LA CRISIS...
VISIÓN DE ALEIX SALÓ (DIBUJANTE DE COMICS, AUTOR DE ESPAÑÍSTAN). ENTREVISTA EN REVISTA ROCK DE LUX, nº 318.
- ¿Crees que España se merece lo que tiene?
- En 2009 te podría decir que sí. Pero a estas alturas, no. La población está pagando una factura muy alta. La Eurozona está funcionando más como un ahorcamiento que como una ayuda. Si España fuera soberana a nivel económico, podría hacer lo que se ha hecho siempre. esos trucos fáciles como devaluar moneda, impagar alguna deuda a los inversores privados... E ir tirando, como siempre ha hecho durante mucho tiempo
jueves, 20 de junio de 2013
sábado, 8 de junio de 2013
ORWELL EN LA TRINCHERA Y MUCHO MÁS...
Si pasan por la
antigua carretera de Teruel a Zaragoza, a muy pocos kilómetros de Teruel, en un
lugar llamado los Llanos de Caudé, presten atención al monótono paisaje. Y no
corran. Pasarán a muy pocos metros de un
pequeño mausoleo, con sus coronas de flores y su bandera republicana. Ese lugar
que vislumbraran a través de la ventanilla del coche con la fugacidad de las
apariciones y los espejismos, señala el
lugar donde estaba el antiguo pozo (uno de ellos) al cual fueron arrojadas las
víctimas de la represión franquista. Durante mucho tiempo no hubo recordatorio
alguno en el lugar. Sólo los habitantes de la zona conocían la existencia de
esa fosa común. Un pastor de la zona, a base de contar los tiros que escuchaba,
llegó a contar 1005 víctimas. Hace poco la zona se urbanizó. Se pretendía
construir un polígono industrial. Pero el monumento resiste. Y bajo el asfalto
reposan los huesos de las víctimas, esperando que alguien se acuerde de ellas.
No son los únicos restos que quedan por exhumar, ni en España ni en Aragón.
Muy cerca de
allí, y no es ninguna casualidad, están las lápidas de tres pilotos alemanes de
la Legión Cóndor, que fueron derribados en combate. Estas lápidas, al igual que
muchos bunkers, trincheras, nidos de metralletas y otros restos de la guerra
civil, se pueden visitar fácilmente y pueden ser punto final de una serie de
excursiones a pie, en bicicleta, a caballo y en coche, que han sido
adecuadamente reseñadas en dos libros fundamentales: “Lugares de la guerra. 35
itinerarios por la batalla de Teruel” y “Más lugares de la guerra. Otros 35
itinerarios por la batalla de Teruel”, de Alfonso Casas Ologaray. Si tienen
tiempo y ganas, cojan una mochila y échense al monte, además de estos restos de
la guerra, las sierras de Teruel tienen muchísimos atractivos: grandes bosques,
montañas altas pero fáciles de ascender, con cumbres 2000 metros, barrancos y
paredes verticales para los que buscan la dificultad, ríos y pantanos donde
pescar, bañarse o simplemente sentarse a descansar en la orilla, entre la
sombra de los árboles, rincones tranquilos, solitarios, rincones para dejar
volar la mente y olvidar los problemas. Luego vuelvan a la civilización. Mora
de Rubielos, Rubielos de Mora, Albarracín, Valderrobles, son algunos de los
muchos pueblos de la zona que merecen entrar en la categoría de pueblos más
hermosos de España. Allí encontrarán buenos restaurantes y buenos alojamientos,
con todas las comodidades posibles. Descansen y olviden. Pero no lo olviden
todo.
(...)
UN CAFÉ EN HUESCA. ALFONSO VILA FRANCÉS.
ANTICIPO...
D´annunzio era
todo un caballero. Harold Acton, en su exquisita autobiografía (Memorias de un esteta, ed. Pre-textos,
2010) nos cuenta como eran las veladas poéticas que daba en lujosos salones
florentinos, entre elegantes damas que, inexorablemente, caían rendidas a sus
pies. Pero su influjo llegaba al pueblo llano. Y Acton también nos lo cuenta:
“Las masas italianas pueden ser las más bulliciosas del mundo y, sin embargo,
cuando la elocuencia de D´annunzio alzaba el vuelo en una plaza repleta de
público habría podido oírse, literalmente, la caída de un alfiler, y aquello
era antes de la introducción de los altavoces”.
D´annunzio
escribía para la burguesía, para las élites. Culto, rico, muy refinado, amante
del placer, despilfarrador hasta el punto de tener que vender su casa y huir de
sus acreedores (como todo buen romántico: ahí tenemos el ejemplo de Byron), mujeriego
(aunque él mismo se quejaba en broma, diciendo, cada vez que se veía rodeado de
bellas admiradoras: “Por favor, tome nota. ¡Y aún me acusan de ir tras
ellas!”). Su voz, siempre en palabras de Acton “era más que metálica, era
inmensamente humana, casi bisexual, puesto que su virilidad se compaginaba con
una dulzura femenina. Su entonación parecía la fina flor del Renacimiento
italiano”. Cuando uno piensa en un poeta revolucionario no puede pensar en él.
Y no, desde luego, no tenía nada de revolucionario, excepto una de las más
importantes características de todos los revolucionarios y de todos los
aspirantes a revolucionario: ser un hombre de acción.
En la Guerra ya
lo había demostrado como piloto de aviones, donde perdió la visión de un ojo en
un accidente aéreo y llegó al rango de comandante. Y lo demostraría después,
cuando, muy molesto con el resultado del Tratado de Versalles, organizó una
expedición armada de veteranos italianos y conquistó la ciudad croata de
Rijeka, entonces llamada Fiume. Allí fundo el Estado Libre de Fiume, que es el
primer experimento real de un sistema fascista. Un experimento que duró muy
poco, pero del que Mussolini tomó muy buena nota. De allí salen entre otras
muchas cosas el saludo romano, las camisas negras, el título de Duce, un
sistema económico y político de tipo corporativista y como no, el uso rápido y
brutal de la violencia como solución a todos los problemas. Esto último, la
“acción directa” fascista, una bonita manera de decir que si alguien te molesta
le pegas una paliza o directamente lo mandas a la tumba y adiós problema, es
algo que supo hacer muy bien Mussolini (como por ejemplo, por poner uno de
tantos, en el caso Mateotti), pero que no
inventó Mussolini. No hay que olvidar que nuestro poeta no invadió solo la
ciudad, sino que se rodeó de un nutrido grupo de excombatientes, hombres muy
duros y habituados a la violencia y que debían tolerar algunas de las
excentricidades de su jefe porque no tenían más remedio.
(...)
POETAS CON PISTOLA, ALFONSO VILA FRANCÉS.
PRÓXIMAMENTE EN JOT DOWN
miércoles, 5 de junio de 2013
VERA Y
MALEVIK
(UN CUENTO DEL GULAG)
Durante el día Vera y Malevik
se comportaban como perfectos extraños, pero por las noches, cuando podía, Malevik
se arrastraba sigilosamente hasta el cuartucho donde dormía Vera, se
descalzaba, se quitaba sus frágiles gafas y las guardaba en la funda que
siempre llevaba consigo, dejaba la funda en el suelo, junto a sus zapatos, se
quitaba el abrigo y se sentaba, lo más lenta y silenciosamente que podía, sobre
la vieja cama. Después, con igual cuidado, separaba las sábanas y la manta y se
introducía lentamente en la cama. Permanecía en un recodo de la misma, con los
ojos abiertos y pendientes de el menor resquicio de luz que pudiera aparecer
por debajo de la puerta cerrada, con los oídos atentos al silencio lleno de
pequeños ruidos del exterior, intentando ocupar el menor espacio posible, sin
moverse, rígido, vestido, hasta que en mitad de la oscuridad escuchaba la
respiración agitada de Vera. Ese jadeo inconfundible podía tardar más o menos,
pero siempre llegaba. Entonces no tenía más que alargar su mano derecha y tocar
su cuerpo. Su espacio de acción se reducía a la parte del cuerpo de Vera que él
podía tocar sin mover otra cosa que su brazo y su mano, y siempre lo hacía con
suavidad, sin ejercer la menor presión con sus dedos, sin hacer otra cosa que
pasear su mano arriba y abajo por encima de la ropa de Vera. Sus nalgas, su
espalda, sus muslos eran sólo bultos blandos y negros, imágenes cegadoras en la
oscuridad de la habitación. Pero Malevik tenía bastante con eso. Mientras la
mano derecha se deslizaba como distraídamente sobre la gruesa falda de Vera,
con la mano izquierda se desabrochaba la bragueta y se tocaba, ejerciendo una
gran presión, agarrando con fuerza ese trozo de carne ardiente y dura, pero
tratando de no emitir sonido alguno, por más que el sonido torpe y repetitivo
que producía su mano sobre su sexo y el propio sonido de su sexo al rozar las
sábanas ásperas anulara todas sus esperanzas de pasar desapercibido. Vera,
evidentemente, sabía lo que sucedía. Lo que sucedía sobre su cuerpo, sobre sus
ropas, y lo que sucedía en el cuerpo del muchacho tendido a su lado. Pero Vera,
por algún motivo, callaba. Y eso era una constante en sus noches. En todos sus
encuentros. Al menos así había sido desde el primer día.
El silencio no podía durar
por siempre. Y con la voz de Vera llegarían los reproches y las preguntas. Malevik
temía la reacción de Vera. Pero temía, sobretodo, sus palabras. Cualquier comentario de Vera, hasta la más
inocente pregunta, incluso el menor murmullo, le hubiera hecho saltar de la
cama a toda velocidad y huir como un vulgar ladrón. Estoy preparado para ello,
se engañaba, y al momento continuaba sacudiendo ese palo tozudo con mayor
fuerza aún si cabía. Aquello tenía que terminar lo más pronto posible… Y
terminaba. Terminaba con un triste gemido imposible de evitar, imposible de
callar. Y Malevik, maldiciendo a su boca, se incorporaba lentamente, buscaba a
tientas sus zapatos, su abrigo, sus gafas, y se marchaba por donde había
venido, tratando de hacer el menor ruido posible. Sólo entonces Vera, cuyas
manos estaban perdidas en algún lugar remoto entre sus bragas y sus muslos, se
sentía capaz de soltar los amarres del deseo y romperse como una ola que se
lanza con una furia suicida contra el malecón. Antes era imposible. Malevik no
podía sentir ni ver ni escuchar su espasmo violento, su sacudida repentina y
poderosa. Y Vera se decía que, si algún día Malevik llegaba a descubrir qué
sucedía en cuanto él abandonaba la habitación, ella sería incapaz de volver a
mirarlo a lo ojos y tendría que prepararse para lo peor.
Pero todos los temores de
Vera eran infundados y Malevik se lo iba a demostrar, voluntaria o
involuntariamente, en los próximos meses. Y así, el día que una compañera de
Vera descubrió que ésta estaba embarazada y, en lugar de guardar silencio, se
atrevió a decirle que lo sabía, Vera le respondió violentamente: ¿Qué dices?
¡Estás loca!, y no quiso hablar más con ella. Esa noche pensó hablar por
primera vez con Malevik. Esperar que él terminara y entonces susurrarle, lo más
claramente posible, para no tener que repetir esas palabras: Voy a tener un
hijo. Pero inmediatamente descartó la idea. Pensó que Malevik se horrorizaría
tanto al escuchar su voz que no podría entender lo que decía. Durante estos
meses habían avanzado mucho, pero aún había una frontera que ninguno de los dos
quería traspasar: entre ellos reinaba un silencio absoluto, el mismo silencio
de los primeros y ya lejanos días. Vera pensó que si consentía hablar a Malevik
y si Malevik consentía que ella le hablara, ese acto tan pernicioso supondría
el fin de sus encuentros. Vera ya no tendría nada que ofrecerle ni Malevik nada
que desear y temer.
Vera había consentido en todo
lo demás. Había consentido en posar sus manos sobre sus nalgas, mientras él se
hundía lentamente en su cuerpo, como la arena se hunde en una de las partes de
un reloj de arena, para resurgir al cabo de un instante en la otra parte, el
mismo montón, la misma arena, el mismo olor y tacto y sabor. Malevik descargaba
dentro de ella lo que ella le trasmitía con sus jadeos, pues Vera también había
consentido que Malevik presintiera su agonía, comprendiera que su cuerpo
funcionaba de un modo misterioso y pausado, hasta que él, un pobre muchacho, lo
encendía en llamas y lo hacía quebrarse como una roca al recibir un golpe
certero de un pico, estallar como un volcán desconocido, sobre el que se había
formado un lago. Vera había consentido en que él adivinara lo que nunca nadie
debía adivinar: los mecanismos que mueven las mareas, los porqués y el silencio
de las respuestas que no existen. Todo eso era más de lo que Vera había pensado
que debía permitir a alguien, incluso allí, incluso en ese lugar y esas
condiciones, donde la supervivencia diaria y el miedo imponían sus propias
normas. Y Malevik, ese pobre muchacho cuyo destino era tan distinto al de ella,
sabía bien lo que Vera podía ganar o perder al permitir que alguien como él se
sumiera de ese modo en su propia existencia. Nadie se baña en un río sin
mojarse, se repetía muchas veces Malevik, y ese pensamiento le aliviaba. Cuando
fueran a pedirle cuentas no podría esgrimir una patética ignorancia.
¿Pedirle cuentas? No. No
había tiempo para eso. Los verdugos tenían mucho trabajo. El juez no iba a
perder ni un minuto con ellos. Vera sobornó al médico. Malevik no podía saber
nada. Tenía hacerlo por la noche, después de estar juntos. Lo primero el niño,
ese pobre niño que nunca iba a nacer. Lo segundo conseguir el veneno. A poder
ser algún tipo de pastilla. Algo que fuera rápido y poco doloroso. Después,
finalmente, cuando Malevik ya no pudiera impedírselo, sus muñecas, un corte
preciso y silencioso, y luego ir cerrando los ojos lentamente, mientras la
sangre manchaba la cama. Aquello sería fácil. Vera se paró un momento frente al
pabellón de los soldados y respiró profundamente. Era una noche no demasiado
fría, pero pese a todo se frotó las manos al quitarse los guantes. Luego,
pensándoselo mejor, retrocedió unos pasos y arrojó los guantes al suelo, junto
al sendero. Estaban viejos, pero a alguien le vendrían muy bien. Tenía que darse prisa. Todo tenía que suceder
antes del recuento de primera hora.
¿Le hablaría? ¿Le confesaría
la verdad, llegado el momento? ¿Tendría el valor de enfrentarse a sus ojos
cerrados? Sí. Aquello era algo que debía sopesar con calma. Vera podía hablar.
Podía decir “amor mío”, “no te dolerá”, “lo siento”. Podía buscar palabras y
susurrárselas en su oído cerrado. Pero no lo haría. Podía hacerlo. No quería
hacerlo…
Todo empezó en silencio y todo acabará en silencio, como dos
extraños…
Vera entró en el pequeño
dormitorio y se tendió sobre la cama. Aún faltaban unos minutos para el cambio
de guardia. Colocó sus manos sobre su vientre. Luego las retiró con violencia.
Se cubrió entonces con la sábana y la manta. Se tapo entera, la cabeza también.
Eso siempre le recordaba sus juegos con su hermana en la cama de sus padres,
hace muchos años. Escuchó unos pasos y levantó la cabeza. Alguien rió al otro
lado de la puerta.
ALFONSO VILA FRANCÉS
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