miércoles, 5 de marzo de 2014










V.
Hay que tener las manos muy sucias para llegar a la veta más pura.
VI.
Cada solución engendra un nuevo problema.
VII.
De los errores uno aprende a equivocarse mejor.
VIII.
La perfección no existe, pero la imperfección se puede ocultar.




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jueves, 20 de febrero de 2014



VIEJAS HISTORIAS DEL VIEJO MUNDO.


EL LIBRE MERCADO EN LOS TRANSPORTES PÚBLICOS...



Empezaremos con un cuento sin final feliz. Era una vez un trenecito, honrado, humilde, trabajador… (Sí, el trenecito no puede ser todo esto, pero sus empleados sí). Luego llegó el progreso. Y con el progreso la competencia: coches, camiones, autobuses. Pero la gente se resistía a dejar de usar el trenecito, que pese a todo cada vez era menos rentable. Hasta que al final alguien (desde algún despacho lejano, como no) decidió a cerrarlo. ¿Y qué pasó entonces?
Bueno. Esto no es una historia inventada. En la segunda década del siglo XX se cerraron en España muchas líneas de vía estrecha. Tomemos un ejemplo, de los muchos posibles…
Leo en el libro “El ferrocarril vasco-navarro” de Juanjo Olaizola Elordi el siguiente texto:
“Sin lugar a dudas, los grandes beneficiados del cierre del Vasco-Navarro fueron las compañías de autobuses, principalmente “La Vegaresa”, mientras que, como suele ser habitual, los más perjudicados fueron los usuarios. (…)  Las tarifas de los autobuses de “La vergaresa” siempre fueron notablemente más elevadas que las del ferrocarril, incluso utilizando los abonos que expedía dicha empresa, por lo que el tren, merced a los bajos precios, siempre contó con el favor de los viajeros. El mismo día de la clausura del servicio ferroviario, la compañía de autobuses amplió el servicio, pero eliminada la competencia, decidió suprimir todo tipo de abonos, lo que causó la lógica indignación de los usuarios.”
(el subrayado es mío)¿Y bien? ¿Cuántas veces hemos oído la misma historia? ¿Cuántas veces la oiremos más?
Una pista:  Este ferrocarril desapareció en 1967. Ahora el ministerio de Fomento está planeando el cierre de 70 servicios de ferrocarril (lo que ellos llaman “Rutas no rentables”) y su sustitución por líneas de autobuses. ¿Quién ganará y quién perderá? Es fácil saberlo.

Esto me recuerda que uno de los pilares básicos de los teóricos del capitalismo (no de los capitalistas, que son otra gente) era la libre competencia. Pero esta libre competencia cada vez es más una quimera que una realidad.
Recordemos que en la España anterior a 1873 (la primera gran crisis capitalista, que entonces les pareció muy mala porque no sabían lo que venía después), existían más de 40 bancos privados y que en la España posterior a la crisis de 1873 estos bancos se redujeron a menos de 10 (y esto pasó en un par de años). De manera que las crisis producen, como es bien sabido, una concentración de capital; y eso significa no sólo que el pez grande se come al chico sino que el pez grande se hace más y más grande cuantos más peces pequeños se va comiendo. ¿Y dónde queda la competencia entonces? Pues es fácil imaginárselo… Aunque realmente esto no es nada del otro mundo, pues el capitalismo, por mucho que se diga lo contrario, tiende siempre al monopolio, en todas sus formas posibles.
¿Quién debería velar por el bien de los ciudadanos, que no suele ser el bien de los capitalistas (aunque aún haya bastante gente empeñada en seguir manteniendo lo contrario)?
Los que legislan. Porque la legislación es la que pone límites a lo que una empresa puede o no puede hacer (al menos en teoría, obviamente). Pero desde hace muchos siglos en España, como en la mayoría de los países, los que legislan no sufren los resultados de su legislación y los que sufren los resultados de esta legislación no tienen mucha capacidad para decidir qué se legisla y cómo.
Las reglas del juego son muy simples, pero no está de más recordarlas. O dejar que nos las recuerden…

“Regla número uno: hay que respetar las convenciones del juego”. Regla número dos: Sin embargo, el juego no debe ser demasiado evidente”.

Así describe Sabino Méndez en su libro “Corre, rocker: Crónica personal de los Ochenta” el negocio de la música. Y esto vale hoy en día para la política. Un juego muy educado y caballeroso donde unos hacen como que gobiernan por el bien del resto y donde el resto hace como que aceptan ser gobernados por esos, e incluso, cuándo les toca y según viejas costumbres perfectamente reguladas, hacen como que son ellos mismos los que se gobiernan a ellos mismos. Esto a mí me recuerda esas antiguas fiestas de pueblos donde por un día (y sólo por un día) las mujeres gobiernan a los hombres o el pueblo destituye al alcalde y pone a alguna figura folclórica y anecdótica en su lugar. Bien, ese día todo el mundo se lo pasa bien y disfruta de la fiesta. Pero al día siguiente todo sigue como siempre. Y todos tan contentos.
Nos han educado desde bien pronto para seguir al rebaño y lo seguimos dócilmente. A fin de cuentas el rebaño está guiado por el pastor y el pastor, obviamente, siempre cuida de sus ovejas. ¿Correcto?

¡Ah! Por cierto… ¿Recuerdan esa línea de autobuses del cuento, “La Vergaresa”? Sus dueños prometieron, cuando se dijo que iban a quitar el tren, que ellos no subirían sus precios. Y sí, cumplieron su promesa: los precios no subieron. Pero el resultado final fue el mismo: el usuario tuvo que pagar más por su billete. A eso lo llamo yo “el arte de la política”. Y ese arte se ha ido mejorando con los años, porque como cada vez el público está más avispado, cada vez el truco tiene que ser más complejo. Y sí, parece mentira, pero hay que reconocer que aún nos siguen tomando el pelo. Pero ya se sabe.
Regla número uno: hay que respetar…











(foto de A.V. F.)


lunes, 17 de febrero de 2014


PARA SENTIR LO QUE SIENTO

Lo que sintió Pavese.
Estoy sintiendo lo que sintió Pavese.
Y no hace falta el teléfono.
Llamas y nadie te contesta.
Pides ayuda y el silencio te escupe su desprecio.

No.

No hace falta el teléfono.

Para sentir lo que siento.
Para sentir lo que sintió Pavese.

Algunos, los que nada saben,
creen que la soledad
puede ser la peor pesadilla
de un hombre.
Pobre Pavese, que solo se debió sentir,
murmuran, apesadumbrados
y ciegos.
                       ¡Ciegos!

Los que nada saben…
hablan y hablan. Sus palabras parecen
veredictos irrevocables.
Son palabras tan claras y soberbias
que no explican nada.

Y ahora estoy siento lo que sintió Pavese.
Ahora soy Pavese frente al teléfono…
Hay demasiado pasado sobre ni espalda.
No puedo seguir andando, pero tampoco puedo volver atrás.
Por eso,
y porque sé
que una respuesta inesperada
puede ser infinitamente peor
que el silencio;
os digo: cierto, Pavesse se sintió muy solo,
tan solo como sólo puede sentirse un hombre solo,
pero no basta.
No basta la soledad para acabar con un hombre acostumbrado a la soledad.
(Y lo digo con conocimiento de causa…)
Así que, vosotros que lo sabéis todo, cerrad
vuestras bocas.
Cerrad vuestra vanidad, y oid:
algo peor que una respuesta inesperada
es una respuesta predecible.

(Pavese lo sabía bien.
Por eso prefirió el silencio.)



martes, 3 de diciembre de 2013



PRIMER PREMIO.


(NOVELA)



Puse la tele a mediodía y estaban haciendo uno de esos asquerosos documentales de animales. La apagué. Leí un rato. Escribí. A la hora de cenar volví a poner la tele y estaban haciendo uno de esos asquerosos resúmenes de fin de año. Faltaban tres días para Nochevieja y todos los programadores de televisión estaban empeñados en recordarnos todas las desgracias acontecidas en el último año. Me vestí y salí a la calle. No se cómo acabé en el restaurante donde trabajaba Laura, la amiga de mi sobrina. Entré a cenar. No sabía si estaría ella pero nada más entrar la vi y me vio. Me senté lejos de la barra y pedí la cena. 
(...)




http://herederosdelkaos.blogspot.com.es/2013/10/primer-premio-por-alfonso-vila-frances.html












EL HONOR ES COSA DE RICOS

ALFONSO VILA FRANCÉS




–Señora Loreen. Súbase usted la falda…. Se la sube usted o se la subo yo…

Mi madre dejó de reírse, desconcertada. Su cara cambió tan rápido como cuando papá soltaba uno de sus gritos repentinos.
Durante una minúscula fracción de tiempo había pensado que el señor Hasp bromeaba. Pero era evidente que el señor Hasp no bromeaba.
Hasta yo notaba la presión de su mirada sobre mis parpados, notaba como mis ojos querían cerrarse, como mi cuello se inclinaba dócilmente, como las manos buscaban el contacto de las mejillas, como las piernas se acartonaban y se retraían sobre mi vientre. Pero esta estrategia no me iba a servir. Podía hacerme una bola de grasa y esperar el puntapié de papa. Podía hacerme un ovillo de piel gruesa y no dejar pasar las lágrimas y los ruidos. Pero nada de esto me iba a servir para enfrentarme al señor Hasp. Y todo era cuestión de tiempo, de muy poco tiempo.
Entonces el señor Hasp dejó el vaso de vino sobre la mesa. Lo golpeó con tanta fuerza que no sé como no lo rompió. Inmediatamente después, se levantó de un salto, dio dos pasos rápidos y se plantó delante de mi madre. No volvió a repetir su orden. Pero la miró de una forma tan feroz que mi madre retrocedió y retrocedió hasta que su silla se inclinó tanto que de golpe cayó al suelo. Sus piernas quedaron abiertas y la falda se le subió hasta más arriba de las rodillas. Lo que pasó a continuación me atemorizó más que cualquier otra cosa… Mi madre se quedó quieta en el suelo, miró al señor Hasp y estalló en una carcajada descomunal. Jamás había visto reírse así a mi madre. Era una risa que me atravesaba la carne y se me clavaba directamente en el corazón. Era como una fecha con punta envenenada lanzada por un indio a tu espalda. Estabas muerto en un segundo.  Me quedé tan paralizado que lo siguiente que recuerdo es al señor Hasp dándome un tirón en la oreja y sacándome de la cocina a rastras mientras no paraba de reírse con una risa que se juntaba a la risa de mi madre pero no se confundía con esta. Era como si mi madre se encargara del instrumento principal y el señor Hasp le hiciera el acompañamiento. Pero la puerta se cerró con violencia y las risas pararon. De pronto no había más que la puerta cerrada y el porche desvencijado y desierto. Me puse a dar vueltas por el jardín, y al doblar la esquina me encontré a mi padre serrando madera. Levantó la cabeza y me miró.
–¿Dónde vas, vaquero?
Recordé que llevaba puesto el disfraz de vaquero que el señor Hasp acababa de regalarme.
Mi padre bajó la cabeza y siguió serrando. Estuvo serrando hasta que el coche negro del señor Hasp desapareció colina abajo.
Tiré la cartuchera, la pistola y el sombrero al estanque. Los pantalones y la camisa no me los podía quitar porque no tenía nada que ponerme.
Mi madre abrió la puerta y salió a barrer el porche, como todas las tardes antes de cenar.
Luego nos llamó a gritos.
Papa y yo entramos y nos sentamos a la mesa.
Esa noche tocaba puré de patatas con carne. Era una carne que no había comido antes. No sabría decir si de vaca o de cerdo, o puede que cordero. La verdad es que estaba muy buena.
Mi padre salió a tomarse unas cervezas al porche. La noche era clara y agradable.
Antes de acostarse vino a la habitación y me dejó el sombrero vaquero, al cartuchera y la pistola. Los había sacado del estanque y los había lavado y secado.
–¿Estás despierto, hijo? –le escuché decir en la oscuridad.
No contesté.
Se sentó un momento en la cama. Me asusté. Mi padre nunca se sentaba en mi cama.
Por suerte se fue al momento.
La noche fue muy silenciosa. De madrugada me levanté y me acerqué a la puerta de su dormitorio. Mi padre roncaba como siempre.
A medio día, mientras ayudaba a mi madre a hacer galletas, ella de pronto me miró con esa cara de preocupación que usaba cuando quería preguntarme algo que sabía perfectamente que yo no podía responderle y murmuró:
–Sabes, hijo, el honor es cosa de ricos.
No añadió nada más.
Y yo me quedé con ganas de decirle que ayer por la noche papa también me había llamado “hijo” y que eso me había parecido tan extraño que pensé que por la mañana no iba a estar en casa y no lo íbamos a ver ya más. Pero mi padre estaba en el campo y vendrá a la hora de comer, tan puntual como siempre. Y yo sentiría un extraño deseo de abrazarlo, de tocar su cuerpo sucio, de notar su olor a estiércol, a sudor, a heno y a tierra seca, pero no me movería de mi silla. Ni levantaría demasiado la vista al comer. Porque todo debía ser normal. Tan normal como siempre. Mis padres volverían a gritarse otra vez. Volvería a aparecer el coche negro del señor Hasp y yo volvería a tener otro disfraz o un tren eléctrico o puede que hasta una bicicleta. Todo eso lo imaginé mientras miraba la mano llena de harina de mi madre. Eran muchas cosas en mi cabeza. Y eso era porque estaba haciéndome un hombre y empezaba a tener la cabeza tan llena de cosas como la tienen los hombres. Me hubiera gustado contarle todo esto a mi madre pero me limité a ayudarle con las galletas. Mi padre casi nunca hablaba. Mi tíos y mis primos mayores tampoco. Un niño deja de ser un niño cuando comprende que las cosas que llenan su cabeza son cosas de las que no hay que hablar.
La próxima vez que viniera el señor Hasp iría a serrar con mi padre. Tenía un buen montón de troncos en el establo. Él no lo decía, pero un poco de ayuda no le vendría nada mal.


(foto del autor)


domingo, 10 de noviembre de 2013




COMIENZA LA TEMPORADA OTOÑO-INVIERNO, II


APLAUDAMOS A LOS INTRANSIGENTES Y MATEMOS A LOS SENSATOS (LA SEGUNDA REPÚBLICA Y LA GUERRA CIVIL. UNA APROXIMACIÓN)



¿Exagerado? Veamos lo que dice Gabriel Jackson en su libro “La república española y la guerra civil”:

Gil Robles hizo caer al gobierno en marzo por su negativa a aceptar la conmutación de las sentencias de muerte contra los dirigentes asturianos, la prensa monárquica lo alabó por su intransigencia. A principios de mayo la CEDA volvió a formar parte del gobierno, esta vez con el propio Gil Robles como ministro de Guerra, mientras los monárquicos le acusaban de traición por haber “aceptado” la república.

Bien. Vamos por partes… ¿Quieres eran los dirigentes cuyas condenas Gil Robles no quería conmutar? ¿Peligrosos revolucionarios, asesinos despiadados de curas indefensos? No. Eran dos diputados socialistas que si se habían destacado en los sucesos de Asturias era por todo lo contrario, por su humanidad, por su moderación, por su prudencia. González Peña, como miembro del comité revolucionario que se formó cuando los mineros y obreros sublevados tomaron Oviedo, se encargó, con grave riesgo personal, de evitar las ejecuciones de detenidos, de tratar de convencer a sus camaradas de la necesidad de una rendición pactada (por lo que fue acusado de cobardía y casi condenado a muerte por sus propios compañeros) y de impedir que los mineros volaran la catedral con la dinamita que habían traído de las minas. Él mismo dijo en su defensa que “Había salvado la vida a cien guardias de asalto y guardias civiles” y era cierto, si bien pese a todo hubo algunos fusilamientos de curas y policías, pero muchos menos de los que la propaganda de derechas hizo creer. Teodomiro Menéndez había tenido un papel más reducido: su único delito había sido intervenir en la defensa y protección de los detenidos por los revolucionarios, logrando que algunos de ellos fueran trasferidos a casas particulares “en calidad de detenidos”, pues pensó que allí estarían más seguros, como de hecho así era. Por todo esto el gobierno de Lerroux y Gil Robles ( y sobretodo el tribunal militar que los juzgó) los consideraba tan peligrosos y culpables como el más peligroso y culpable de los revolucionarios. Para las derechas españolas no había ninguna diferencia entre intentar salvar a un cura o un policía, evitar incendios, destrucciones, violaciones y saqueos y hacer todo lo contrario. Ambos delitos merecían la misma pena. 
(...)

(PRÓXIMAMENTE EN JOTDOWN)