia (aunque era molesto, desde luego), tampoco le dimos demasiada importancia. Incluso alguno pensó que era bueno para su carrera artística, pues podría enseñar sus obras por televisión.










Vinde y yo estábamos en el huerto. Le pregunté que pensaba de aquello y su respuesta fue tajante:
–Publicidad es lo que menos falta nos hace.
Pero Yan fue cambiando lentamente de opinión. Sobre todo cuando supo el nombre del programa en el que iba a ser emitido el reportaje.
Y además, aunque de eso no se hablaba, el director iba a hacer una pequeña aportación económica, un donativo, que se esperaba fuera bastante cuantioso (o más cuantioso de los donativos habituales, que en invierno, con la reducción de visitas, escaseaban, como en general todos los ingresos: era otra de las consecuencias del invierno, una de esos detalles de los que yo por entonces no era consciente). Es difícil saber si la razón económica era la razón principal que decidió nuestro destino. Es cierto que Annika y Andreu pensaban en ella. Directa o indirectamente  estaban a favor de darse a conocer. Annika pintaba. Andreu tenía un libro inédito sobre la flora local que quería publicar. Ese reportaje podría abrir o ayudar a abrir algunas puertas, y además tampoco iba a hacer ningún mal. ¿Qué suponía la molestia de tener a algunos desconocidos grabándonos durante varios días? Nosotros éramos los primeros en hacerlo. Yan grababa y fotografiaba. Kevin y Pilippe también.  Todas las exposiciones, todas las manifestaciones, todas los festivales de teatro y de música donde había participado algún miembro de la casa, estaban documentadas de un modo o de otro. Los folletos que publicábamos con poemas y textos eran repartidos por todas partes. Los catálogos de las exposiciones también. Muchos profesores de la facultad de Arte conocían la casa. Algunos venían a visitarnos de vez en cuando. Tal vez había llegado el momento de dar el salto. De ser conocidos por todo el mundo. ¿Nos daba miedo? “El arte pertenece al pueblo”, ese era uno de nuestros lemas. Pues bien, quizá había llegado  el momento de que el pueblo, el pueblo llano, conociera nuestro arte. ¿O no?

Había varias opiniones. En las noches siguientes casi no se habló de otra cosa. Vinde y yo estábamos en contra. (Yo también me incluía, aunque por entonces toda mi producción artística fueran algunas fotos sacadas con una vieja cámara de Yan, y que yo misma revelaba en su antiguo laboratorio, que Yan conservaba por sentimentalismo pues casi nunca utilizaba ya, porque aunque decía que el ordenador había destruido la fotografía, él mismo era el primero en utilizar cámaras digitales.) Para nosotras el pueblo no iba nunca a entender nuestro arte, el pueblo se iba a reír o a escandalizar, pero no iba a preguntarse cuál era el sentido de aquello. 

Otras personas estaban totalmente a favor. Rosaura, una de las chicas de la casa con las que menos relación tenía, argumentaba que aunque al principio la cosa no saliera bien, nuestro deber (resaltaba la palabra “deber”, la pronunciaba casi con un tono de reverencia), era intentarlo. Y recordaba que la gente se reía al principio de los cuadros de los impresionistas.

–Y no sólo la gente, no sólo los carniceros o los tenderos –añadía con entusiasmo, como si estuviera dando un mitin, emocionándose por momentos–, sino también los críticos.

Así que la discusión era eterna. Pero a diferencia de otras veces, la discusión no sólo era teórica. En unas horas tendríamos una cámara en nuestras narices, siguiéndonos a todas partes, y cada cual tenía que decidir que enseñaba y que escondía.

–Menos mal que no estamos en verano. Si vinieran a hacer el reportaje en verano, nos pillarían a todos en bolas… –bromeó alguien. Pero muy pocos se rieron.

Sin embargo, nadie esa noche, ninguno de los que estábamos allí podíamos ni remotamente imaginar lo que ese reportaje iba a suponer para nosotros.










Llegó el director con su equipo. Yan estaba encantado. Era un director conocido, que además de trabajar para una cadena de televisión había hecho un par de películas. Yo no había visto esas películas. Yan y Vinde las habían visto y aunque tenían opiniones diferentes (para Yan “eran una pasada”, para Vinde “no estaban mal”), lo cierto es que los dos, como el resto del grupo, no pudieron dejar de sentirse impresionados por su llegada. Tan pronto como vimos aparecer los grandes todoterrenos, tan pronto como los miembros de equipo, con el director a la cabeza, descendieron de los automóviles y se desplegaron los todas partes con sus cámaras, sus focos, sus largos micrófonos, todos tuvimos que dejar lo que estábamos haciendo en ese momento y, como niños asombrados ante un carrusel veloz y luminoso, nos concentramos en la puerta principal, silenciosos y expectantes. Desde ese momento cualquier resistencia fue inútil. Pese a todo, durante los primeros días, algunos miembros de la casa, como Vinde, o Awa, o Otto, o yo misma, que en los días previos habíamos manifestado en público nuestras dudas y reticencias, tratamos de mantener una deliberada frialdad. Pero cuando las cámaras nos enfocaron directamente a nosotros, cuando de repente nos vimos como protagonistas de la historia, nuestra vanidad, nuestro deseo de ser más que los demás, de hacerlo mejor que los demás, de aprovechar nuestros cinco minutos de gloria mejor que los demás, nos pudo. Todos acabamos pasando por el aro. Si menos de una semana antes, en el transcurso de una cena, Awa y Otto se habían atrevido a enfrentarse a Andreu y a Annika y a declarar delante de todos que ya que no podían impedir la llegada del equipo, ni se les había dado la menos oportunidad de decidir sobre el asunto, ellos se encerrarían en su habitación durante todos los días que durara la grabación del documental, ahora Awa enseñaba sus cuadros y Otto sus marionetas y nadie les reprochaba nada. Todos parecían haber olvidado sus palabras (parecíamos, mejor dicho, yo era la primera en fingir que las había olvidado).  Incluso Vinde, algo insólito, se mostró dispuesta a abrir su taller para el director, ese espacio sagrado donde pocas veces yo había conseguido entrar.

Cuando, el segundo día de grabación, el director comentó que pensaba utilizar algunas imágenes para un proyecto personal, todos nos mostramos encantados con la noticia. Para entonces a nadie le importaba ya tener una cámara pegada al culo. Y nadie parecía pensar que dónde hay una cámara hay alguien que la maneja. Alguien que oye, mira y saca sus propias conclusiones. 









Volvió a nevar. El invierno había concedido una pequeña tregua. La grabación había terminado. Todos despedimos al director y a su equipo con una mezcla de cansancio y tristeza. Aquello nos había alterado más de lo que pensábamos. Ahora tocaba volver a la rutina diaria. Y como los horarios y las necesidades de la grabación habían atrasado otras tareas menos urgentes, ahora teníamos mucho trabajo acumulado. Las provisiones de comida estaban al mínimo. Había mucho trabajo en la granja y en el huerto. El catálogo de la ultima exposición, la exposición del verano anterior, aún no estaba maquetado. Si no lo imprimíamos pronto perderíamos la subvención. Y además estaba el trabajo personal de cada cual, las ferias de artesanía, los espectáculos de teatro que había que preparar para los próximos meses. Todo eso era algo con lo que no habíamos contado. El director se había marchado a toda prisa. Cuando ya estábamos acostumbrados a estar rodeados de extraños, volvíamos a estar solos.

El verano aún estaba lejos.









Yan estaba más tranquilo. Fotografiaba más y se angustiaba menos.  Pasaba muchas horas con Vinde. Normalmente no hacían más que hablar y enseñarse sus obras. A esas alturas, yo tenía claro que no se acostaban juntos, pero sí tenían sexo. Vinde hacía algo que Yan le pedía y Yan le pedía algo a ella que no podía hacer o no quería hacer con nadie más. Yo lo sabía todo. Vinde no tenía reparo en contármelo. Aquello era algo inofensivo y no era asunto mío. Me hubiera enfadado que Yan me rechazara a mí para aceptar a otra, pero eso no pasaba ni iba a pasar. Yan parecía no tener interés en ninguna mujer, ni en mí ni en las otras. Yo no le preguntaba por sus razones, desde luego. Supongo, que si le hubiese preguntado, él me hubiese respondido que no tenía tiempo.

Cuando no estaba revelando o fotografiando o aprendiendo a usar el ordenador, estaba leyendo libros y tomando apuntes para futuros libros o próximos proyectos. Aquello no me parecía mal. Es más, en cierto modo, pensaba que yo había colaborado en ese cambio. Si Yan estaba mejor ahora, si se le veía más sereno, si no se ponía furioso y no tenía esas terribles crisis que suelen tener los hombres que tienen talento y no tienen astucia, en parte, pensaba, era gracias a mí. Aquello me consolaba. Me seguía gustando. Me atraía físicamente y me atraía de otro modo. Quería acostarme con él pero también quería vivir con él. Y sin embargo, me decía que ya habría tiempo para eso, que todo llegaría cuando tuviera que llegar, que no debía desesperarme… Me pasaba con él lo que a veces pasa con algunos hombres. Son rudos, son fuertes. Parecen tener muy claro por donde pisan y lo que quieren. Pero despiertan una extraña ternura en las mujeres con las que se acuestan o con las que se relacionan. Una ternura que se parece en cierto modo a la ternura de una madre por un hijo.

¿Cuestión de tiempo? Yo tenía miedo. Lo supe cuando llegó el momento. Un buen día Yan se acercó y me dijo:

–Vas a tener que hacer la maleta…

Yo me asusté. Me asusté no porque no sabía de qué iba el asunto sino por todo lo contrario. Sabía que él se iba a la ciudad y sabía que se había hablado en la casa de si era conveniente o no que alguien le acompañara. Lo que no sabía es que ese alguien iba a ser yo.

Y sin embargo era lo que deseaba. Era mi oportunidad, la oportunidad largamente aplazada…

Pero pese a todo me sorprendió que pensara en mí para acompañarle a la capital. ¿Por qué yo? ¿Por qué no Kevin? ¿Por qué no Vinde?

Yan siempre había sido el mejor amigo de Vinde y Vinde siempre había tenido una atención preferente hacia Yan. Tal vez se lo había pedido a Vinde y ésta había rehusado acompañarle. O tal vez pensó que yo era la persona idónea para acompañarle. O tal vez, tal vez… él tenía sus propios planes, sus propios planes conmigo…

Lo cierto es que, pese a mis dudas y miedos, hice la maleta a toda prisa. No quise darle más vueltas al asunto ni me lo pensé mucho. Como él decía, yo ya estaba enganchada, el veneno de la fotografía corría por mis venas, ya no tenía solución. Cada vez que veía algo que me gustaba, corría a coger mi cámara (ya tenía cámara propia, ya no eran cámaras de Yan). Y cada vez que mi cámara no estaba cerca, siempre acababa lamentando no tenerla a mano. Los demás iban al lago a nadar. Yo iba con mi cámara. Y sufría porque no podía meter mi cámara en el agua (de hecho, varias veces hice algún experimento, con resultados funestos). Yan me miraba y se reía. Pero nunca trataba de aconsejarme o de disuadirme. Él sabía que yo tenía que seguir mi camino. Qué tenía que aprender de mis propios errores. Sabía que su trabajo conmigo ya había terminado. O casi: aún quedaba algo por hacer. Llevarme con él a la capital. Presentarme al comisario de la exposición en la que iba a participar. Introducirme en ese mundillo del que yo había oído tantos comentarios despectivos, tal vez (ahora podría empezar a comprobarlo) debidos a algo tan viejo como el hombre: la envidia.

Por eso pensó en mí y no en Vinde. Por eso pensé yo que había pensado en mí entonces. Por eso y no por otra razón. Y aunque se lo agradecía, en el fondo yo pensaba que no estaba preparada. Casi no tenía fotos. No tenía ninguna experiencia. Ni estudios. Me veía como una novata a la que de repente le abren las puertas de un museo y le dicen: “A ver, ¿con qué nos vas a sorprender?, el público espera”. Yan sabía por experiencia que las críticas podían hundirte. Él había empezado muy bien. Antes de acabar la carrera ya era conocido. Pero luego todos le habían dado la espalda. Hasta él mismo había tratado de dejar la fotografía, de renegar de su talento. Así es como había ido a parar a la casa. Ahora, después de cinco años, volvía a exponer en la capital. Era una exposición colectiva, es cierto, y él procuraba no darle importancia. También era la primera vez que participaba en una exposición de fuera, no organizada por nosotros, donde no participaba nadie de la casa, y eso era un hecho que no había pasado desapercibido. Algunas personas habían insinuado que, si todo el mundo hacía lo mismo, la casa no tenía ningún sentido. Nadie le había reprochado nada a la cara. Todo el mundo era libre para hacer con sus obras lo que quería. Pero siempre se daba por supuesto que, de algún modo, lo que se hacía en la casa pertenecía en la casa. Se las podían llevar después a dónde se quisiera. Pero primero se debía exponer en la casa, o en las exposiciones organizadas por la casa. (En ese momento no lo supe, pero luego me enteré que Vinde había intervenido a su favor, y que su actuación como siempre había sido determinante.) También averigüé que Vinde estaba detrás de mi elección como acompañante (en un principio Yan pensaba en ir solo). Y que Vinde no lo había hecho porque pensaba que a mí me iba a resultar útil la experiencia, sino porque al ir una persona de la casa como acompañante (no como artista), la traición de Yan (si se la puede llamar así) quedaba diluida, suavizada, y resultaba más asimilable.  Pero todo esto, ya digo, lo supe después.

En aquel momento yo estaba nerviosa. Y Yan también estaba nervioso. Las cinco fotografías ya estaban allí, colgadas de la pared, pero hasta el momento de la inauguración no se sabía bien lo que iba a pasar. Mi nerviosismo se traducía en que no paraba de hablar. El de Yan se traducía en silencio, en un silencio denso y molesto. En esas circunstancias, pensaba yo, el largo viaje a la capital iba resultar muy aburrido. Teníamos que tomar dos trenes y dormir una noche en mi ciudad natal. La primera parte del viaje fue, en efecto, muy aburrida. Teníamos algunas horas por delante. Yan daba por supuesto que iba a ver a mi familia, pero no hizo ningún comentario cuando le dije que me quedaba a dormir en la pensión. Reservamos sólo una habitación, con una cama grande. Nuestra idea era cenar en una cafetería barata y gastar el menor dinero posible. Pero Yan llamó a un amigo y el plan cambió radicalmente. Tan pronto se vieron se dieron un fuerte abrazo y desde ese momento, y a pesar de nuestras protestas, fuimos sus invitados. Nos llevó a cenar a un restaurante muy bueno, y supongo que muy caro. Y luego nos llevó a una discoteca que no sé si era buena o no, pero seguro que era muy cara (debo decir que el lugar no me gusto, la música me pareció infame y, además, la pista estaba tan llena que no se podía ni bailar). Por un momento pensé en dejarles solos con alguna excusa y volver a la pensión. No lo hice porque su amigo me pareció un tipo simpático. Era mayor que él. Se notaba que tenía un buen trabajo y que se sentía orgulloso de sí mismo. También se notaba que no estaba casado, ni tenía novia, amante o nada por el estilo. Llegado el momento, se despidió educadamente y se marchó por donde había venido. Lo vi caminando por la calle vacía, alejándose lentamente entre las sombras, y sin saber porqué, algo dentro de mí se estremeció. Nunca volví a verle. Lo siguiente que supe de él es que alguien había leído su nombre en una lista. Tampoco puedo explicar porqué, pero le lloré como a los demás.  
En aquel momento yo no podía sospechar nada. Había llovido. Las baldosas de la calle estaban mojadas y brillaban. Era tarde. Casi no se escuchaba ningún ruido. Yan estaba callado. Pero era otro silencio. El silencio de la tranquilidad absoluta, el silencio de quien ha dejado de luchar.

Cuando subíamos en el ascensor ocurrió algo inaudito. Yo estaba contenta porque tenías ganas de dormir y por fin iba a poder hacerlo. No quería nada más. Una cama confortable. Quitarme las zapatillas y los pantalones y estirar las piernas. Había que madrugar para coger el segundo tren. Pero por lo menos podríamos dormir algunas horas. En eso pensaba yo cuando Yan se abalanzó sobre mí y me besó.

Yo sé que no quería besarme. Qué él sólo había sentido un deseo repentino e incontenible de abrazarme.

Pero me besó.

Me besó y ese fue nuestro primer beso.











La nieve es un espectáculo el primer día, es un fastidio el tercero y es un infierno el quinto. Aquel invierno había sido muy duro. Había nevado mucho. Los más veteranos casi no recordaban un invierno tan frío. Cuando no nevaba, un aire gélido bajaba de las montañas. A veces estábamos semanas enteras sin ver el sol. Y no era raro que la niebla envolviera la casa durante días enteros. Entonces realmente creíamos estar en otro mundo, en otra realidad. Me contaron la historia de un pueblo que había sido embrujado o algo así. Cada día en la vida de los habitantes de ese pueblo, eran cien años en realidad. El pueblo estaba permanentemente rodeado de niebla. Y sólo se hacía visible cada cien años. Si un viajero se perdía en la niebla e iba a parar a ese pueblo, cuando volviera a su casa, todos sus familiares, amigos, conocidos habrían muerto. Sólo entones comprendería que lo que él pensaba que había sido una simple noche fuera de casa, en realidad había sido un cautiverio de un siglo. No sé quien me contó la historia, pero sé que era una noche de niebla. Y que en ese momento era fácil creer que la historia era cierta. Y que aquel pueblo éramos nosotros.

La nieve impedía las visitas. Y cuando no nevaba, llovía tanto que el camino se hacía intransitable para un vehículo normal. A veces hasta el jeep derrapaba o se metía en un hoyo. Era difícil llegar al pueblo, pero había que bajar al menos una vez por semana. Eso traía problemas. Problemas que, a medida que pasaba el invierno se habían hecho más y más grandes, como una bola de nieve que crece y crece y no se detiene nunca hasta que se estrella contra algo. Ese algo sólo podíamos ser nosotros.

Todos habíamos estado esperando ansiosos la llegada del verano. Pensando que el verano limaría las asperezas, mejoraría la convivencia en la casa. Eso era lo que normalmente sucedía. Lo que debilitaba el invierno, lo fortalecía el verano. El verano era la estación preferida por todos. La luz del sol, el calor, los largos baños en el lago, la alegría de los amigos, de los amantes, de los hermanos, todos los que cada año, como aves de paso, regresaban a la casa para pasar sus vacaciones con nosotros, todo ayudaba a ver las cosas de otro mundo, a perdonar las pequeñas ofensas, a olvidar los desplantes, a volver a sentirnos cerca, no sólo físicamente cerca sino espiritualmente, mentalmente cerca. En invierno éramos supervivientes, cada uno se las apañaba como podía. En verano éramos una piña. Todos juntos. Todos sintiéndonos parte de una gran familia. Esto puede parecer pueril, pero había que estar allí para entenderlo, para comprender hasta que punto éramos más que un grupo de artistas, o músicos, o locos. Éramos una familia. Una familia que para mí, y para muchos de los que estábamos allí, no era la familia oficial, la familia que figuraba en los impresos administrativos, pero era la verdadera familia, nuestra verdadera y única familia.

Aquel verano algo no iba bien. Yo tenía la experiencia del verano anterior. Y puede que fuera algo temporal o algo grave, puede que eso fuera el final de algo o puede que sólo fuera un pequeño bache, pero aquel verano estaba siendo muy decepcionante. No por nada en concreto. Nadie había provocado un pelea seria, un conflicto de intereses que hubiera dividido la casa en dos bandos irreconciliables. No habíamos tenido ningún problema grave e inesperado, pero yo sabía que algo fallaba, algo no determinado, algo sutil y voladizo. Y ese algo era en cierto modo una consecuencia del invierno. Si el verano estaba en la naturaleza, en los bosques, los prados, el cielo azul y lleno de pájaros, tan distinto al cielo gris y vacío del invierno, en nuestro interior, en nuestros corazones, el invierno parecía haberse atrincherado. Aún estaba ahí. El mal ambiente, las malas vibraciones, estaban aún, rondaban por la casa. Yo lo notaba. Otros lo notaban. Sólo los visitantes no lo notaban. O tardaban más en advertirlo. Algo no iba bien. Las peleas entre pajeras, las discusiones tontas, los malentendidos… todo eso no se había ido con el frío, no se había evaporado con el calor. Y nadie sabía por qué. Ni yo tampoco sabía porqué, pero todos teníamos un mal presentimiento, un mal presentimiento colectivo, un mal presentimiento del que nadie hablaba.

¿Tenía que ver con el reportaje? Nos habían engañado. Nos habían dicho que era un programa cultural, con muy poca audiencia. Pero lo habían emitido en otro programa, en otro horario. Y lo había visto mucha gente, demasiada gente, y eso nadie lo decía, pero todos sabíamos que no podía ser bueno.

(Tiempo después descubrí que hasta mi padre lo había visto, y por supuesto no había entendido nada. Pero por si eso no fuera algo que, por si sólo, podía traer complicaciones, luego resultó que lo repitieron en otros canales, sacaron imágenes fuera de contexto, lo divulgaron con intenciones perversas, o como mínimo, poco éticas, aunque consiguieron lo que querían. Hacer daño a lo que representábamos, a lo que ellos creían que representábamos. Y si para dañar a una idea o a un partido tenían que hacernos daño a nosotros, a nuestras familias, a nuestros amigos, pues se hacía y punto, sin el menor escrúpulo… Detrás de las ideas hay personas. Detrás de las trincheras hay soldados. Y eso parece que, a los que hacen los discursos y a los que preparan las bombas no les importa lo más mínimo. Entonces, cuando supe lo que había pasado, me pregunté si el director era consciente de ello, si sabía a dónde iba a ir a parar su trabajo y para qué iba a servir. Luego supe que su historia era la de muchos. Y le entendí. Quise odiarle. Pero le entendí.)









Aquel año el invierno acabó súbitamente. De un día a otro pasamos del frío al calor, de la oscuridad a la luz. Los árboles recuperaron sus hojas. El prado se llenó de flores. Ya podíamos volver a bañarnos en el lago. Y encender hogueras y pasar las noches al raso. Yo asistía a todos esos cambios de la naturaleza con mi cámara en la mano. Lo fotografiaba todo. Dejé el blanco y negro y me pasé al color. Eso significó dejar de revelarme mis propias fotos. Pero no me importó. El espectáculo que se desplegaba delante de mí lo merecía.

El teléfono empezó a sonar. Los trenes trajeron los primeros visitantes. Yo estaba feliz.
Había superado la prueba y ya era un miembro de pleno derecho de la casa. Ahora podía mirar de reojo a los chavales que venían con sus enormes mochilas llenas de trastos inservibles y que, tal como lo miraban todo y por lo que decían, parecía que se acababan de fugar de sus casas y que habían encontrado, de pura casualidad, el paraíso. Me burlaba de ellos discretamente y por un momento me olvidaba que yo había sido uno de ellos (o incluso peor, porque yo ni siquiera había llegado aquí por iniciativa propia). Luego los veía decepcionarse, alegrarse, entristecerse, volverse a alegrar y así ir completando el proceso inevitable que tendrían que pasar si realmente querían ser uno más del grupo, si realmente ese era su sitio, el único y casi siempre imprevisto lugar que todos tenemos en alguna parte. Algunas veces me encaprichaba de alguno de esos chavales, o de sus ingenuas novias, y si tenía ocasión me los llevaba a la cama sin ningún remordimiento. Eso era algo natural, que todos los veteranos hacíamos constantemente (y debo decir que la mayoría de los novatos estaban esperando eso mismo, y que muchas veces esa era la verdadera razón por la que habían venido, aun cuando en la mayoría de los casos fuera un deseo oculto). A veces Vinde y yo jugábamos a ver quién se llevaba antes a la cama a alguien que nos atraía a las dos. Nunca nos peleábamos por ello. Pelearse por un chico o una chica hubiera sido una tontería. Para empezar, en unos días ese chico o esa chica (normalmente una chica), estaría con otro, con otro que a veces no éramos ninguna de las dos. Lo normal era que a la mañana siguiente, la perdedora se escurriera debajo de las sábanas de la vencedora, para poder disfrutar de una parte de su botín. Todo se hacía a plena luz, sin engaños ni malentendidos (o al menos, eso se intentaba) y luego no se volvía a hablar del asunto. Pues no se habla de lo que no tiene ninguna importancia.
Pero esto no sucedía todos los días. Ni siquiera sucedía todas las semanas. Algunas veces dormía sola. Otras veces dormía con Vinde. Yan solía venir a verme algunas noches. Aparecía medio borracho y me despertaba. Se tumbaba a mi lado y se quedaba dormido. Yo le acariciaba el pelo y él ni se enteraba. Otras veces me sacaba de la cama y se empeñaba en llevarme a su estudio en plena madrugada. Me enseñaba alguna foto. Me preguntaba. Se enfadaba con mis respuestas y me volvía a preguntar. Rompía sus hojas de contactos, tiraba al suelo sus carpetas de pruebas. Luego me pedía perdón y me mandaba de vuelta a la cama. Por la mañana no decía nada del asunto. Aquello no había sucedido nunca. Yo estaba cada día más metida en la fotografía. Seguía posando para él, pero ahora él también posaba para mí. El trabajo era placer y el placer era trabajo, pero cada cosa en su momento, ese era nuestro lema. En realidad yo no decidía nada. Y me parecía que él tampoco.

¿He dicho que aquel verano algo no iba bien? ¿Qué algo extraño pasaba? Sí. Es cierto, pero eso tardé bastante de descubrirlo. Al principio no. Las primeras semanas no. Y cuando lo descubrí tampoco le di importancia, pensé que era natural, que era un simple problema de percepción subjetiva. Yo ya no era una novata. Yo tenía una experiencia que me permitía ver cosas que el año anterior no había podido ver. La rutina trae la decepción. O si no trae la decepción, como mínimo trae la ausencia de entusiasmo. Ya nada era tan nuevo, tan extraño, tan delirante, confuso, luminoso y sorprendente como el verano anterior.

Nada excepto una cosa: yo ahora estaba con Yan. Me acostaba con Yan. Era su novia. Era su amante. Y eso era algo que todos entendían y todos respetaban. Hasta Vinde. Hasta la misma Vinde me dejaba un espacio que sólo podía ocupar con Yan.

Y daba igual que Yan se olvidara  de mí durante una semana entera. O yo me olvidara de él durante una semana entera. Porque eso no cambiaba nada. Nada de nada.

Esa era la primera lección que enseñaba siempre a los novatos. “Te puedo dejar que me folles hoy. Pero mañana por la mañana te largas de la habitación cagando leches, que esta cama no es tuya. Esta cama tiene dueño”. Y los novatos lo entendían a la primera. Porque mi mirada les dejaba muy claro que tenían que aprender rápido o podían salir con una herida tan grande como su ingenuidad. La Casa Grande tenía eso. Más valía aprender rápido…










En septiembre volví a la ciudad. En todo el verano no había sentido realmente ningún deseo de ir.

Esta vez tuve que pasar a ver a mis padres. No fue una visita agradable y prefiero no hablar de ello. Acepté ir como un mal menor, pero después me arrepentí amargamente por haber cedido.

En fin. En aquel momento eso no era lo peor. Lo que más me preocupaba.

Estaba embarazada. Había ido a la ciudad sólo para confirmar lo que ya sabía. Nadie en la casa sabía mis verdaderos motivos. Utilicé la excusa de mi familia delante de Yan y Vinde y a mis padres les dije que venía porque una revista quería publicar unas fotos mías (lo cual en ese momento sólo era una posibilidad, una posibilidad muy remota, pero luego resultó que fue cierto: la revista publicó, y más increíble aún, me pagó las fotos). Todos se creyeron mis excusas. Y mis padres se alegraron, aunque intentaron fingir lo contrario.
Yo sabía que, si quería abortar, tenía que hacerlo ahora. Aquella era la oportunidad. Pero no quería abortar. Aunque tampoco estaba segura de querer tenerlo.

Para empezar no sabía realmente de quién era. Yo quería pensar que era de Yan. Por otro lado, eso era lo más lógico. Primero porque Yan siempre se corría dentro cuando follaba conmigo. Segundo por las fechas en las que debía haber tenido lugar la fecundación. Mis reglas solían ser bastante regulares. Y, si no me equivocaba, Yan era él único que podía haberme dejado embarazada. Pero existía la duda, la maldita duda racional…. Yo había estado con otro chico. Sólo otro. Pero lo cierto es que había sido en otro momento del mes y además, el chaval se la había sacado en el último momento y se había corrido sobre mi vientre, lo cual restaba aún más sus posibilidades. Pero no las anulaba totalmente.

Que Yan fuera o no fuera el padre tenía y no tenía importancia. Si quería abortar ni Yan ni el otro chico tenían que saberlo. O podían saberlo pero eso no cambiaría nada. Y lo mismo ocurría si decidía tenerlo. Podía llegar y decirle: “Yan, estoy embarazada, pero no sé si es tuyo”. O llegar y decirle: “Yan, estoy embarazada, creo que es tuyo pero no te preocupes: yo me ocuparé de él”. También podría actuar de otro modo, hacerle recaer las culpas, obligarle a tener que asumir su inesperada paternidad. ¿Inesperada?, por muy borracho que estuviera, al día siguiente tendía que haber recordado lo que había hecho, o se lo tendría que haber recordado yo. Pero no lo hacía. No lo hice la primera vez y ya no lo hice ninguna de las otras veces. Se dio por supuesto que eso era asunto mío, simplemente. O tal vez Yan esperaba que yo decidiera que íbamos a hacer, cuando yo había decidido no decidir nada.

Pensé en llamar a Vinde y pedirle consejo. Pero era una tontería. Cuando salí de la casa ya sabía que estaba embarazada (faltaba sólo la inevitable confirmación médica) y no le dije nada. ¿Cómo iba a hacerlo ahora por teléfono? No. Aquello era asunto mío. Y yo tenía que decidir. Y no decidir sólo si abortaba o no, que ya era una decisión difícil, sino decidir qué pasaría después. Si se lo decía a Yan. Si no se lo decía. Si se lo decía ahora mismo o esperaba hasta que fuera evidente, hasta que él sacara sus propias conclusiones. Aquello ya era demasiado. Y aún no era todo… Que Yan acabara sabiendo que estaba embarazada era algo inevitable, si no abortaba y todo seguía su curso. Pero aunque el mismo Yan pensara que podía ser suyo (él nunca me había preguntado si me había acostado con otros hombres), ahí no acababan mis dudas. ¿Debía entonces convencerle para que se hiciera la prueba de paternidad? Esa prueba debe ser cara, y yo estaba casi segura de que era suyo, en realidad creo que dudaba sólo por costumbre, por mi maldita manía de dudar de todo. Pero, ¿y si Yan se negaba a aceptar que pudiera ser suyo?, ¿y si se lo tomaba mal?

“Bueno, no hay que tener prisa.”, me decía. “No anticipes nada”. Ese es el pensamiento lógico. “Una cosa detrás de otra”, me repetía. Pero yo estaba en la ciudad. Tenía una cita con un médico. Y aún no sabía qué iba a contestar cuando él me preguntara.

Sí. Yo tenía que decidir. ¿Tenía? ¿Y si no lo hacía? ¿Y si simplemente dejaba que pasara el tiempo y que el tiempo decidiera por mí?

Después de todo mi llegada a la casa fue una decisión de ese tipo. Me lo planteé como una última oportunidad con Leo (era la última de las últimas oportunidades, un círculo vicioso del que yo no hubiera podido salir por mí misma, o en todo caso, hubiera tardado mucho en salir). Pero me lo planteé a corto plazo, no a largo plazo, no con vistas a nada definitivo. Y luego fue fácil, sólo tuve que dejar que el tiempo pasara…

Así que lo más fácil era eso. Esperar un poco. Esperar un mes, dos meses…

No. Aquello no era viable. Más pronto o más tarde pasaría el punto de no retorno.
Quería tener ese hijo. Cuanto más lo pensaba, más claro lo veía. Era absurdo. Era una locura. Pero quería tenerlo. Y era de Yan. Él era su padre. Era de Yan y Yan debía saberlo.

Luego él decidiría que hacer al respecto.

Aquello no fue una decisión lógica. En realidad aquello fue una simple estrategia, uno de los muchos engaños con los que mi mente acostumbraba a sacarme de cada uno de mis líos. Decidí que no iba a dudar más. Decidí que las dudas no conducían a ningún sitio. Nunca iba a pedirle una prueba de paternidad a Yan. Ni tampoco a aquel chaval cuyo nombre ni siquiera recordaba ya. Así que, en lo sucesivo, aquel niño era de Yan y punto, asunto cerrado. Y respecto a mi otra preocupación, sobre si debía decírselo o no, comprendí que aquello era absolutamente intrascendente,  y por tanto no perdía nada con decírselo.

De modo que la única cuestión que quedaba por resolver era cuándo. Eso era un tema importante. Del cuándo se lo dijera dependía el cómo se lo iba a tomar. Yo no quería que aquello fuera un problema para él. Ni tampoco quería que fuera un problema para Vinde. Porque no sabía cómo se lo iba a tomar. ¿Tendría celos, se sentiría traicionada? Ella nunca iba a decirlo. Pero, a estas alturas, nos conocíamos bastante como para saber que ella sólo estaba en un segundo plano por voluntad propia. Que no iba a soportar que nadie la relegara allí por la fuerza, o cómo mínimo, sin contar con su aprobación.

Llegué al hospital. El médico no sugirió nada y yo no pregunté nada. Me dio cita para la siguiente revisión y yo salí tranquilamente, con la sensación de escapar de un pueblo en llamas. Todo me parecía irreal.

Aquella tarde en la estación, mientras esperaba el tren que me iba de llevar de regreso a la casa, no dejaba de recordar mi viaje con Yan a la capital. En aquel viaje habíamos follado por primera vez. Eso era importante. Pero lo que más me llamaba la atención ahora, al recordarlo, no era el modo en cómo había sucedido, sino el qué había faltado, o mejor dicho: que no había sido necesario.  Nos habíamos acostado juntos sin que ninguno de los dos estuviera borracho o colgado. Aquello era algo a lo que en su momento no concedí ninguna importancia. Sólo después, cuando el alcohol y las drogas se hicieron imprescindibles, empecé a preguntarme qué iba mal entre nosotros, que no funcionaba en la cama, para que Yan tuviera que recurrir a esos remedios tan poco recomendables y que a la larga no podían hacer otra cosa que estropearlo todo. Porque una cosa era un día, una noche de fiesta, y otra cosa era cogerlo como algo absolutamente necesario, algo sin lo cual no se podía follar. Si Yan hubiera tenido algún problema sexual, si fuera impotente o algo así, yo hubiera entendido su conducta. Pero Yan no tenía aparentemente ningún problema, al menos no tenía ningún problema físico. Y sin embargo Yan nunca follaba si antes no se preparaba convenientemente. Y eso tenía que ver con su manera de pensar, no con las necesidades o problemas de su cuerpo. Para él el sexo era salvaje por naturaleza pero la sociedad había tratado de domesticarlo. Follar borracho o colgado era la única forma de desinhibirse, de volver al estado natural. El hombre primitivo era salvaje y follaba como un animal. El hombre actual es educado hasta en el sexo. Y esa educación le aleja de la naturaleza, le separa del resto de los animales y le deja solo frente al mundo. En realidad esas ideas le venían de los libros y revistas que había leído. Él había estudiado antropología antes de ser fotógrafo. También sabía mucha historia de las antiguas civilizaciones. Así que su concepción del sexo era absolutamente racional, muy a pesar suyo. Y por mucho que tratara de olvidarse de su educación, de su cultura, de sus ideas preconcebidas y de sus prejuicios, sus actos estaban condenados al fracaso. Pero Yan tenía miedo. Tenía miedo al sexo. A las mujeres. A las relaciones sentimentales. Tenía miedo a todo y a nada. A defraudar. A defraudarse. A sentir. A sufrir. A no sentir. Cualquier cosa, cualquier pensamiento, podía posarse sobre su cabeza como una nube negra. Sus porros, sus pastillas, sus dosis, sus botellas siempre cercanas, todo eso era un desesperado intento de olvidar esa nube, de escapar de ella, de prevenir su llegada. Pero lo peor es que Yan no era consciente de eso. Él te hablaba de sus teorías sobre el sexo y las relaciones humanas, te citaba sus libros, pero toda esa teoría era una red de palabras que él había construido entre  la realidad y su miedo. Yo no podía traspasar esa red. Si lo intentaba, acababa perdiéndome yo misma en mi propia red de palabras, en mi propia red de autoprotección.

Y es curioso… Yan podía asustar. Cuando estaba enfadado, cuando se levantaba en mitad de la noche, furioso, y arremetía contra todo y contra todos, Yan podía asustar a cualquiera. Pero yo lo abrazaba sin miedo. Lo llevaba de vuelta a la cama. Le dejaba llorar amargamente en mi hombro. Y a veces él se revolvía contra mí. Y podía ser muy cruel y terrible. Podía ser un verdadero bruto. Pero yo no le tenía ningún miedo. Sabía que era inofensivo. Sabía que había una frontera que él, por muy borracho o colocado que estuviera (sobre todo borracho, con las drogas podía ocurrir lo contrario, que perdiera todo el interés por mí), nunca iba a pasar. Podía insultarme, podía decir o hacer cosas horribles para humillarme, para hacerme tragar mi orgullo. Pero nunca iba a hacerme daño. Nunca iba a darme un puñetazo, aunque más de una vez hubiera podido desear hacerlo. No. Yan no era un salvaje. Era un hombre civilizado. Lo era cuando estaba furioso y lo era cuando simplemente estaba irritado. Yo nunca sabía lo que me iba a encontrar. Pero aceptaba lo que viniera. Quería aceptarlo. Nadie me obligaba a quedarme en la habitación. Nadie me impedía gritarle o enfadarme con él. Pero no lo hacía. Yan tenía problemas. Yan me daba placer. Yan era mi amante. Yan, en cierto modo, era mucho más que mi amante.

Es curioso lo complicado que puede ser algo tan aparentemente simple. Yan quería follar como los perros, pero ningún perro mira a los ojos a otro cuando folla. Yan estaba casi todo el tiempo mirándome. No quería saber lo que le decían mis ojos. Pero su curiosidad era más fuerte que su voluntad. “No sé que es peor, si la resaca o mis pensamientos”, me confesó una noche. Y acto se seguido se respondió a sí mismo: “Los pensamientos. Los pensamientos son siempre lo peor”. Tenía razón. Tenía razón y lo sabía. Y tenía razón y se odiaba por tener razón. Yo le acariciaba el pelo, las orejas, las mejillas. Colocaba su cabeza en mi regazo y le hablaba dulcemente. O sólo permanecía en silencio, escuchándole a él… Aquello nunca me pasaba con Vinde. Ni con Vinde ni con ningún otro de mis amantes. Algunas veces ni siquiera follábamos. Su polla no se le empinaba. Él había bebido demasiado, o lo que fuera. Se ponía hecho una furia. No podía aceptar que lo que le pasaba a los otros también pudiera pasarle a él. Se exigía mucho. Ahora lo sé. Se exigía mucho en todos los terrenos. Aquella actitud no era sana. Yo notaba que algo no acababa de ir bien, pero lo cierto es que por entonces no sabía cómo podía ayudarle. Por no saber no sabía si debía ayudarle.

En la casa cada uno vivía la vida que quería vivir. Yan entraba y salía. Vinde entraba y salía. Yan tenía sus manías, Vinde las suyas. Y tú podías aceptarlo o no. Pero no podías cambiar nada. Porque cambiar algo era imponerse sobre los otros. Y nadie tenía derecho a algo así. Ni siquiera en nombre del amor.

¿Iba a desplegar yo esa bandera, la bandera del amor, en mi cruzada particular por salvar a Yan? No. Definitivamente no.

Para empezar ni siquiera sabía si lo que sentía por Yan era amor. Nunca me lo pregunté a mí misma. Nunca quise analizar mis sentimientos. No lo hice mientras los estaba viviendo y me negué en redondo a hacerlo después, cuando ya mis sentimientos eran sólo un resto de un pasado lejano, como una mancha de humedad en la pared de un viejo castillo, algo sucio y molesto, algo que no se puede evitar y que se esconde a los invitados.

Durante muchos años yo tenía la obligación de olvidar.

Y yo quería olvidar.

Luego fue al revés. Deseé recordar desesperadamente. Pero pese a todo no podía enfrentarme al pasado. Hasta hace muy poco, hasta que empecé a escribir estas páginas, fui incapaz de responderme a una pregunta muy simple: ¿Quería a Yan? ¿Quería a Vinde? ¿Estaba enamorada de ellos? ¿O era otra cosa, otra cosa sin determinar? Luego comprendí que los nombres no importan, que los sentimientos no obedecen a criterios de catalogación estrictos. Yo les quería. Les quería a mi manera. Les quería como en ese momento era capaz de querer a otra persona. Con eso basta.

Y con eso bastaba. Con eso bastaba entonces. Por eso tampoco me importaba seguirle el juego. Tampoco me importaba verme sometida al papel pasivo al que sus deseos y sus obsesiones me reducían ineludiblemente. Y era algo sorprendente en sí mismo, porque precisamente eso era lo que más me irritaba de otros hombres. Leo, sin ir más lejos, siempre me irritaba por esa razón. Él nunca me dejaba hacer nada, siempre lo decidía todo sin contar conmigo. El sexo empezaba cuando él quería, trascurría del modo que él quería y terminaba cuando él quería, y yo no tenía nada que añadir. Ese había sido uno de mis principales motivos de insatisfacción sexual y uno de los principales motivos por los que nuestra relación no podía funcionar a la larga. Pero lo que me fastidiaba de Leo y de otros (a veces, incluso de Vinde), era tolerado sin el menor inconveniente cuando venía de parte de Yan. Y yo no podía explicarme realmente por qué, pero con Yan yo me sentía relajada, aliviada, muy cómoda en mi papel de objeto sexual, de amante abnegada, o, digámoslo sin tapujos, de simple puta. Su puta, eso era yo a veces, casi siempre. Y no me importaba. Lo curioso es que no me importaba en absoluto.

Todo sucedía en mi cabeza. Ella dictaba las normas a seguir, daba instrucciones muy precisas a mis emociones. Y la directriz a seguir era siempre la misma. Una secuencia de pensamientos que eran algo así como: “Calma, no te alteres, déjale que lo haga, que no pasa nada…”. Y yo asentía sin discutir. Me tumbaba en la cama boca abajo y esperaba. Nada más. Y me corría. Sentía un placer inmenso. Muchas veces llegaba al orgasmo al tiempo que él, o justo después que él. Lo cierto es que nunca me quedaba frustrada. O a medias. Y si esto último pasaba, tampoco tenía el menor problema en terminar yo misma, con Yan mirando.

Así habían sido nuestros encuentros desde el principio, desde la noche en que Yan se decidió por fin a dejar la cámara y a desabrocharse la bragueta. Sabiendo bien que no iba a hacer el ridículo. Sabiendo bien que yo estaba esperándole, que la puerta de mi habitación siempre había estado abierta para él. Después de nuestro viaje juntos pasaron varias semanas antes de que Yan volviera a acostarse conmigo. Pero yo no me preocupé en absoluto. Y una noche Yan apareció por la puerta y se metió en la cama. Pero no se quedó donde se quedaba siempre antes. Sin decir nada, se recostó sobre mí y empezamos a follar. Y aquello se convirtió en una costumbre. Podíamos hacer fotos, trabajar codo con codo durante días sin besarnos y sin tocarnos, y luego una noche él volvía a aparecer por mi puerta y nos acostábamos. Y nadie hablaba de ello.

Llegó el verano y seguimos acostándonos. Vinde, Sonia, los chicos y chicas recién llegados nos ocupaban algunas noches, pero eso no cambiaba nada. Yo sabía que Yan volvería a aparecer por mi puerta el día menos pensado. En cierto modo nos convertimos en una pareja convencional. Nuestras noches eran más tranquilas, más previsibles. Ya no había nada que demostrar. Ni nada contra lo que luchar. Los dos habíamos ganado y habíamos perdido. Podíamos mirarnos a los ojos y sonreírnos. Podíamos mordernos y lamernos las heridas. Yo era feliz, feliz sin ser consciente de mi felicidad, que es la única manera de ser feliz que existe. Algunas veces Vinde venía a mi cama o nosotros íbamos a la suya. Follaba con los dos. Primero con Yan y luego con Vinde, o al revés. Pero Yan no follaba con Vinde. Cuando yo estaba con ella él miraba. Nadie hablaba de eso.

Todo eso recordaba yo esa mañana mientras esperaba que llegara mi tren. Aquel corto y precipitado viaje, que había empezado como el viaje de una niña llena de angustia y de dudas, iba a terminar convertido en el viaje de una mujer madura y lúcida. Salir de la casa, aunque hubiera sido por un motivo tan apremiante como el mío, iba a ser una experiencia decisiva. Y no sólo por lo que ya he explicado. Sino también por lo que iba a pasar en mi viaje de regreso. Y por lo que estaba sucediendo en la casa mientras yo no estaba. Yo no podía haber escogido peor momento para ir a la ciudad. Pero entonces no lo sabía.


Iba a tener un niño. El hecho era ese. Podía llamarle feto, embrión, pequeña semilla, proyecto de hombre…. Los nombres no iban a cambiar nada. Si no hacía nada por remediarlo, si la naturaleza seguía su curso, en nueve meses un nuevo ser habitaría la tierra. Eso era una responsabilidad terrible. Pero yo no podía pensar tan a largo plazo. Mis angustias eran mucho más terrenales, más vulgares y sencillas… Ya no había vuelta atrás. El aborto era posibilidad descartada. Pero quedaban muchas preguntas. El siguiente paso debía ser hablar con Yan. ¿Pero y Vinde? Ella también debía saberlo. Un embarazo incipiente puede pasar desapercibido para un hombre, pero ocultarlo a una mujer es más difícil. Pero yo no quería decirlo aún. A nadie. Y eso implicaba evitar que Vinde se enterara por su cuenta y se lo pudiera decir a Yan. Aquello era todo un problema. ¿Cómo podía ocultárselo a Vinde?, pensaba. A Vinde no se le podía ocultar nada. Ella tenía una intuición terrible. Y lo que no intuía, simplemente lo averiguaba. No. Antes de eso debía decírselo yo. Y debía hacerlo lo antes posible. A la primera oportunidad de hablar con ella a solas. En cuanto regresara a la casa. Esa misma noche.

¿Pero tan importante era lo que pensara Vinde? ¿Tanto dependía de su opinión? Era una cría. Era una cría ingenua. Había jugado a ser adulta. Y la vida, la vida de verdad, me venía grande.

Puede que ahora eso parezcan tonterías. Los son. Son tonterías propias de alguien que no tiene nada mejor que hacer. Yo tenía problemas más graves, pero los problemas realmente graves aún no habían ni empezado. Después de salir de la consulta del médico entendí una cosa: si no le había dicho que estaba embarazada a Vinde era porque no quería que ella lo supiera demasiado pronto, porque si ella lo sabía a tiempo podría convencerme para que abortara. Y yo no quería abortar. Quería volver de la ciudad antes de que Vinde lo supiera. Ella tenía un enorme poder sobre mí. Sus comentarios, su aprobación, sus críticas, eran capaces de influir sobre mis decisiones de un modo que yo no podía imaginar entonces. Yo no era consciente de lo que sucedía. Vinde había ocupado el lugar del padre castrador de la teoría freudiana. Yo había estudiado dos años de psicología. Y no había aprendido nada.

Hasta que, de pronto, en el tren que me traía de vuelta a la casa, vi mi rostro reflejado en la ventanilla y me dije: “Ya está bien. No te has ido de tu hogar para eso. No te has peleado con tus padres para esto. Espabila. Tienes que vivir por ti misma”. Fue así de simple: lo dije y me lo creí. A veces uno espera y espera y no pasa nada y luego, en el momento más inesperado, tiene la revelación que tanto había suplicado, tiene la señal por la que había rezado y rezado durante meses o años. Supongo que tal vez la señal ha estado ahí siempre, desde el primer momento, pero nosotros no hemos sido capaces de verla. O tal vez Dios exista, exista y esté dispuesto a ayudarnos. No sé. En cualquier caso aquello era un paso, pero aún faltaban muchos pasos más. Aún estaba en la recta de salida, y, como pronto comprobé, no convenía alegrarse anticipadamente.

Bajé del tren tratando de ordenar mis emociones. Supuse que alguien estaría esperando en la estación. Había llamado para avisar de mi llegada. Uno siempre podía andar las diez millas que separaban la casa de la estación (si se iba por carretera, eran diez más), pero lo normal es que alguien fuera a recogerle. Por muy ocupado que estuviera todo el mundo, siempre había alguien dispuesto a coger el jeep.

Me senté en un banco y esperé. Seguro que más pronto o más tarde vendrían a buscarme.
Media después empecé a sospechar que algo pasaba. Y cuando busqué una cabina y llamé por teléfono, las sospechas dejaron paso a la preocupación.

Me preguntaba qué podía pasar. No suelo ser muy pesimista, pero se me pasaron por la cabeza un montón de posibilidades, cada cual más terrible que la anterior.

Volví llamar. Nada. Sin respuesta. El teléfono sonaba pero nadie contestaba. Aquello era muy serio. Algo grave tenía que pasar. Con el corazón en un puño, decidí hacer otra llamada. Se estaba haciendo tarde. Si no empezaba a caminar pronto, la noche me pillaría a mitad camino. Por la carretera aún se podía caminar, pero la senda resultaba peligrosa por la noche. Pero si quería ir por la carretera, no podía esperar más…

Me concedí cinco minutos. Esperé como puede dando vueltas junto a la cabina. Crucé los dedos y llamé.

Alguien contestó al tercer o cuarto timbrazo, cuando ya casi había perdido la esperanza.

–¿Quién eres? ¿Qué pasa? –Me apresuré a preguntar.

Era Mujuk, un chico que había llegado hacia poco. Él no recordaba quién era yo.

–Veré si alguien puede ir –me dijo. Hemos tenido jaleo –añadió.

En aquel momento, ni remotamente podía imaginar a qué se refería con la palabra “jaleo”.






La policía lo había registrado todo. No se habían llevado nada (excepto algunas pastillas y un poco de marihuana, nada serio), y nadie sabía qué habían venido a buscar. Pero lo habían destrozado todo. Las fotos estaban por todas partes, los libros, los dibujos, todo por el suelo. Habían vaciado los armarios. Habían rajado los colchones… Nos habían tratado como delincuentes. Todos estaban gritando. Protestando. Mientras estaba la policía no podían hacer nada. Los habían llevado a todos al comedor y los habían desnudado y cacheado. Sonia gritaba sin parar que los policías eran unos cerdos. A todas las chicas las habían estado sobando sin disimulo mientras las cacheaban, y algunos policías se habían permitido gastar bromas. Pero lo peor no era eso. Lo peor era que no sabíamos, que no teníamos ni la más remota idea de lo que querían, ni quién les podía haber envidado. Por muchas vueltas que le diéramos, no se nos ocurría pensar que  podían buscar allí.

Tal vez aquello nos tenía que haber puesto en guardia. Tal vez deberíamos haber hablado con otras personas y, entre todos, haber sacado nuestras propias conclusiones. No sabíamos lo que pasaba fuera. No sospechábamos ni remotamente lo que se estaba preparando.




Arreglarlo todo nos llevó un día. Por la noche hablé con Vinde. Ella me entendió mal. Pensó que le estaba pidiendo consejo.

–Yo no te puedo ayudar –dijo secamente.

Traté de explicarle que no se trataba de eso, que no quería su ayuda, que yo ya había decidido lo que iba a hacer.

–Entonces, para qué preguntas –me interrumpió, con un tono que no dejaba lugar a dudas.

“Si estaba enfadada por lo de los policías, la culpa no era mía”, pensé. Y me marché de su habitación sin añadir nada. Su actitud me había herido profundamente, era mi amiga, era mi compañera, mi amante. Me parecía que tenía que ser la primera en saberlo. De los demás podía aceptar su indiferencia o su rechazo, de Vinde no.

De todas formas no quería pelearme con ella. Pensé que mañana estaría de mejor humor y no le di más importancia. Me encerré en mi cuarto. No quise ver a Yan.

“Mañana será otro día para todos”, pensé. Y como no podía dormir, me puse a buscar mi diario (era lo único que no encontraba, pero pensé que aparecería por alguna parte, tirado en el suelo, tal vez medio roto). No lo encontré nunca.

Vinde seguía con un humor de perros. Habían pasado dos días y aún no sabíamos hasta donde nos habían jodido. Todos estábamos compungidos. Cada vez que alguien entraba gritando y maldiciendo al comedor girábamos la cabeza para no verle, como los avestruces que no quieren comprender el peligro que corren. La última mala noticia nos afectaba a todos. Los policías habían dejado los ordenadores, pero se habían llevado el disco duro donde teníamos algunos archivos muy valiosos (valiosos para nosotros, valiosos para sus autores, para la policía no tenían ningún valor). Descubrimos que Philippe, que era el encargado de las copias de seguridad, se había relajado en su trabajo y algunos documentos se habían perdido para siempre. Eso aumentó las tensiones en la casa. Viéndolo en la distancia, nadie tenía derecho a acusar a nadie. Todos faltábamos de un modo y otro a nuestras obligaciones. Pasárselo bien y vivir de acuerdo con nuestros impulsos naturales era parte de la filosofía de la casa. Éramos artistas, músicos, escritores…  No éramos ejecutivos, ni administrativos. No estábamos allí por nuestra productividad. No teníamos la obligación de ser ordenados o metódicos. (Un cierto orden era necesario, pero con hacer lo justo nos conformábamos. Aún más: nos parecía que hacíamos mucho). Nadie tenía derecho a acusar a Philippe de nada, pero varias personas empezaron a hacerlo. Y eso trajo otras acusaciones y así, de pronto, nos vimos todos gritándonos a todos, algo totalmente inconcebible apenas unos días antes, algo que jamás imaginé que vería en la casa.

Al final la cosa se calmó. Cada uno trató de arreglar la situación como pudo. Yo entendía que Otto, a quien le habían roto varias marionetas (nunca entenderé por qué), pudiera estar muy enojado. Y entendía el enfado de Sonia y de todas las demás. Pero pelearnos entre nosotros no solucionaba nada. Así que me ofrecí a ayudar a Otto con sus marionetas y a Philippe con el ordenador. Y por un momento me olvidé de Vinde. Aunque no podía entender porqué, en mitad de la pelea, había atacado furiosamente a Rosaura culpándola de todo lo que había pasado. Le había llegado a decir algo como: “Ves, eso es lo que trae tu maldita propaganda”. Y yo, lamento decirlo, no salí en su defensa. No quería enfrentarme directamente a Vinde y tampoco me caía especialmente bien Rosaura, a la que siempre había visto muy pretenciosa y mediocre. Pero pese a mi opinión personal sobre ella sabía que Vinde no tenía ningún derecho a atacarla. Porque lo del reportaje no había sido idea suya (aunque ella lo hubiera apoyado), porque al final ella misma había estado entusiasmada con el reportaje (como todos) y porque, para acabar, no sabíamos que relación podía tener este registro con el reportaje. De hecho, lo más lógico era pensar que tal vez fuera una casualidad. Aunque todos, hasta el más ingenuo, comprendíamos por entonces que, definitivamente, aquello no había sido una buena idea.

Aquella discusión fue algo más que una simple pelea. Vinde se encerró en su taller. Los demás, entre los que me incluyo, intentamos hacer como si nada hubiese pasado. Yo tenía pendiente hablar con Yan. Pero decidí que ese no era el momento.

En su lugar hablé con Sonia. Era, en cierto sentido, mi pareja desde hacía varios meses. En su cama, había pasado algunas noches frías de invierno. Y en los últimos días su cuarto se había convertido en una especie de refugio, de puerto franco, de lugar donde bajar la guardia y descansar.

Supongo que era la solución más fácil. Evitaba a Yan. Pero Yan tampoco hacía mucho por venir a verme. Él también había sufrido la humillación de ver todo su laboratorio patas arriba. Había perdido bastantes negativos. Estaba enfadado y no tenía tiempo para nadie.

Vinde también parecía haber perdido el interés por mí. En realidad parecía haber perdido el interés por todo el mundo.

Casi siempre estaba metida en su taller. Pero nunca enseñaba su trabajo.

Aquello fue la gota que colmó en vaso. No lo decidí de un modo racional, consciente. Pero me dije a mí misma que, a partir de ahora, Vinde ya no tenía ningún lugar especial en mi vida.

En su lugar se lo conté a Sonia.

Ella ya lo sospechaba. Me digo que era mejor no decirle nada a Yan. Al menos por ahora. Yo sé que, en su opinión, lo que pensaba hacer era una tontería. ¿Se podían criar hijos en la casa? ¡Desde luego! Yo no era la primera embarazada, ni sería la última. En ese momento había cuatro niños en la casa. En otros años habían llegado a haber hasta once. Pero casi ninguno había nacido allí. O bien habían llegado después o bien su madre se había ido al hospital de la ciudad a tenerlo.

Sus palabras me hicieron pensar en algo que yo aún no me había planteado. Durante todo este tiempo había tratado de pensar a corto plazo. A no preocuparme por el futuro y tratar de vivir el presente. Pero ahora la situación era distinta. Mi futuro ya estaba ahí dentro. Creciendo lentamente… Nueve meses parecían mucho. Pero había mucho por decidir.
Y la primera decisión era: ¿Dónde quería que viviera mi hijo?

Supongo que debí consultar el tema con otras personas. Vinde tenía mucha más experiencia que yo. Pero no le dije nada más.

No fui a buscarla a su taller. No quise ni pensar en ella. Entonces no entendí lo que le pasaba. No podía entenderlo. Ahora sé que Vinde tenía problemas. Que tenía problemas peores que los míos. Ella era una de las pocas personas, o tal vez quizá la única persona que realmente sabía que buscaban los policías.









Acababa de recibir la noticia y estaba excitada. Aquello no me parecía creíble. Otra vez pasaba lo mismo. Pero esta vez no era una posibilidad remota sino una certeza.

 “Seguro que vuelven a llamar y me dicen que todo ha sido un error”, pensaba. Pero el teléfono no sonaba. Todavía no comprendía lo que aquello supondría. Ni quería pensar en ello. La llamada en sí ya era sorprendente. Y yo quería compartir mi alegría con Yan y con Vinde.

Pero ninguno de los dos aparecía por ninguna parte. Así que al final tuve que conformarme con Sonia.

Ella se alegró sinceramente. Pero yo seguía necesitando a Yan y a Vinde.

Por la noche pensé que aparecerían en el comedor a la hora de la cena, pero no fue así. Volví a preguntar si alguien los había visto, pero nadie sabía nada. Lo único que pude averiguar fue que Annika y su marido tampoco estaban, y que tal vez se habían bajado al pueblo con ellos.

Aquello era una explicación bastante insatisfactoria, pero era la única explicación que entraba dentro de lo normal, de lo factible, de lo intrascendente.
Finalmente, cerca de medianoche, vi llegar un coche. No era nuestro jeep, ni tampoco era el coche de Andreu, pero reconocí inmediatamente sus voces en la oscuridad. Vinde y Yan habían bajado del coche, que se había ido al momento, y caminaban por la senda hacia la casa. No podía verlos. No llevaban ninguna linterna. Los reconocí porque venían discutiendo en voz alta. Ellos tampoco podían verme (yo estaba a unos metros de la casa, en el prado). Por eso venían gritándose. En cuanto notaron que había alguien cerca se callaron de golpe.

Salí de la casa pensando que volvería antes de dos semanas. Era mi segundo viaje en menos de un mes. La entrevista salió bien (yo, en cierto modo, hubiera preferido que saliera mal). ¿Cuándo salía de la casa, sabía lo que significaba aquello? Sí. Lo sabía. Trataba de engañarme diciendo que, en todo caso, sólo sería un trabajo temporal. O en el mejor de los casos algo esporádico, que podría compaginar perfectamente con mi vida actual. Yo no sabía qué habían visto en mí. Por teléfono me habían comentado que mis fotos les habían parecido muy originales. Era la primera vez que oía esa palabra referida a mí, a un trabajo mío. Yan, Vinde, todos hablaban mucho de ser originales. Pero todos estaban todo el rato copiándose entre ellos, o robando ideas de otros artistas muy anteriores a ellos, que ya llevaban siglos muertos. Y por lo que yo sabía, todos los artistas, hasta los más consagrados, hacían lo mismo. Yo devoraba todos los libros de arte que caían en mis manos. Sabía que Rubens copiaba a Tiziano, que Remblandt copiaba a Caravaggio, que Otto Dix había copiado a Carlo Carra, que Monet había copiado a Giorgione, que hasta el mismo Miguel Ángel había copiado a Luca Signorelli, o por lo menos había visto su Juicio Final y lo había tenido en mente al pintar el suyo. Así que la originalidad era algo que no existía. La originalidad era simple ignorancia. Bastaba excavar un poco, bastaba rastrear los archivos y las bibliotecas, para ver que alguien antes ya había hecho lo que tú hacías (o al menos lo había pensado hacer).

Pese a todo me sentí halagada. Como después, cada vez que uno de mis proyectos ha sido calificado de original por un crítico, me he seguido sintiendo halagada. Me sentí secretamente halagada cuando en una prestigiosa revista definían mi proyecto anti-moda como original y provocativo, cuando yo sólo había hecho para un suplemento de moda (esa fue la idea inicial, aunque luego de allí salió un trabajo de todo un año) lo que cualquiera de nosotros hacía en cualquier fiesta de la casa.  Sustituí a Kevin, a Otto y a Krajina por modelos profesionales y les fui poniendo o quitando ropa según me convenía. Esa había sido toda mi originalidad. Y pese a todo me lo creí. Me creí que era mejor que el resto. Aunque por suerte el éxito no se me subió a la cabeza. Incluso en los mejores momentos, yo pensaba que la razón por la que seguía haciendo fotos era porque la fotografía era mi manera de esconderme. Porque detrás del objetivo yo no era nadie. Nadie se fija en el fotógrafo. Va, viene, se mueve entre la gente, pero no está dentro, no participa, no es parte del grupo. Así que eso era como un disfraz. O como dejar de ser yo misma. Dejar de pensar y sentir y tener que cargar con mi memoria. Cuando cogía una cámara me convertía en un ser pasivo, que no opinaba ni actuaba, que no tomaba partido ni por unos ni por otros. Detrás de la cámara yo calculaba, encuadraba y disparaba. Y todo se reducía a eso, a cuatro o cinco maniobras elementales. Detrás de la cámara yo no tenía que hablar. Y por tanto me resultaba más fácil estar callada.

Con los años he aprendido a perdonarme. Por lo que soy y por lo que no puedo ser. He descubierto que soy tan vanidosa como cualquiera. He descubierto que me gusta que me reconozcan y me adulen. Que me pidan consejo. Que los fotógrafos jóvenes me muestren su admiración. Pero creo que durante todos estos años he podido conservar algo de sentido común, de sana desconfianza, de ironía. Y eso se lo debo a Vinde, sobre todo a Vinde.

Todo esto era absolutamente imposible aquella mañana que salí de la casa. Que me senté en un vagón del tren y me puse a contemplar un paisaje ya familiar. Y mientras miraba sus bosques, sus ríos, sus lagos, sus campos, sus granjas y sus pueblos, recordaba mis viajes en ese mismo tren con Vinde y con Yan, recordaba sus bromas, el juego al que jugamos Vinde y yo en nuestro viaje a la ciudad, aquel mes de octubre de hacía menos de un año pero que ahora me parecía tan lejano, como de otra época de mi vida. Aquel viaje… Mi único viaje con Vinde, dos días y una noche fuera de la casa, en la ciudad, comprando productos químicos y repartiendo revistas y catálogos, las dos juntas y solas pero sin tocarnos, sin compartir cama, y pese a todo yo tan feliz de estar con ella, sintiéndome tan dichosa de compartir mi tiempo con ella… Y luego la vuelta en el mismo tren, el regreso cansadas y satisfechas… Y el juego, nuestro juego particular, un juego tonto, para entretenernos en el tren… Mirábamos la llanura y decíamos: Kandinsky, mirábamos las montañas y decíamos: Derain, mirábamos al cielo y decíamos: Turner, así todo el rato… Un juego tonto, sí, tan tonto, tan alegre, tan extraordinario… Uno de esos momentos de complicidad total, de risas y miradas francas, de caricias sutiles con los ojos. Y yo no lo valoré entonces. No le di importancia. Aquellas horas perdidas en el tren con Vinde me parecían momentos agradables, no especiales (especiales serían, me decía yo, me imaginaba yo, las noches con ella, y las largas mañanas en su cama, desperezándonos juntas, riéndonos…), pero ahora sé que eran momentos magníficos, maravillosos, únicos e irrepetibles. Uno nunca valora lo que tiene hasta que lo pierde.
Un viaje y otro viaje… Otra anécdota aparentemente insignificante… En el viaje que hice con Yan, mientras tomaba fotos a través de la ventanilla, pasamos junto a las ruinas de un viejo monasterio y yo no pude sacar una buena foto y él se rió y me dijo: “No te preocupes: te cansarás de hacer fotos de este sitio”, y entonces, en ese momento, aquellas palabras me parecieron absolutamente ciertas. Ni por un momento se me ocurrió pensar que aquel era uno de mis últimos viajes en ese tren y que nunca haría fotos de aquel monasterio, ni de ningún otro sitio de aquella comarca, que nunca volvería a la casa, a mi ciudad, a mi país, a mi patria y mi hogar.

¿Y cómo iba a pensarlo? Ni cuando me marchaba de la casa, con la maleta bien llena, con un minúsculo ser creciendo en mis entrañas y muchos planes y proyectos en la cabeza, lo pensaba. Aquel día mi futuro no estaba en la ciudad, ni en un país extraño, estaba en un valle perdido, mi valle, entre la hierba y los helechos, entre las rocas, las vacas, las gallinas, el barro y los charcos… No entre las estaciones, las avenidas, los taxis y los despachos. Había ido allí porque alguien había llamado preguntando por mí. Pero yo aún creía que todo había sido un malentendido.

Pero fui. Volví a entrar en una oficina, pero está vez aquello no era una excusa para mis padres, ni una manera de encubrir otro problema. No. Aquello iba en serio. Esa impresión la tuve desde el principio. Y sabía que oportunidades así no se presentan todos los días.
Llegué al periódico con mis fotografías, mis ideas, mis dudas y mi vientre en crecimiento (eso no lo sabían ellos, si lo hubieran sabido tal vez mi futuro hubiera sido otro, el previsto, el que yo suponía que debía ser). No sé qué esperaban de mí. No sé qué hice bien o qué hice mal, pero les gusté. O les gustaron mis ideas. O les gustaron mis fotos. O cualquier otra cosa posible. Lo cierto es que me encargaron un reportaje. Y yo lo hice. Y les volvió a gustar. Y todo se repitió otra vez, para sorpresa mía, que observaba perpleja el giro que estaba dando mi vida sin intervenir, como si mi vida fuera una cosa ajena a mí misma. Yo hacía fotos. Las entregaba. Cobraba un cheque. Hacía más fotos. ¿Cuántas fotos? ¿Cuántos cheques? Empezaba a perder la cuenta. Mi vida se estaba acelerando. Por dentro todo cambiaba. Por fuera todo cambiaba. Mis antiguos hábitos, los hábitos normales de la casa, eran totalmente incompatibles con mi nueva vida. Tuve que volver a ver a mis padres. Tuve que postergar muchas veces mi vuelta a la casa. Llamaba por teléfono a Vinde cada dos o tres días. Pero no fui capaz de decirle nada. Tampoco le dije nada a Yan. Todo pasaba  muy rápido. 

Varias veces pensé que Yan tenía que saberlo. Para cuando volviera a la casa, el embarazo sería evidente, así que era mejor que lo supiera antes, aunque fuera por teléfono. “La semana que viene”, me repetía. “La semana que viene le llamo y se lo digo”, me prometía. Sabiendo bien que iba a incumplir mi promesa.

Lo cierto es que cada vez tenía menos ganas de decírselo. La imagen de Yan-padre se iba esfumando por momentos. Por un instante había fantaseado con esa idea. Me había preguntado cómo sería que los tres formáramos una familia. Ahora empezaba a ver las cosas de otra manera. Empezaba a ser más sensata.

Y además había algo que no me podía quitar de la cabeza. La casa ya no era lo que había sido. El asunto de la policía nos había afectado a todos. Pero muchas veces recordaba esa extraña discusión que escuché entre Vinde y Yan. Nunca les pregunté de dónde venían y creo que ellos no llegaron a saber que yo les había escuchado. En realidad no lo escuché todo. Sólo entendí algunas frases sueltas. Y en concreto una frase me dejó muy intrigada. “No la metas en esto. Ni se te ocurra”, había gritado Vinde. Era una orden. Una orden a Yan que no admitía replica. Luego ellos me vieron moverme y se callaron. No me reconocieron, porque yo me alejé a toda prisa, pero comprendieron que alguien les había estado oyendo. Un rato después nos encontramos en el comedor. Yo disimulé. Ellos también. Si llegaron a imaginar que era yo quien les había visto llegar, no me dijeron nada, ni entonces ni después. Yo decidí olvidar aquel asunto. Otro recuerdo más que encerraba en el armario que nunca debía abrirse. Todo siguió como siempre. Pero, no sé porqué, pero cada vez estoy más convencida de que aquella orden de Vinde se refería a mí.

Pese a todo no quería cortar con la casa. El hilo que me unía a ella era más fino, pero yo aún no estaba dispuesta a romperlo. Aún pensaba que iba a volver pronto. Pero no sabía si aquel regreso sería una despedida, un volver para marcharse por la puerta de atrás, huyendo, con vergüenza. “Yo no soy de esas”, pensaba. Pero también pensaba en la vuelva a la ciudad, en mi hijo, en mi trabajo, en lo que había empezado como una simple manera de pasar el tiempo (coger una cámara me pareció más fácil que coger un pincel o una guitarra, eso fue lo que me decidió y en esa primera decisión Yan no tuvo nada que ver), y se había convertido en un trabajo. En un trabajo, que entonces, recién llegada como era, me parecía fascinante. El mejor trabajo del mundo.

Cuando tenía tiempo libre, devoraba libros de fotografía. Incluso pensé en continuar con mi carrera. Y luego hacerme reportera de un periódico. Tenía muchos planes. Pero, sinceramente, ni la casa ni nadie de la casa entraban en ellos.

Lo que nunca imaginé es que fuera a pasar aquello.

El contragolpe me pilló en un aeropuerto. Estaba fuera, por los pelos. Pero no paraba de pensar en los que estaban dentro. Me había retrasado dos días según lo previsto. Esos dos días decidieron que yo iba a vivir mientras otros iban a morir.

No puedo contar más. Ni puedo ni quiero. Los periódicos ya lo han contado. Los periodistas, los presentadores, los políticos, los que escriben libros sin haber pisado nunca la tierra de la que hablan, ni haber pasado nunca por ninguna celda, ni por ningún hospital, ni por ningún asilo ni ningún manicomio, ni haber hecho otra cosa que escuchar a otros que sabían tan poco como ellos, esos ya lo han contado. Lo han contado mil veces y lo van a seguir contando. Lo contarán como se lo aprendieron, sin cambiar una línea. ¿Para qué voy a contarlo yo? Aparte de dolor, no voy a sacar nada.

Sí. Todo o casi todo es mentira. Y la mayoría de las mentiras son mentiras asquerosas, mentiras voluntarias pensadas para hacer daño. Para humillar y destruir la memoria de lo muertos. ¡Pero si están muertos! ¿Qué daño les pueden causar ya? En vida eran casi inofensivos. Después de muertos no son nada. No existen. No pueden protestar.
Sí. Ya lo sé. Quedo yo. Quedamos algunos. Pocos. Los que tuvimos suerte. Pero nadie quiere oírnos. Y menos ahora, cuando todos dicen que hay que olvidar el pasado. ¿Olvidar? Eso es fácil de decir. Yo llevo media vida intentándolo y aún no lo he conseguido.

Durante mucho tiempo me dije que algún día hablaría de aquello. Y cuando empecé a escribir esto pensé que había llegado el momento de hacerlo.
En realidad yo no quería escribir nada sobre mí, ni sobre Yan, ni sobre Vinde. Solo quería escribir sobre sus fotografías y sus esculturas. Sobre los que estuvieron allí y no están en los museos. Y también sobre los que están y tal vez deberían dejarles sitio a otros que tuvieron menos suerte que ellos.

Yo no quería escribir lo que he escrito. Pero ahora que lo escrito siento que no puedo destruirlo. Eso está ahí. Aunque nadie lo lea (tal vez sea lo mejor).

Todo lo que yo digo es verdad, la verdad que yo viví, que es sólo una pequeña parte de la verdad. Mi mano ha llegado más lejos de lo que yo hubiese querido llegar. Ha escrito cosas que hubiera preferido no tener que recordar. No se lo he podido impedir. Pero, ahora que ya termina, me siento aliviada. He aligerado el peso de mi cruz. Pero sigo caminando hacia el calvario.

Bueno. Yo me quedo donde debo estar. Me bajo. Que sigan sin mí.

¿Venganza? ¡para qué! ¡Ahora! Ahora ya no hay venganza posible.

La verdad… Sí. La verdad.

 ¿Pero de verdad importa? ¿De verdad la verdad ha importado alguna vez? Allí están sus mentiras. En la televisión, en los periódicos, en las bibliotecas y las escuelas…

Esas mentiras son la verdad. Esas mentiras son las que escriben la Historia.







NOTA AL LECTOR
(Por Sebastián Larsson)







Este texto y otros más aparecieron en unos cajones en el despacho de mi madre. Eran cajones viejos. Estaban cerrados con llave y la llave se había perdido. Entre los recuerdos de mi infancia me veo jugando a intentar abrir esos cajones. Para mí siempre constituyeron un misterio, pero nunca pensé que tuvieran nada de valor. Cuando más tarde, de adolescente, le pregunté a mi madre por su contenido, mi madre me dio largas y dijo que no merecía la pena llamar a un cerrajero por ellos. No me acabé de creer sus excusas, pero me olvidé de los cajones. Y no volví a pensar en ellos hasta después de su muerte.

Resultó que mi madre había conservado la llave durante todo este tiempo. La tenía junto a algunas cosas de valor, con lo poco de valor que tenía en casa. En cuanto la vi supe que era la llave que estaba buscando. Y corrí a abrir los cajones con más entusiasmo que temor (el temor lo sentí luego, un temor emocionado y benévolo). Encontré más de lo que yo esperaba encontrar. Además de muchos papeles (quizá algún día salgan a la luz), encontré sobres con fotografías, con muchas fotografías de todo tipo. Y por primera vez pude ver el rostro de mi padre.

Mi madre nunca me había dicho nada de él. Nada en absoluto. Ni su nombre.
Supe que algunas fotografías que tenía mi madre eran de él (ella misma lo había escrito en el reverso), otras sé cierto que son de mi madre. Otras son de origen incierto por el momento (están en buenas manos, tal vez aún día puedan acompañar a este libro). Tampoco están identificados aún todos los personajes retratados, pero sí tengo una idea general de sus identidades. En algunos casos hay algunas anotaciones que ayudan. No sé quién las hizo. La letra no se corresponde con la de mi madre. Muchas veces no son más que un par de iniciales o un nombre de pila. En otras ocasiones el nombre es un simple mote. Algunas fotografías tienen unos extraños códigos en el reverso. Son letras y números sin un orden claro. Son anotaciones inquietantes, sobre todo porque esas fotografías estaban guardadas en un sobre aparte y en ellas hay rostros y figuras remarcadas en círculos y señaladas con flechas y asteriscos. Las señales están hechas con el mismo rotulador o bolígrafo negro con el que también se escribieron los códigos del reverso. No sé cuál es el sentido de estas fotografías. Tal vez sólo son pruebas de laboratorio. En ese caso las anotaciones no tienen nada especial, son simples anotaciones de carácter práctico. Pero si es así, ¿por qué las conservó mi madre? Tampoco he podido reconocer a ninguno de los retratados. La situación actual, por desgracia, obliga a obrar con cautela. En cuanto sea posible cotejaremos toda la documentación adecuadamente.
No me resta más que añadir. He procurado dejar este texto tal como lo escribió ella. No sé cuando lo escribió ni cómo sacó fuerzas para hacerlo (me imagino que debió ser muy duro para ella). Puedo tener una idea aproximada por un dato que indica al principio: la cinta de video con el documental sobre un famoso director que le llevé a su estudio. Lo cierto es que desde ese momento hasta su muerte pasaron más de cinco años. En esos cinco años yo no tuve la menor idea de la existencia de este libro.

Es muy probable que esto no fuera más que un borrador. En todo caso sé que intenciones tenía mi madre al escribirlo. Ella misma lo dice: que lo lea yo y que yo decida qué hacer con él. Pues bien, he decidido publicarlo. Publicarlo con los menores cambios posibles. Algunas partes del texto tenían erratas e imprecisiones, propias de una escritura apresurada. Ella no lo revisó, tal vez por no sentir la tentación de destruirlo (esto es pura especulación). Por eso he tenido que hacer algunas correcciones, pero han sido sólo las estrictamente necesarias. No he añadido ni censurado nada. En todo caso, sólo se han cambiado algunos nombres, para no perjudicar a los mencionados. Ella lo guardó en un cajón pero conservó la llave. Por el motivo que fuera no llegó ha enseñárselo a nadie (he hablado con algunas personas de confianza: ninguna sabía nada). Ni tampoco me lo enseñó a mí. Pese a todo creo que debo publicarlo, que debo dar a conocer esta historia, la historia de mi madre y la historia de aquella casa y de todos los que vivieron allí. Tal vez no sea lo que algunos lectores esperen. Tal vez sea mucho más de lo que otros quisieran saber.

He respetado el título original de mi madre. Evidentemente mi intención es, en cuanto sea posible, buscar en los archivos de la policía. Tal vez aquel diario que escribió mi madre aún existe, y haciendo honor a su nombre, está perdido en algún viejo almacén. O tal vez fue destruido al ver que no tenía el menor valor como prueba de ninguna clase.

La historia oficial ya está escrita. Ella misma lo dijo. Y tal vez escarbar en el pasado sea contraproducente. Tal vez lo mejor sea olvidar lo que paso y seguir viviendo como si nada.  Pero siento que los perdedores se merecen algún consuelo. Y los inocentes más todavía.

No voy a entrar en detalles. Ni es mi intención juzgar a nadie. He estado toda mi vida tratando de saber quién era mi padre.

Mi padre ni siquiera supo que iba a tener un hijo.

                                                         

Sebastián Larsson