martes, 3 de diciembre de 2013



PRIMER PREMIO.


(NOVELA)



Puse la tele a mediodía y estaban haciendo uno de esos asquerosos documentales de animales. La apagué. Leí un rato. Escribí. A la hora de cenar volví a poner la tele y estaban haciendo uno de esos asquerosos resúmenes de fin de año. Faltaban tres días para Nochevieja y todos los programadores de televisión estaban empeñados en recordarnos todas las desgracias acontecidas en el último año. Me vestí y salí a la calle. No se cómo acabé en el restaurante donde trabajaba Laura, la amiga de mi sobrina. Entré a cenar. No sabía si estaría ella pero nada más entrar la vi y me vio. Me senté lejos de la barra y pedí la cena. 
(...)




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EL HONOR ES COSA DE RICOS

ALFONSO VILA FRANCÉS




–Señora Loreen. Súbase usted la falda…. Se la sube usted o se la subo yo…

Mi madre dejó de reírse, desconcertada. Su cara cambió tan rápido como cuando papá soltaba uno de sus gritos repentinos.
Durante una minúscula fracción de tiempo había pensado que el señor Hasp bromeaba. Pero era evidente que el señor Hasp no bromeaba.
Hasta yo notaba la presión de su mirada sobre mis parpados, notaba como mis ojos querían cerrarse, como mi cuello se inclinaba dócilmente, como las manos buscaban el contacto de las mejillas, como las piernas se acartonaban y se retraían sobre mi vientre. Pero esta estrategia no me iba a servir. Podía hacerme una bola de grasa y esperar el puntapié de papa. Podía hacerme un ovillo de piel gruesa y no dejar pasar las lágrimas y los ruidos. Pero nada de esto me iba a servir para enfrentarme al señor Hasp. Y todo era cuestión de tiempo, de muy poco tiempo.
Entonces el señor Hasp dejó el vaso de vino sobre la mesa. Lo golpeó con tanta fuerza que no sé como no lo rompió. Inmediatamente después, se levantó de un salto, dio dos pasos rápidos y se plantó delante de mi madre. No volvió a repetir su orden. Pero la miró de una forma tan feroz que mi madre retrocedió y retrocedió hasta que su silla se inclinó tanto que de golpe cayó al suelo. Sus piernas quedaron abiertas y la falda se le subió hasta más arriba de las rodillas. Lo que pasó a continuación me atemorizó más que cualquier otra cosa… Mi madre se quedó quieta en el suelo, miró al señor Hasp y estalló en una carcajada descomunal. Jamás había visto reírse así a mi madre. Era una risa que me atravesaba la carne y se me clavaba directamente en el corazón. Era como una fecha con punta envenenada lanzada por un indio a tu espalda. Estabas muerto en un segundo.  Me quedé tan paralizado que lo siguiente que recuerdo es al señor Hasp dándome un tirón en la oreja y sacándome de la cocina a rastras mientras no paraba de reírse con una risa que se juntaba a la risa de mi madre pero no se confundía con esta. Era como si mi madre se encargara del instrumento principal y el señor Hasp le hiciera el acompañamiento. Pero la puerta se cerró con violencia y las risas pararon. De pronto no había más que la puerta cerrada y el porche desvencijado y desierto. Me puse a dar vueltas por el jardín, y al doblar la esquina me encontré a mi padre serrando madera. Levantó la cabeza y me miró.
–¿Dónde vas, vaquero?
Recordé que llevaba puesto el disfraz de vaquero que el señor Hasp acababa de regalarme.
Mi padre bajó la cabeza y siguió serrando. Estuvo serrando hasta que el coche negro del señor Hasp desapareció colina abajo.
Tiré la cartuchera, la pistola y el sombrero al estanque. Los pantalones y la camisa no me los podía quitar porque no tenía nada que ponerme.
Mi madre abrió la puerta y salió a barrer el porche, como todas las tardes antes de cenar.
Luego nos llamó a gritos.
Papa y yo entramos y nos sentamos a la mesa.
Esa noche tocaba puré de patatas con carne. Era una carne que no había comido antes. No sabría decir si de vaca o de cerdo, o puede que cordero. La verdad es que estaba muy buena.
Mi padre salió a tomarse unas cervezas al porche. La noche era clara y agradable.
Antes de acostarse vino a la habitación y me dejó el sombrero vaquero, al cartuchera y la pistola. Los había sacado del estanque y los había lavado y secado.
–¿Estás despierto, hijo? –le escuché decir en la oscuridad.
No contesté.
Se sentó un momento en la cama. Me asusté. Mi padre nunca se sentaba en mi cama.
Por suerte se fue al momento.
La noche fue muy silenciosa. De madrugada me levanté y me acerqué a la puerta de su dormitorio. Mi padre roncaba como siempre.
A medio día, mientras ayudaba a mi madre a hacer galletas, ella de pronto me miró con esa cara de preocupación que usaba cuando quería preguntarme algo que sabía perfectamente que yo no podía responderle y murmuró:
–Sabes, hijo, el honor es cosa de ricos.
No añadió nada más.
Y yo me quedé con ganas de decirle que ayer por la noche papa también me había llamado “hijo” y que eso me había parecido tan extraño que pensé que por la mañana no iba a estar en casa y no lo íbamos a ver ya más. Pero mi padre estaba en el campo y vendrá a la hora de comer, tan puntual como siempre. Y yo sentiría un extraño deseo de abrazarlo, de tocar su cuerpo sucio, de notar su olor a estiércol, a sudor, a heno y a tierra seca, pero no me movería de mi silla. Ni levantaría demasiado la vista al comer. Porque todo debía ser normal. Tan normal como siempre. Mis padres volverían a gritarse otra vez. Volvería a aparecer el coche negro del señor Hasp y yo volvería a tener otro disfraz o un tren eléctrico o puede que hasta una bicicleta. Todo eso lo imaginé mientras miraba la mano llena de harina de mi madre. Eran muchas cosas en mi cabeza. Y eso era porque estaba haciéndome un hombre y empezaba a tener la cabeza tan llena de cosas como la tienen los hombres. Me hubiera gustado contarle todo esto a mi madre pero me limité a ayudarle con las galletas. Mi padre casi nunca hablaba. Mi tíos y mis primos mayores tampoco. Un niño deja de ser un niño cuando comprende que las cosas que llenan su cabeza son cosas de las que no hay que hablar.
La próxima vez que viniera el señor Hasp iría a serrar con mi padre. Tenía un buen montón de troncos en el establo. Él no lo decía, pero un poco de ayuda no le vendría nada mal.


(foto del autor)


domingo, 10 de noviembre de 2013




COMIENZA LA TEMPORADA OTOÑO-INVIERNO, II


APLAUDAMOS A LOS INTRANSIGENTES Y MATEMOS A LOS SENSATOS (LA SEGUNDA REPÚBLICA Y LA GUERRA CIVIL. UNA APROXIMACIÓN)



¿Exagerado? Veamos lo que dice Gabriel Jackson en su libro “La república española y la guerra civil”:

Gil Robles hizo caer al gobierno en marzo por su negativa a aceptar la conmutación de las sentencias de muerte contra los dirigentes asturianos, la prensa monárquica lo alabó por su intransigencia. A principios de mayo la CEDA volvió a formar parte del gobierno, esta vez con el propio Gil Robles como ministro de Guerra, mientras los monárquicos le acusaban de traición por haber “aceptado” la república.

Bien. Vamos por partes… ¿Quieres eran los dirigentes cuyas condenas Gil Robles no quería conmutar? ¿Peligrosos revolucionarios, asesinos despiadados de curas indefensos? No. Eran dos diputados socialistas que si se habían destacado en los sucesos de Asturias era por todo lo contrario, por su humanidad, por su moderación, por su prudencia. González Peña, como miembro del comité revolucionario que se formó cuando los mineros y obreros sublevados tomaron Oviedo, se encargó, con grave riesgo personal, de evitar las ejecuciones de detenidos, de tratar de convencer a sus camaradas de la necesidad de una rendición pactada (por lo que fue acusado de cobardía y casi condenado a muerte por sus propios compañeros) y de impedir que los mineros volaran la catedral con la dinamita que habían traído de las minas. Él mismo dijo en su defensa que “Había salvado la vida a cien guardias de asalto y guardias civiles” y era cierto, si bien pese a todo hubo algunos fusilamientos de curas y policías, pero muchos menos de los que la propaganda de derechas hizo creer. Teodomiro Menéndez había tenido un papel más reducido: su único delito había sido intervenir en la defensa y protección de los detenidos por los revolucionarios, logrando que algunos de ellos fueran trasferidos a casas particulares “en calidad de detenidos”, pues pensó que allí estarían más seguros, como de hecho así era. Por todo esto el gobierno de Lerroux y Gil Robles ( y sobretodo el tribunal militar que los juzgó) los consideraba tan peligrosos y culpables como el más peligroso y culpable de los revolucionarios. Para las derechas españolas no había ninguna diferencia entre intentar salvar a un cura o un policía, evitar incendios, destrucciones, violaciones y saqueos y hacer todo lo contrario. Ambos delitos merecían la misma pena. 
(...)

(PRÓXIMAMENTE EN JOTDOWN)

jueves, 31 de octubre de 2013



Algunas consideraciones sobre el viejo vicio de escribir...



Cojamos a dos escritores cualquiera, dos escritores de aquí, de casa, de los de los buenos tiempos.  Hagámosles la pregunta del millón…


ANTONIO BUERO VALLEJO: Sólo sé que necesito expresarme escribiendo y que necesito comunicarme con los demás de ese modo. Después creo saber también que escribo para plantear problemas, para buscar verdades, para abrir ojos, para ayudar, para criticar; para otras muchas cosas…

MIGUEL DELIBES: Llega un momento en que escribes como un deber hacia los demás. Al principio, no. Escribes con la ilusión de comerte el mundo, de hacer algo importante, la gloria, etc. Necesito escribir pero no soy feliz escribiendo, salvo algunos días.

¿Escribir como deber? ¿Escribir por placer? ¿Escribir para los demás? ¿Escribir para uno mismo? Delibes va más lejos…

… La felicidad, si podemos emplear ese término, no llega hasta la última redacción, hasta la definitiva, cuando aquel magma confuso que te ha costado quebraderos de cabeza, vigilias, va aproximándose a aquello con lo que soñabas. Y, entonces, esas horas dedicadas a la obra, esas últimas horas, sí te proporcionan un cierto estado de felicidad. Pero hasta llegar ahí, no. Y, por supuesto, no en todas las ocasiones.

Cuando leí estas palabras pensé inmediatamente en Truman Capote y su famosa frase: “A quien Dios le da un don le da también un látigo y ese látigo es únicamente para autoflagelarse”. Y pensé sobretodo en esa segunda parte, en el verdadero sentido del látigo. Uno no escribe contra los demás. En la mayoría de los casos, uno escribe contra sí mismo.

Ejemplos terribles de lo que supone escribir los tenemos por todas partes. Pero lo sorprendente, lo que resulta sorprendente para alguien ajeno a la literatura y a cualquier trabajo creativo, es el hecho de que los individuos que padecen estos sufrimientos, muchas veces no sólo no hacen nada por evitarlos, sino que incluso los buscan. “Toda buena literatura es nadar bajo el agua y contener la respiración”, decía Scott Fitzgerald. Nadar bajo el agua y contener la respiración es emocionante, hasta que a uno le empieza a faltar el oxigeno. Y el mérito entonces no es salir a toda prisa hacia la superficie, sino tratar de aguantar el mayor tiempo posible bajo el agua. Pero eso es un trabajo inútil. Y por tanto la literatura siempre está abocada al fracaso, porque al final todos nos rendimos. O eso o simplemente nos ahogamos. Él dice “tratar”, porque el intento es algo de por sí valioso. Con sólo intentarlo ya se merece uno el título de escritor. Lo demás, obcecarse en aguantar en el fondo, es suicida. Pero el mundo está lleno de escritores suicidas. Suicidas en la vida y suicidas en la literatura.
Por suerte algunos se lo toman con sentido del humor, como  Enrique Vila-Matas cuando nos confiesa a través de su alter ego literario: No sé por qué extraña razón me convencí de que para ser un buen escritor había que estar completamente desesperado. Pero debajo de la ironía de estas palabras está un convencimiento profundo por parte de toda una serie de generaciones de escritores que arrancan en el romanticismo y que consideran que del dolor se puede sacar mayores enseñanzas y es una materia literaria más valiosa que el placer o la simple y doméstica felicidad. Su lema, “vive mal para escribir bien” no podía ser más claro.
Naturalmente existe otro grupo de escritores. Los que pretender llevar una vida normal y sufren terriblemente cuando no lo logran, como Kafka queriendo casarse para ganarse un lugar en la sociedad y en la familia y al mismo tiempo rebelándose violentamente contra lo que el matrimonio supone. O como Sándor Nárai tratando de salvar su matrimonio y de vivir de su trabajo como periodista pero al mismo tiempo pensando que La escritura no es una tarea para una persona sana, un persona sana es una persona que trabaja para acercarse a la vida, mientras que un escritor trabaja para acercarse a las profundidades de su obra, donde lo esperan peligros, terremotos, abismos, incendios. Una soledad gélida me envolvía. Era algo más que la soledad del extranjero, surgía de mi interior, de mi ser, de mis recuerdos; era la soledad sin esperanzas que caracteriza al escritor.

¿Soledad sin esperanza, placer a cuentagotas (el placer del adicto, el placer esquivo y costoso por el que se puede llegar a casi 
cualquier sacrificio) o deber social, en qué quedamos?



lunes, 30 de septiembre de 2013











CAMINO DEL TRABAJO



Se había quedado encerrado en su propio cuarto. Era evidente pero no acababa de creérselo. Y eso que no era la primera vez. Esa puerta tenía muy mala sombra. Varias veces habían hablado de cambiarla pero hasta ahora no lo habían hecho. A él no le gustaba nada quedarse atrapado. Odiaba los ascensores y los sitios estrechos y oscuros. Pero su dormitorio era espacioso y luminoso. De todas maneras la situación no era nada agradable. Encerrado en su propio dormitorio… ¡Qué absurdo!
“Si por lo menos alguien pudiera abrirme…”, pensó, resignado. Pero estaba solo. Su mujer acababa de irse al trabajo. Ella había pasado por delante de esa puerta hacía menos de cinco minutos. Y él ya estaba despierto, pero no se había levantado para despedirla. Aquello había sido un error. Una persona que se levanta de madrugada para ir al trabajo se merece que, al menos, alguien le despida con un beso en la mejilla y un par de frases amables. Y él llevaba tiempo sin ser considerado con ella. Claro que ella también llevaba tiempo sin ser considerada con él… “Tengo que pensar en algo”, se dijo. No era momento de reproches. Su mujer tardaría diez horas en volver a casa. Tenía que pensar en algo… Y rápido…
De pronto tuvo una intuición. O más que una intuición, una corazonada… Él solía dejar su teléfono en el despacho. Pero algunas noches lo olvidaba en el bolsillo de su pantalón. Fue corriendo a la silla, cogió el pantalón y palpó en el bolsillo… ¡Y bingo! ¡Ahí estaba!  Nunca había pensado que su mala memoria iba a serle tan útil… El teléfono estaba apagado. Cuando lo encendió toda su alegría se esfumó casi por completo: el indicador de la batería parpadeaba peligrosamente. Mientras lo miraba fijamente, recordó que la tarde anterior había pensado que tenía que recargar la batería. Pero evidentemente no lo había hecho: su mala memoria había vuelto a hacer de las suyas… Su mala memoria y su costumbre, su mala costumbre, de dejarlo todo para luego. “Ya te lo había dicho”, diría su mujer cuando lo supiera. “Ya te lo había dicho”. Sí. Lo de siempre. Pero esta vez él estaba dispuesto a darle la razón.
Pese a todo intentó hacer una llamada. Ella contestó al momento.
–¿Qué pasa? Estoy conduciendo.
–Perdón –dijo él–. Pero es que estoy encerrado. ¿Puedes venir a abrirme?
–Ahora voy. –respondió secamente su mujer. Y colgó.
Un segundo después la pantalla se quedó en negro. Ya no podría hacer más llamadas. Ahora todo dependía de ella. Como no podía hacer otra cosa, volvió a meterse en la cama. No durmió. Al cabo de unos pocos minutos, oyó el ruido de la puerta principal. Su mujer entró en la casa y sus pasos se perdieron por el pasillo. Esperó junto a la puerta. La casa estaba en silencio. Pasó un minuto. Un minuto que a él le pareció un siglo. Volvió a escuchar sus pasos. Pero el sonido le llegó como un murmullo. Ella no había subido la escalera. Estaba en algún lugar de la planta baja. “¿Por qué no viene a sacarme de aquí?”, se preguntó desconcertado. No quería gritar. No quería ponerse nervioso. Ella debía estar de mal humor. Aquello le podía hacer llegar con retraso al trabajo. Si gritaba o se ponía nervioso ella se iba a enojar aún más.
 Intentaba buscar una respuesta a su tardanza, pero lo cierto es que no tenía ni idea de que estaba haciendo su mujer. Entonces volvió a escuchar sus pasos por tercera ver. Pero tampoco esta vez ella subió la escalera. En lugar de eso, salió de casa. Se marchó. Él no podía creer que aquello fuera real, pero lo cierto es que había escuchado  claramente como se cerraba la puerta de la calle.
Se asomó a la ventana. Desde allí no podía ver su coche, pero sí escuchar el motor. Aquello no tenía ningún sentido. Si era una broma, había dejado de tener la menor gracia.
El patio trasero estaba oscuro y silencioso. La casa de enfrente tenía todas las luces apagadas. Gritó el nombre de su mujer. Esperó unos segundos y volvió a gritar. “Si no me escucha mi mujer, tal vez lo hagan mis vecinos”, pensó. Nunca había tenido mucha relación con sus vecinos, y ahora empezaba a lamentarlo. Entonces recordó que no había escuchado el ruido del motor del coche de su mujer. Pero era evidente que su mujer había venido en coche… No entendía nada. ¿Dónde estaba ella? Hacía varios minutos que había escuchado cerrarse la puerta. ¿Y a qué había venido? Él había dado por sentado que ella pensaba sacarlo de la habitación. No era la primera vez que lo hacía. Era fácil. Bastaba con introducir un gancho del pelo, o algo parecido. Sí. Era fácil, desde el lado de fuera de la puerta… “Pero y si…”. Tenía que intentarlo. Si las patadas no funcionaban, tenía que probar otra solución, cualquier posible solución. Empezó a rebuscar por los cajones. Entonces escuchó el motor. El motor del coche de su mujer, no tuvo la menor duda. Se acercó corriendo a la ventana y gritó su nombre con todas sus fuerzas. Fue inútil: el coche se alejó velozmente sin cruzar su ángulo de visión. Lo escuchó pero no lo vio. “Tal vez no era ella”, se dijo. A fin de cuentas su mujer no era la única que trabajaba temprano. Pero sabía bien que era ella. Y si no era tampoco importaba mucho. Le hubiese gritado al conductor de todos modos. Estaba tan ansioso por salir de esa maldita habitación que gritaría a cualquiera que pasase por debajo de su ventana. Gritaría como un loco. Gritaría con todas su fuerzas.  Para tranquilizarse, pensó que más pronto o más tarde alguien pasaría por allí. “La situación es ridícula, pero no grave”, se dijo.
Sin saber que hacer, se alejó de la ventana y se quedó parado junto a la cama desecha. Miró su ropa esparcida por el suelo. Y empezó a recogerla. Estaba intentando mantener la calma cuando comprendió que algo sucedía. Algo terrible. Algo incomprensible.
Primero fue el olor, un olor extraño, un olor como a quemado, como si algo se estuviera quemando cerca de él. Y casi enseguida el ruido, un ruido muy suave, casi un rumor, un ruido como de ramas partiéndose, como un chasquido… Lo primero que se le pasó por la cabeza fue pensar en una hoguera. En la planta baja había una chimenea. “Si estuviéramos en invierno…” murmuró para sí. Pero estábamos en junio y ni él ni su mujer habían encendido un fuego aquella noche. Volvió a la ventana. Miró hacia delante. Luego hacia abajo. Instintivamente, dobló su cuerpo todo lo que pudo trató de mirar hacia su propio salón. La ventana de su dormitorio no tenía rejas. No las necesitaba porque no daba al jardín sino al barranco. Tampoco el ventanal del salón tenía rejas. Mientras agachaba la cabeza y doblaba la espalda, tratando de ver qué pasaba en la planta baja, pensó en saltar desde su ventana, o en bajar desde ella hasta la ventana del salón. Era un pensamiento estúpido, pues sabía perfectamente que ninguna de las dos opciones eran factibles. De hecho, aunque tenía dos posibilidades, las dos se anulaban mutuamente. Podía fácilmente salir por su ventana porque ésta no tenía rejas, pero como el ventanal del salón tampoco tenía rejas, no disponía de ningún lugar donde agarrarse. Así que intentar bajar ordenadamente desde su ventana o saltar a lo loco desde ella equivalía a lo mismo: estrellarse contra una de las enormes piedras del fondo del barranco.   
Empezó a sentirse mareado. Se incorporó un momento y volvió a asomarse, sacando su cabeza y su pecho hasta muy cerca de la cintura y mirando fijamente hacia el fondo oscuro del barranco, donde un leve resplandor iluminaba tenuemente los cantos puntiagudos donde se haría trizas su cuerpo si continuaba arqueándose de ese modo. ¿Pero qué podía hacer? El resplandor era cada vez más visible. ¿De dónde salía? Y ese ruido insoportable, ese crepitar absurdo, ese chasquido constante viniendo no se sabía bien de dónde…  Todo le llevaba otra vez a pensar en la chimenea. A imaginarse su mujer leyendo plácidamente un libro al lado de la chimenea encendida.
“¿Me estoy volviendo loco?”, se preguntaba. Y no era para menos. Llevaban dos meses viviendo en esa casa. Aún no habían encendido la chimenea ni una sola vez, ni siquiera para comprobar que el humo subía por donde debía. Las tuberías de los baños, la pintura de las paredes, los desagües del tejado, la puerta del dormitorio… Para ser una casa recién terminada, habían tenido un montón de problemas. Pero la chimenea no la habían probado, ni siquiera por curiosidad. La imagen de su mujer leyendo junto al fuego era totalmente inventada, un producto de su imaginación. Y sin embargo no podía quitársela de la cabeza. Habían hecho tantos planes… Habían hablado de tener un hijo, o dos, o tres. Y un perro, o dos, o tres. Y por supuesto qué no sería todo fácil, que habrían momentos malos, como también ahora los tenían, pero él estaba decido a cambiar, y dejaría de beber y buscaría un buen trabajo. Y serían felices. Con sus hijos, su dinero, sus perros. Hasta ella lo decía: “Seremos felices, muy felices”, le murmuraba al oído cuando estaban en la cama, por la mañana o por la noche, y acababan de besarse o iban a empezar a hacerlo. Y él le contestaba que sí, que tenía razón. Aunque luego ella se iba a trabajar y él se quedaba solo. Se habían imaginado tantas veces como sería su vida dentro de diez, de veinte, de treinta años, que casi parecía que ya la hubiesen vivido.
Y ahora estaba encerrado en su propio cuarto. Y había hablado con su mujer y ella se había dado media vuelta y había entrado en la casa. Y…
Volvió a gritar desde la ventana. No esperaba ninguna respuesta y no repitió su grito. Su mujer estaba ya muy lejos, pero si alguien le oyó gritar su nombre, él nunca lo supo. Un crujido repentino le hizo bajar los ojos. No pudo averiguar de donde provenía. Alzó la vista y dirigió su atención hacia la casa de enfrente. Por un momento le pareció distinguir una silueta oscura detrás de una ventana, pero de pronto recordó que hacía días que no descubría a los niños jugando en el barranco. Los vecinos tenían dos niños, que se entretenían tirando piedras a las pequeñas charcas del fondo, y bajaban por la estrecha senda a pesar de los gritos de su madre que no entendía porqué sus hijos tenían que ir a jugar precisamente ahí, con el esplendido prado que tenían en la parte delantera de su casa. Y si los niños no estaban, entonces sus padres tampoco debían estar.  Tal vez se habían marchado de vacaciones. O tal vez se habían mudado. Ahora era imposible saberlo.  “Debí haber sido más amigable”, se dijo.  Su mujer siempre quería invitarles a cenar y él se negaba. Lo recordó y se sintió solo y desdichado.
Un penacho de humo ascendió hasta su altura. Subía muy despacio y era negro y espeso. Alargó la mano y la agitó torpemente. Empezaba a amanecer. En la negrura del firmamento brillaban débilmente las estrellas. Cerró la ventana y fue hasta la puerta. La toco. Estaba caliente. Bajó la vista y sonrió tontamente al comprobar que el humo empezaba a colarse en la habitación. Aquel humo explicaba muchas cosas. Volvió a su cama. Cogió el cuaderno que había dejado en su mesita de noche. Lo abrió. Cogió su bolígrafo. Escribió una frase. Una simple frase. Pensó en su mujer. Pensó que él no tenía ninguna capacidad para odiar. Cerró el cuaderno. Lo depositó con cuidado en la mesita. Se metió en la cama. Alargó la mano hasta el interruptor y apagó la luz. Después se cubrió bien con la sábana.  

(Extracto del libro "La vida mientras tanto, ed. Groenlandia, 2011)