martes, 3 de diciembre de 2013
PRIMER PREMIO.
(NOVELA)
Puse la tele a mediodía y estaban haciendo uno de esos asquerosos documentales de animales. La apagué. Leí un rato. Escribí. A la hora de cenar volví a poner la tele y estaban haciendo uno de esos asquerosos resúmenes de fin de año. Faltaban tres días para Nochevieja y todos los programadores de televisión estaban empeñados en recordarnos todas las desgracias acontecidas en el último año. Me vestí y salí a la calle. No se cómo acabé en el restaurante donde trabajaba Laura, la amiga de mi sobrina. Entré a cenar. No sabía si estaría ella pero nada más entrar la vi y me vio. Me senté lejos de la barra y pedí la cena.
(...)
http://herederosdelkaos.blogspot.com.es/2013/10/primer-premio-por-alfonso-vila-frances.html
EL HONOR ES COSA DE RICOS
ALFONSO
VILA FRANCÉS
–Señora Loreen. Súbase usted la falda…. Se la sube usted o
se la subo yo…
Mi madre dejó de reírse, desconcertada. Su cara cambió tan
rápido como cuando papá soltaba uno de sus gritos repentinos.
Durante una minúscula fracción de tiempo había pensado que
el señor Hasp bromeaba. Pero era evidente que el señor Hasp no bromeaba.
Hasta yo notaba la presión de su mirada sobre mis parpados,
notaba como mis ojos querían cerrarse, como mi cuello se inclinaba dócilmente,
como las manos buscaban el contacto de las mejillas, como las piernas se
acartonaban y se retraían sobre mi vientre. Pero esta estrategia no me iba a
servir. Podía hacerme una bola de grasa y esperar el puntapié de papa. Podía hacerme
un ovillo de piel gruesa y no dejar pasar las lágrimas y los ruidos. Pero nada
de esto me iba a servir para enfrentarme al señor Hasp. Y todo era cuestión de
tiempo, de muy poco tiempo.
Entonces el señor Hasp dejó el vaso de vino sobre la mesa.
Lo golpeó con tanta fuerza que no sé como no lo rompió. Inmediatamente después,
se levantó de un salto, dio dos pasos rápidos y se plantó delante de mi madre. No
volvió a repetir su orden. Pero la miró de una forma tan feroz que mi madre
retrocedió y retrocedió hasta que su silla se inclinó tanto que de golpe cayó
al suelo. Sus piernas quedaron abiertas y la falda se le subió hasta más arriba
de las rodillas. Lo que pasó a continuación me atemorizó más que cualquier otra
cosa… Mi madre se quedó quieta en el suelo, miró al señor Hasp y estalló en una
carcajada descomunal. Jamás había visto reírse así a mi madre. Era una risa que
me atravesaba la carne y se me clavaba directamente en el corazón. Era como una
fecha con punta envenenada lanzada por un indio a tu espalda. Estabas muerto en
un segundo. Me quedé tan paralizado que
lo siguiente que recuerdo es al señor Hasp dándome un tirón en la oreja y
sacándome de la cocina a rastras mientras no paraba de reírse con una risa que
se juntaba a la risa de mi madre pero no se confundía con esta. Era como si mi
madre se encargara del instrumento principal y el señor Hasp le hiciera el
acompañamiento. Pero la puerta se cerró con violencia y las risas pararon. De
pronto no había más que la puerta cerrada y el porche desvencijado y desierto. Me
puse a dar vueltas por el jardín, y al doblar la esquina me encontré a mi padre
serrando madera. Levantó la cabeza y me miró.
–¿Dónde vas, vaquero?
Recordé que llevaba puesto el disfraz de vaquero que el
señor Hasp acababa de regalarme.
Mi padre bajó la cabeza y siguió serrando. Estuvo serrando
hasta que el coche negro del señor Hasp desapareció colina abajo.
Tiré la cartuchera, la pistola y el sombrero al estanque.
Los pantalones y la camisa no me los podía quitar porque no tenía nada que
ponerme.
Mi madre abrió la puerta y salió a barrer el porche, como
todas las tardes antes de cenar.
Luego nos llamó a gritos.
Papa y yo entramos y nos sentamos a la mesa.
Esa noche tocaba puré de patatas con carne. Era una carne
que no había comido antes. No sabría decir si de vaca o de cerdo, o puede que
cordero. La verdad es que estaba muy buena.
Mi padre salió a tomarse unas cervezas al porche. La noche
era clara y agradable.
Antes de acostarse vino a la habitación y me dejó el
sombrero vaquero, al cartuchera y la pistola. Los había sacado del estanque y
los había lavado y secado.
–¿Estás despierto, hijo? –le escuché decir en la oscuridad.
No contesté.
Se sentó un momento en la cama. Me asusté. Mi padre nunca se
sentaba en mi cama.
Por suerte se fue al momento.
La noche fue muy silenciosa. De madrugada me levanté y me
acerqué a la puerta de su dormitorio. Mi padre roncaba como siempre.
A medio día, mientras ayudaba a mi madre a hacer galletas,
ella de pronto me miró con esa cara de preocupación que usaba cuando quería
preguntarme algo que sabía perfectamente que yo no podía responderle y murmuró:
–Sabes, hijo, el honor es cosa de ricos.
No añadió nada más.
Y yo me quedé con ganas de decirle que ayer por la noche
papa también me había llamado “hijo” y que eso me había parecido tan extraño
que pensé que por la mañana no iba a estar en casa y no lo íbamos a ver ya más.
Pero mi padre estaba en el campo y vendrá a la hora de comer, tan puntual como
siempre. Y yo sentiría un extraño deseo de abrazarlo, de tocar su cuerpo sucio,
de notar su olor a estiércol, a sudor, a heno y a tierra seca, pero no me
movería de mi silla. Ni levantaría demasiado la vista al comer. Porque todo
debía ser normal. Tan normal como siempre. Mis padres volverían a gritarse otra
vez. Volvería a aparecer el coche negro del señor Hasp y yo volvería a tener
otro disfraz o un tren eléctrico o puede que hasta una bicicleta. Todo eso lo
imaginé mientras miraba la mano llena de harina de mi madre. Eran muchas cosas
en mi cabeza. Y eso era porque estaba haciéndome un hombre y empezaba a tener
la cabeza tan llena de cosas como la tienen los hombres. Me hubiera gustado
contarle todo esto a mi madre pero me limité a ayudarle con las galletas. Mi
padre casi nunca hablaba. Mi tíos y mis primos mayores tampoco. Un niño deja de
ser un niño cuando comprende que las cosas que llenan su cabeza son cosas de
las que no hay que hablar.
La próxima vez que viniera el señor Hasp iría a serrar con
mi padre. Tenía un buen montón de troncos en el establo. Él no lo decía, pero
un poco de ayuda no le vendría nada mal.
(foto del autor)
domingo, 10 de noviembre de 2013
COMIENZA LA TEMPORADA OTOÑO-INVIERNO, II
APLAUDAMOS A LOS INTRANSIGENTES Y MATEMOS
A LOS SENSATOS (LA SEGUNDA REPÚBLICA Y LA GUERRA CIVIL. UNA APROXIMACIÓN)
¿Exagerado?
Veamos lo que dice Gabriel Jackson en su libro “La república española y la
guerra civil”:
Gil Robles hizo caer al gobierno en marzo por su negativa a
aceptar la conmutación de las sentencias de muerte contra los dirigentes
asturianos, la prensa monárquica lo alabó por su intransigencia. A principios
de mayo la CEDA volvió a formar parte del gobierno, esta vez con el propio Gil
Robles como ministro de Guerra, mientras los monárquicos le acusaban de
traición por haber “aceptado” la república.
Bien. Vamos por
partes… ¿Quieres eran los dirigentes cuyas condenas Gil Robles no quería
conmutar? ¿Peligrosos revolucionarios, asesinos despiadados de curas
indefensos? No. Eran dos diputados socialistas que si se habían destacado en
los sucesos de Asturias era por todo lo contrario, por su humanidad, por su
moderación, por su prudencia. González Peña, como miembro del comité
revolucionario que se formó cuando los mineros y obreros sublevados tomaron
Oviedo, se encargó, con grave riesgo personal, de evitar las ejecuciones de
detenidos, de tratar de convencer a sus camaradas de la necesidad de una
rendición pactada (por lo que fue acusado de cobardía y casi condenado a muerte
por sus propios compañeros) y de impedir que los mineros volaran la catedral
con la dinamita que habían traído de las minas. Él mismo dijo en su defensa que
“Había salvado la vida a cien guardias de asalto y guardias civiles” y era
cierto, si bien pese a todo hubo algunos fusilamientos de curas y policías,
pero muchos menos de los que la propaganda de derechas hizo creer. Teodomiro
Menéndez había tenido un papel más reducido: su único delito había sido
intervenir en la defensa y protección de los detenidos por los revolucionarios,
logrando que algunos de ellos fueran trasferidos a casas particulares “en
calidad de detenidos”, pues pensó que allí estarían más seguros, como de hecho
así era. Por todo esto el gobierno de Lerroux y Gil Robles ( y sobretodo el
tribunal militar que los juzgó) los consideraba tan peligrosos y culpables como
el más peligroso y culpable de los revolucionarios. Para las derechas españolas
no había ninguna diferencia entre intentar salvar a un cura o un policía,
evitar incendios, destrucciones, violaciones y saqueos y hacer todo lo
contrario. Ambos delitos merecían la misma pena.
(...)
(...)
(PRÓXIMAMENTE EN JOTDOWN)
jueves, 31 de octubre de 2013
Algunas consideraciones sobre el viejo vicio de escribir...
Cojamos a dos
escritores cualquiera, dos escritores de aquí, de casa, de los de los buenos
tiempos. Hagámosles la pregunta del
millón…
ANTONIO BUERO VALLEJO: Sólo sé que necesito expresarme
escribiendo y que necesito comunicarme con los demás de ese modo. Después creo
saber también que escribo para plantear problemas, para buscar verdades, para
abrir ojos, para ayudar, para criticar; para otras muchas cosas…
MIGUEL DELIBES: Llega un momento en que escribes como
un deber hacia los demás. Al principio, no. Escribes con la ilusión de comerte
el mundo, de hacer algo importante, la gloria, etc. Necesito escribir pero no
soy feliz escribiendo, salvo algunos días.
¿Escribir como deber?
¿Escribir por placer? ¿Escribir para los demás? ¿Escribir para uno mismo? Delibes
va más lejos…
… La felicidad, si podemos emplear ese término, no llega
hasta la última redacción, hasta la definitiva, cuando aquel magma confuso que
te ha costado quebraderos de cabeza, vigilias, va aproximándose a aquello con
lo que soñabas. Y, entonces, esas horas dedicadas a la obra, esas últimas
horas, sí te proporcionan un cierto estado de felicidad. Pero hasta llegar ahí,
no. Y, por supuesto, no en todas las ocasiones.
Cuando leí estas palabras
pensé inmediatamente en Truman Capote y su famosa frase: “A quien Dios le da un
don le da también un látigo y ese látigo es únicamente para autoflagelarse”. Y
pensé sobretodo en esa segunda parte, en el verdadero sentido del látigo. Uno no
escribe contra los demás. En la mayoría de los casos, uno escribe contra sí
mismo.
Ejemplos terribles de lo que
supone escribir los tenemos por todas partes. Pero lo sorprendente, lo que
resulta sorprendente para alguien ajeno a la literatura y a cualquier trabajo
creativo, es el hecho de que los individuos que padecen estos sufrimientos,
muchas veces no sólo no hacen nada por evitarlos, sino que incluso los buscan. “Toda
buena literatura es nadar bajo el agua y contener la respiración”, decía Scott
Fitzgerald. Nadar bajo el agua y contener la respiración es emocionante, hasta
que a uno le empieza a faltar el oxigeno. Y el mérito entonces no es salir a
toda prisa hacia la superficie, sino tratar de aguantar el mayor tiempo posible
bajo el agua. Pero eso es un trabajo inútil. Y por tanto la literatura siempre
está abocada al fracaso, porque al final todos nos rendimos. O eso o
simplemente nos ahogamos. Él dice “tratar”, porque el intento es algo de por sí
valioso. Con sólo intentarlo ya se merece uno el título de escritor. Lo demás,
obcecarse en aguantar en el fondo, es suicida. Pero el mundo está lleno de
escritores suicidas. Suicidas en la vida y suicidas en la literatura.
Por suerte algunos se lo toman
con sentido del humor, como Enrique
Vila-Matas cuando nos confiesa a través de su alter ego literario: No sé por qué
extraña razón me convencí de que para ser un buen escritor había que estar
completamente desesperado. Pero debajo de la ironía de estas palabras está
un convencimiento profundo por parte de toda una serie de generaciones de
escritores que arrancan en el romanticismo y que consideran que del dolor se
puede sacar mayores enseñanzas y es una materia literaria más valiosa que el
placer o la simple y doméstica felicidad. Su lema, “vive mal para escribir
bien” no podía ser más claro.
Naturalmente existe otro grupo de escritores. Los que
pretender llevar una vida normal y sufren terriblemente cuando no lo logran,
como Kafka queriendo casarse para ganarse un lugar en la sociedad y en la
familia y al mismo tiempo rebelándose violentamente contra lo que el matrimonio
supone. O como Sándor Nárai tratando de salvar su matrimonio y de vivir de su
trabajo como periodista pero al mismo tiempo pensando que La escritura no es
una tarea para una persona sana, un persona sana es una persona que trabaja
para acercarse a la vida, mientras que un escritor trabaja para acercarse a las
profundidades de su obra, donde lo esperan peligros, terremotos, abismos,
incendios. Una soledad gélida me envolvía. Era algo más que la soledad del
extranjero, surgía de mi interior, de mi ser, de mis recuerdos; era la soledad
sin esperanzas que caracteriza al escritor.
¿Soledad sin esperanza, placer a cuentagotas (el placer
del adicto, el placer esquivo y costoso por el que se puede llegar a casi
cualquier sacrificio) o deber social, en qué quedamos?
lunes, 30 de septiembre de 2013
CAMINO
DEL TRABAJO
Se había quedado encerrado en su propio
cuarto. Era evidente pero no acababa de creérselo. Y eso que no era la primera
vez. Esa puerta tenía muy mala sombra. Varias veces habían hablado de cambiarla
pero hasta ahora no lo habían hecho. A él no le gustaba nada quedarse atrapado.
Odiaba los ascensores y los sitios estrechos y oscuros. Pero su dormitorio era
espacioso y luminoso. De todas maneras la situación no era nada agradable.
Encerrado en su propio dormitorio… ¡Qué absurdo!
“Si por lo menos alguien pudiera
abrirme…”, pensó, resignado. Pero estaba solo. Su mujer acababa de irse al
trabajo. Ella había pasado por delante de esa puerta hacía menos de cinco
minutos. Y él ya estaba despierto, pero no se había levantado para despedirla.
Aquello había sido un error. Una persona que se levanta de madrugada para ir al
trabajo se merece que, al menos, alguien le despida con un beso en la mejilla y
un par de frases amables. Y él llevaba tiempo sin ser considerado con ella.
Claro que ella también llevaba tiempo sin ser considerada con él… “Tengo que
pensar en algo”, se dijo. No era momento de reproches. Su mujer tardaría diez
horas en volver a casa. Tenía que pensar en algo… Y rápido…
De pronto tuvo una intuición. O más que
una intuición, una corazonada… Él solía dejar su teléfono en el despacho. Pero
algunas noches lo olvidaba en el bolsillo de su pantalón. Fue corriendo a la
silla, cogió el pantalón y palpó en el bolsillo… ¡Y bingo! ¡Ahí estaba! Nunca había pensado que su mala memoria iba a
serle tan útil… El teléfono estaba apagado. Cuando lo encendió toda su alegría
se esfumó casi por completo: el indicador de la batería parpadeaba
peligrosamente. Mientras lo miraba fijamente, recordó que la tarde anterior
había pensado que tenía que recargar la batería. Pero evidentemente no lo había
hecho: su mala memoria había vuelto a hacer de las suyas… Su mala memoria y su
costumbre, su mala costumbre, de dejarlo todo para luego. “Ya te lo había
dicho”, diría su mujer cuando lo supiera. “Ya te lo había dicho”. Sí. Lo de
siempre. Pero esta vez él estaba dispuesto a darle la razón.
Pese a todo intentó hacer una llamada.
Ella contestó al momento.
–¿Qué pasa? Estoy conduciendo.
–Perdón –dijo él–. Pero es que estoy
encerrado. ¿Puedes venir a abrirme?
–Ahora voy. –respondió secamente su
mujer. Y colgó.
Un segundo después la pantalla se quedó
en negro. Ya no podría hacer más llamadas. Ahora todo dependía de ella. Como no
podía hacer otra cosa, volvió a meterse en la cama. No durmió. Al cabo de unos
pocos minutos, oyó el ruido de la puerta principal. Su mujer entró en la casa y
sus pasos se perdieron por el pasillo. Esperó junto a la puerta. La casa estaba
en silencio. Pasó un minuto. Un minuto que a él le pareció un siglo. Volvió a
escuchar sus pasos. Pero el sonido le llegó como un murmullo. Ella no había
subido la escalera. Estaba en algún lugar de la planta baja. “¿Por qué no viene
a sacarme de aquí?”, se preguntó desconcertado. No quería gritar. No quería
ponerse nervioso. Ella debía estar de mal humor. Aquello le podía hacer llegar
con retraso al trabajo. Si gritaba o se ponía nervioso ella se iba a enojar aún
más.
Intentaba buscar una respuesta a su tardanza,
pero lo cierto es que no tenía ni idea de que estaba haciendo su mujer.
Entonces volvió a escuchar sus pasos por tercera ver. Pero tampoco esta vez
ella subió la escalera. En lugar de eso, salió de casa. Se marchó. Él no podía
creer que aquello fuera real, pero lo cierto es que había escuchado claramente como se cerraba la puerta de la
calle.
Se asomó a la ventana. Desde allí no
podía ver su coche, pero sí escuchar el motor. Aquello no tenía ningún sentido.
Si era una broma, había dejado de tener la menor gracia.
El patio trasero estaba oscuro y
silencioso. La casa de enfrente tenía todas las luces apagadas. Gritó el nombre
de su mujer. Esperó unos segundos y volvió a gritar. “Si no me escucha mi
mujer, tal vez lo hagan mis vecinos”, pensó. Nunca había tenido mucha relación
con sus vecinos, y ahora empezaba a lamentarlo. Entonces recordó que no había
escuchado el ruido del motor del coche de su mujer. Pero era evidente que su
mujer había venido en coche… No entendía nada. ¿Dónde estaba ella? Hacía varios
minutos que había escuchado cerrarse la puerta. ¿Y a qué había venido? Él había
dado por sentado que ella pensaba sacarlo de la habitación. No era la primera
vez que lo hacía. Era fácil. Bastaba con introducir un gancho del pelo, o algo
parecido. Sí. Era fácil, desde el lado de
fuera de la puerta… “Pero y si…”. Tenía que intentarlo. Si las patadas no
funcionaban, tenía que probar otra solución, cualquier posible solución. Empezó
a rebuscar por los cajones. Entonces escuchó el motor. El motor del coche de su
mujer, no tuvo la menor duda. Se acercó corriendo a la ventana y gritó su
nombre con todas sus fuerzas. Fue inútil: el coche se alejó velozmente sin
cruzar su ángulo de visión. Lo escuchó pero no lo vio. “Tal vez no era ella”,
se dijo. A fin de cuentas su mujer no era la única que trabajaba temprano. Pero
sabía bien que era ella. Y si no era tampoco importaba mucho. Le hubiese
gritado al conductor de todos modos. Estaba tan ansioso por salir de esa
maldita habitación que gritaría a cualquiera que pasase por debajo de su
ventana. Gritaría como un loco. Gritaría con todas su fuerzas. Para tranquilizarse, pensó que más pronto o
más tarde alguien pasaría por allí. “La situación es ridícula, pero no grave”,
se dijo.
Sin saber que hacer, se alejó de la
ventana y se quedó parado junto a la cama desecha. Miró su ropa esparcida por
el suelo. Y empezó a recogerla. Estaba intentando mantener la calma cuando
comprendió que algo sucedía. Algo terrible. Algo incomprensible.
Primero fue el olor, un olor extraño, un
olor como a quemado, como si algo se estuviera quemando cerca de él. Y casi
enseguida el ruido, un ruido muy suave, casi un rumor, un ruido como de ramas
partiéndose, como un chasquido… Lo primero que se le pasó por la cabeza fue
pensar en una hoguera. En la planta baja había una chimenea. “Si estuviéramos
en invierno…” murmuró para sí. Pero estábamos en junio y ni él ni su mujer
habían encendido un fuego aquella noche. Volvió a la ventana. Miró hacia
delante. Luego hacia abajo. Instintivamente, dobló su cuerpo todo lo que pudo
trató de mirar hacia su propio salón. La ventana de su dormitorio no tenía
rejas. No las necesitaba porque no daba al jardín sino al barranco. Tampoco el
ventanal del salón tenía rejas. Mientras agachaba la cabeza y doblaba la
espalda, tratando de ver qué pasaba en la planta baja, pensó en saltar desde su
ventana, o en bajar desde ella hasta la ventana del salón. Era un pensamiento
estúpido, pues sabía perfectamente que ninguna de las dos opciones eran
factibles. De hecho, aunque tenía dos posibilidades, las dos se anulaban
mutuamente. Podía fácilmente salir por su ventana porque ésta no tenía rejas,
pero como el ventanal del salón tampoco tenía rejas, no disponía de ningún
lugar donde agarrarse. Así que intentar bajar ordenadamente desde su ventana o
saltar a lo loco desde ella equivalía a lo mismo: estrellarse contra una de las
enormes piedras del fondo del barranco.
Empezó a sentirse mareado. Se incorporó
un momento y volvió a asomarse, sacando su cabeza y su pecho hasta muy cerca de
la cintura y mirando fijamente hacia el fondo oscuro del barranco, donde un
leve resplandor iluminaba tenuemente los cantos puntiagudos donde se haría
trizas su cuerpo si continuaba arqueándose de ese modo. ¿Pero qué podía hacer?
El resplandor era cada vez más visible. ¿De dónde salía? Y ese ruido
insoportable, ese crepitar absurdo, ese chasquido constante viniendo no se
sabía bien de dónde… Todo le llevaba
otra vez a pensar en la chimenea. A imaginarse su mujer leyendo plácidamente un
libro al lado de la chimenea encendida.
“¿Me estoy volviendo loco?”, se
preguntaba. Y no era para menos. Llevaban dos meses viviendo en esa casa. Aún
no habían encendido la chimenea ni una sola vez, ni siquiera para comprobar que
el humo subía por donde debía. Las tuberías de los baños, la pintura de las
paredes, los desagües del tejado, la puerta del dormitorio… Para ser una casa
recién terminada, habían tenido un montón de problemas. Pero la chimenea no la
habían probado, ni siquiera por curiosidad. La imagen de su mujer leyendo junto
al fuego era totalmente inventada, un producto de su imaginación. Y sin embargo
no podía quitársela de la cabeza. Habían hecho tantos planes… Habían hablado de
tener un hijo, o dos, o tres. Y un perro, o dos, o tres. Y por supuesto qué no
sería todo fácil, que habrían momentos malos, como también ahora los tenían,
pero él estaba decido a cambiar, y dejaría de beber y buscaría un buen trabajo.
Y serían felices. Con sus hijos, su dinero, sus perros. Hasta ella lo decía:
“Seremos felices, muy felices”, le murmuraba al oído cuando estaban en la cama,
por la mañana o por la noche, y acababan de besarse o iban a empezar a hacerlo.
Y él le contestaba que sí, que tenía razón. Aunque luego ella se iba a trabajar
y él se quedaba solo. Se habían imaginado tantas veces como sería su vida
dentro de diez, de veinte, de treinta años, que casi parecía que ya la hubiesen
vivido.
Y ahora estaba encerrado en su propio
cuarto. Y había hablado con su mujer y ella se había dado media vuelta y había
entrado en la casa. Y…
Volvió a gritar desde la ventana. No
esperaba ninguna respuesta y no repitió su grito. Su mujer estaba ya muy lejos,
pero si alguien le oyó gritar su nombre, él nunca lo supo. Un crujido repentino
le hizo bajar los ojos. No pudo averiguar de donde provenía. Alzó la vista y
dirigió su atención hacia la casa de enfrente. Por un momento le pareció
distinguir una silueta oscura detrás de una ventana, pero de pronto recordó que
hacía días que no descubría a los niños jugando en el barranco. Los vecinos
tenían dos niños, que se entretenían tirando piedras a las pequeñas charcas del
fondo, y bajaban por la estrecha senda a pesar de los gritos de su madre que no
entendía porqué sus hijos tenían que ir a jugar precisamente ahí, con el
esplendido prado que tenían en la parte delantera de su casa. Y si los niños no
estaban, entonces sus padres tampoco debían estar. Tal vez se habían marchado de vacaciones. O
tal vez se habían mudado. Ahora era imposible saberlo. “Debí haber sido más amigable”, se dijo. Su mujer siempre quería invitarles a cenar y
él se negaba. Lo recordó y se sintió solo y desdichado.
Un penacho de humo ascendió hasta su
altura. Subía muy despacio y era negro y espeso. Alargó la mano y la agitó
torpemente. Empezaba a amanecer. En la negrura del firmamento brillaban
débilmente las estrellas. Cerró la ventana y fue hasta la puerta. La toco.
Estaba caliente. Bajó la vista y sonrió tontamente al comprobar que el humo
empezaba a colarse en la habitación. Aquel humo explicaba muchas cosas. Volvió
a su cama. Cogió el cuaderno que había dejado en su mesita de noche. Lo abrió.
Cogió su bolígrafo. Escribió una frase. Una simple frase. Pensó en su mujer.
Pensó que él no tenía ninguna capacidad para odiar. Cerró el cuaderno. Lo
depositó con cuidado en la mesita. Se metió en la cama. Alargó la mano hasta el
interruptor y apagó la luz. Después se cubrió bien con la sábana.
(Extracto del libro "La vida mientras tanto, ed. Groenlandia, 2011)
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