LA FUENTE
La ciudad nos ofrecía sus encantos
cual decadente y lasciva
dama.
Ni por asomo sospechaba
que después de treinta horas
de tren,
tan sólo anhelábamos un
lugar tranquilo
donde
entregarnos sin lucha
al dulce
sueño del olvido.
Un chico argentino nos había
hablado
de un parque en las afueras,
extenso,
frondoso, custodiado por una verja
de fácil
franqueo.
y decidimos pasar la noche
allí.
(Hacia buen
tiempo, podíamos permitirnos
el capricho
de ser pobres
en la ciudad más rica.)
No nos
arrepentimos en absoluto.
Al margen
de algún pequeño accidente
–del que
salieron peor paradas las arañas
que
nosotros–, dormimos,
llanamente
hablando, de maravilla
–incluso
diría que mejor
que en la
propia cama,
aunque tal vez
se debió a
la fatiga,
más que al
lecho de tierra y hojas–.
Por la mañana, dejando atrás
a los otros,
fui a lavarme a una fuente
cercana.
Cuando la niebla se disipó,
descubrí
encantado
que al otro
lado del canal,
estaba la
iglesia barroca
de Santa
María de la Salud,
la misma que en clase había
aprendido
que fue obra de Baltasar
Longhena,
la misma
que una aburrida tarde de
invierno,
me había hecho pensar que
era
ABSOLUTAMENTE IMPRESCINDIBLE
salir de una vez por todas
de viaje.
Aquel día dejamos
las mochilas en la consigna
de la estación
y como un grupo de turistas
cualquiera,
recorrimos la ciudad entera.
Mas
si alguien me pregunta
qué imagen prefiero,
respondería de inmediato que
la que vi
desde esa fuente sin nombre,
con los ojos pasmados y la
mente
a medio despertar,
y si alguien me cuenta
que ha estado en Venecia,
que ha visto
San Marcos, que ha hecho
muchas fotos,
yo pienso
"pobre hombre, que
engañado está",
y cambio de tema,
mientras oculto la sonrisa
irónica
que sin querer
se me escapa
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