miércoles, 17 de junio de 2015




Muy pronto...















DÍAS SIN FÚTBOL




La decisión más importante que tomé por aquellos días fue dejar de ver el fútbol. Eso supuso dejar de hablar con mis compañeros. No diré que significó mi rechazo social, porque yo hace tiempo que ya estaba excluido de esa pequeña sociedad que formaba la empresa, pero sí fue su consecuencia más visible. Yo pasé así de ese modo a formar parte del limbo de los indiferentes, de los que están-pero-no-están, de los que ocupan un espacio, pero son como fantasmas, como presencias invisibles en las que nadie repara. Mientras hablé de fútbol aún tuve esperanzas de integrarme en la empresa, pero en el momento que declaré públicamente que no me interesaba el fútbol dejé de existir. Nadie me miraba, nadie me hablaba. Estaba allí, junto a ellos, y escuchaba las palabras y percibía sus miradas, pero tanto las unas como las otras pasaban a través de mí como la corriente eléctrica pasa a través de un cable, de un modo silencioso, invisible, sin que nada interfiera en su recorrido.
Aquella nueva situación no me desagradaba en absoluto. Tenía más tiempo para mí. Para pensar. Para observar. Es cierto que no tenía nada importante en lo que pensar ni había en toda la oficina nada que observar que fuera de mi interés, pero eso no era ningún inconveniente. Pensar, observar, permanecer en silencio, mirar si temor a ser mirado, escuchar sin tener que decir nada… eran actividades agradables en sí mismas, no importaba si el resultado era baldío o importante, si toda esa capacidad de concentración me llevaba a algún lugar nuevo o si sólo me servía para matar el tiempo. Tenía días mejores y días peores, como antes, pero ahora ya no tenía que esforzarme en disimular. En general el trabajo se hacía más llevadero. Y cuando volvía a casa no sentía sobre mí el peso de una enorme losa de mármol.
Con la única persona que hablaba regularmente era con mi jefe inmediato. Mi jefe inmediato era un necio, la táctica era dejarle hablar a él y asentir con gravedad. Eso no ayudaba a mejorar las cosas pero por lo menos no las empeoraba. Por desgracia yo había cometido una serie de errores imperdonables y por ese motivo yo sabía que jamás iba a gozar de su simpatía. Al contrario: me tenía una manía terrible. Una manía perfectamente justificable, pues no es lo mismo un necio que un idiota y mi jefe, por muy necio que fuera, conservaba la suficiente capacidad intelectual como para comprender que un trabajador que se permite hacer unas propuestas de mejora al poco de entrar en la empresa es un trabajador peligroso. Y por si fuera poco yo no sólo había tenido ese atrevimiento sino que además, al ver como mis propuestas eran vilipendiadas y humilladas sin darles la más mínima oportunidad, había tenido la osadía de poner en evidencia a mi propio jefe, y encima en público, delante de todo el mundo, cuando lo más lógico hubiera sido criticarle por la espalda, que era exactamente lo que hacían mis compañeros. Aquel fue un error de juventud, pero un error que me iba a costar muy caro. Por suerte el tiempo ayuda a aceptarse a uno mismo, ayuda a perdonarse y a ser tolerante con nuestras propias miserias y yo acabé resignándome a ocupar el lugar exacto que me correspondía en la empresa: el de lacayo. 
Desde entonces habían pasado casi diez años. Yo tenía dos vidas. Mi vida de nueve a seis y mi vida de seis a doce. Mi vida de nueve a seis siempre era igual y mi vida de nueve a doce siempre era igual. Cuando salía de la oficina, me iba a casa, me ponía cómodo y encendía el televisor. No tenía amantes. No tenía un vicio secreto. No preparaba ninguna revolución y ensayaba para entrar en la fama por la puerta grande. Mi vida de nueve a doce era una vida agradable, sin pretensiones, sin testigos molestos. Para mí, el principal problema era hacer en cada momento lo que debía hacer. Esto me había costado mucho. Hay costumbres que sólo se fijan con la repetición constante. Yo había dedicado muchas horas y días a entrenar mis acciones y acallar mis pensamientos. Y gracias a eso ahora vivía en paz. Todo estaba bajo control. Mis dos vidas eran dos espacios bien diferenciados, dos compartimentos estanco, sin nada en común, sin ningún contacto de ningún tipo. Yo prefería mi vida de nueve a doce, pero en el fondo de mi ser sabía que esa vida no sería posible sin la otra. Así como no hay luz sin oscuridad, yo no podía disfrutar de mi vida de seis a doce sin pasar antes por el calvario, por el camino de sufrimiento y perfección de mi vida de nueve a seis.
Por suerte tenía mis armas. Para mi vida de nueve a seis mi principal arma era la inmovilidad. La inmovilidad era un don que consistía precisamente en eso, en permanecer inmóvil en un lugar la mayor cantidad posible de tiempo. Era un don que no era innato, sino que se adquiría con los años. Yo, no es por presumir, tenía una gran destreza en inmovilidad. Me sentaba en mi silla a las nueve y no me levantaba ni me movía hasta las once. Sabía por experiencia que si conseguía estarme quieto, todo iría bien. Pero si, por el contrario, tenía que levantarme varias veces, entonces sólo podía tener problemas.
A las once disponía de diez minutos para hacer estiramientos, genuflexiones, saltos y otros ejercicios que hicieran creer a mis pobres extremidades que aún tenían una función en mi vida. La evolución genética es un proceso irreversible. Muchos animales han dejado atrás las aletas, las escamas, las branquias, y eso no ha supuesto ningún trauma para ellos. ¿Pero cómo decirle a un brazo o a una pierna que son completamente inútiles? Uno le coge cariño a su pierna, aunque no la necesite para nada. Pese a todo yo mimaba mis extremidades en la medida de lo posible. Les dedicaba muy poco tiempo al día, por supuesto, pero me resistía a imaginar mi vida sin ellas. Normalmente iba en coche a todas partes. Y en la oficina pasaba la mayor parte de mi tiempo sentado. En los breves descansos todo lo que hacía era ir hasta la máquina del café, insertar una moneda, llevarme el vaso a la boca, verter su contenido en mi garganta y volver rápida y sigilosamente a mi escritorio. Si tenía que usar el servicio, procuraba hacerlo con la mayor premura. Y siempre después de haber oteado el horizonte.
Intentaba no cruzarme con ningún compañero. Y, en el peor de los casos, intentaba pasar lo más desapercibido posible. Algunas veces se formaba una pequeña cola frente a la máquina del café. Si no podía dar la vuelta me limitaba a esperar mi turno con aire distraído y, si la cola se prolongaba, sacaba un papel de mi carpeta y fingía leerlo con verdadero interés. Siempre llevaba una carpeta en la mano, tanto en el descanso del almuerzo como a la hora de la comida. Si tenía que hablar procuraba hablar del tiempo. Utilizaba frases cortas y fáciles de entender. Normalmente de tipo exclamativo. “¡Qué calor”, “!Qué frío”!, cosas así. Esas frases eran perfectas para salvar momentos delicados. Pero si la cosa se ponía seria entonces echaba mano de mis frases comodín. “¡Estamos apañados!”, por ejemplo. Esa era una de mis frases preferidas. Servía para todo, para la situación de la economía mundial y para el retraso en el pago de las nóminas, además, claro está, para el fútbol. Cuando mis interlocutores escuchaban esta frase respondían con alegría: “¡Pues sí, desde luego!”. Y todos tan contentos…
Esos pequeños trucos y otros semejantes me permitían sortear las dificultades de la jornada sin un esfuerzo extra. Era como una especie de piloto automático. Una vez pasado el momento inicial, el momento del despegue, ya no había nada que temer hasta el final del día, el momento del aterrizaje. Pero para entonces yo también tenía mis recursos. El principal de todos: salir corriendo, fingiendo alguna tarea indemorable. Era una precaución innecesaria, pues hacía años que nadie me proponía ir a tomar unas cervezas al bar de enfrente, pero las precauciones innecesarias nunca venían mal en la oficina.
Todo trascurría con calma, como debía ser. Hasta que llegó la primera desgracia. Llegó de repente, como suelen hacer las desgracias. Un lunes me encontré con una inusual agitación. Un ojo experto puede detectar ciertos indicios que pasarían inadvertidos para un advenedizo. En pocos segundos comprendí que la situación no era grave. La agitación procedía de algún lugar de las estancias superiores y llegaba a nosotros a través del personal de menor categoría: celadores, conserjes, vigilantes y señoras de la limpieza. La agitación de una oficina es como las olas del mar. Para un turista las olas son golpes caóticos e impredecibles. Puede estar mirándolas un día entero y no comprender nada. Pero un viejo pescador las escruta durante un momento y rápidamente entiende su patrón, el patrón ineludible que siguen las olas, y por tanto sabe cuando es peligroso arrojarse al mar y cuando no hay peligro alguno. Yo actué como el pescador. Observé y saque mis conclusiones. Algo había sucedido, eso era evidente, y sus consecuencias iban a alcanzarnos en cierta medida a todos. Pero aquello no iba a suponer más que un ligero trastorno momentáneo. Algunos de los empleados más jóvenes se mostraban perplejos y preocupados. Esperaban impacientes la llegada de nuevas noticias. Yo sabía que no tenía nada de que preocuparme. Y obtuve la confirmación de mis sospechas varias horas después. Cuando el jefe de departamento nos reunió para comunicarnos que el presidente había fallecido. Efectivamente, no había nada que temer.
Dos días después el hijo del presidente tomo posesión de su cargo. La oficina recuperó su ritmo habitual. Mientras archivaba expedientes se me ocurrió pensar en la oficina como un barco, un barco lento, parsimonioso, un barco viejo, decrépito, un barco que avanzaba muy lentamente entre las aguas estancadas y turbias de un río inmenso. A veces parecía que el barco no avanzaba. El paisaje era siempre el mismo: la selva, la selva impenetrable. Parecía que el barco jamás saldría a mar abierto. Pero el barco avanzaba. Avanzaba lentamente. Un recodo. Otro. Al final, en algún momento, todos íbamos a ver el mar. El mar, la playa deslumbrante… No había nada que temer.
Mientras tanto yo cumplía escrupulosamente mis horarios y procuraba no inmiscuirme en conversaciones ajenas. Sin embargo ocurrió un incidente. Un incidente cuanto menos curioso: escuché una conversación ajena, una conversación que me sumió en un estado de inquietud. Fue algo totalmente accidental. De haber sabido lo que iba a pasar jamás hubiera entrado a esa cafetería. Pero la máquina estaba rota y tuve que salir a la calle. Aún así tuve la precaución de pasar de largo hasta la manzana siguiente. Allí me detuve delante de una cafetería que me pareció segura y entré con confianza. No pensé que otras personas habrían tenido mi misma precaución, pero así fue. Cuando ya estaba sentado en un taburete junto a la barra aparecieron dos altos cargos. Se colocaron junto a mí y pidieron sus cafés. Ellos no repararon en mí, pero yo sí reparé en ellos. Y aunque hice todo lo posible para no escuchar, no cerré mis oídos lo suficiente. Estaban hablando de una tercera persona. Uno de ellos le decía al otro:
–Dijo que no lo había visto.
–¿Qué no lo había visto? –preguntaba su interlocutor con asombro.
–Sí. Exactamente –contestaba su compañero. Y mientras respondía lanzaba hacia el mostrador de la cafetería una honda mirada de preocupación. Después fijaba sus ojos sobre su compañero y repetía esas extrañas palabras otra vez, como para convencerse a sí mismo de que era cierto lo que había escuchado:
–¡Que no lo había visto!
Mientras tanto yo hacía lo propio en mi cabeza. ¿Qué no lo había visto? ¿Quién no lo había visto? Aquello no podía ser bueno. Evidentemente se referían al partido de la selección nacional disputado la tarde anterior. Yo creía que era la única persona en toda la oficina que no había visto ese partido, pero aquellos altos cargos hablaban de alguien que no podía ser yo.
Mi sexto sentido me puso en guardia. Algo iba a suceder pronto. Aquello no podía traer nada bueno.  Decidí extremar mis precauciones. Ahora más que nunca debía ir con los ojos bien abiertos. Y entonces llegó la segunda desgracia. Sólo que esta vez no se quedó en desgracia, sino que alcanzó el grado de catástrofe.
Ocurrió otro lunes, como no podía ser menos. Yo había acudido a la oficina un poco más pronto de lo habitual. Estaba inquieto. Mi sexto sentido no paraba de mandarme avisos de peligro intermitentes. Al llegar a mi planta advertí una súbita agitación. En principio no era muy diferente a la agitación de hacía varias semanas, la provocada por la muerte del presidente, pero esta vez supe con certeza que era grave. No. Grave no: gravísimo. Era algo terrible. Mi primera impresión se vio rápidamente reafirmada en cuanto llegué a mi sector. Para entonces ya era consciente de que todas mis estrategias me iban a resultar inútiles. No había nada que hacer. Tenía que arrojarme al agua y rezar para que el agua me arrastrara rápidamente a la orilla. Algo nada fácil cuando a tu alrededor todo son remolinos. Pese a todo tuve un momento de debilidad, de cobardía, pero comprendí que no podía hacer otra cosa que avanzar hasta la puerta del despacho de mi jefe inmediato, el lugar de donde procedía la agitación.
Lo que vi allí no lo puedo explicar con palabras. El suelo estaba lleno de cajas de cartón cerradas. Esas cajas contenían las cenizas de treinta años de trabajo. Fuera de ellas no había nada: armarios vacíos, paredes desnudas, una enorme mesa a la deriva, sin mástiles ni timón. Junto a mí se arremolinaban algunos de mis compañeros más inmediatos. Todos estaban desconcertados. Nadie hablaba.
No sé cuanto tiempo estuve mirando en la puerta del despacho. Perdí la moción del tiempo. Y luego, de repente, noté como mi cuerpo daba un paso hacia atrás. Y reparé que mis compañeros hacían los mismo. Aquella fue la señal, una señal que llegó desde lo más profundo de nuestra alma dócil. De un modo pausado y ordenado todos ocupamos nuestros puestos. Nadie dio la orden. Una especie de aceptación callada, un aura de resignación general flotaba en el ambiente. Todos comprendimos lo que se esperaba de nosotros.
Aquello no era la desgracia. Aquello era sólo su avanzadilla. La desgracia en su totalidad cayó sobre mí como un rayo destructor algunos minutos más tarde, cuando sin previo aviso sonó el teléfono y al ir a contestar descubrí que era una llamada interna. Entonces sí saltaron todas las alarmas. Pero ya no había nada que hacer.
De pronto el tiempo se detuvo. No sé realmente cuánto tarde en contestar a la llamada, pero me dio tiempo para repasar toda mi vida, toda mi vida en esa oficina, en esa mesa, frente a esa ventana. Y recordé algo que acababa de suceder. Recordé que al acercarme al despacho de mi jefe inmediato, los compañeros más veteranos que ya estaban en la puerta se habían movido ligeramente para dejarme un hueco por el que mirar. Fue un acto casi imperceptible, y aunque lo percibí perfectamente, lo cierto es que entonces no supe juzgarlo como se merecía. Pero al recordarlo entonces, frente al teléfono que continuaba sonando con insistencia, que no iba a dejar de sonar hasta que yo contestara, ese pequeño gesto me pareció la más clara amenaza que había sentido nunca sobre mi nuca. Y todos mis temores se confirmaron al instante, cuando al descolgar el aparato escuché una voz femenina que ordenaba:
–Le esperamos arriba.
Y yo pensé que aquello no podía ser bueno.



(relato perteneciente a "A Ras de Suelo", ed. Groenlandia)




martes, 9 de junio de 2015





EL FINAL DEL BANQUETE


Muchachas de cabellos suaves
venid a mí.
Dejad que acerque mi nariz a vuestros cabellos.
Dejad que mis dedos jueguen con vuestros mechones suaves.
¡Estáis tan limpias! ¡Y oléis tan bien!
Muchachas de piel tersa, de senos apacibles, de hondo manantial,
dormid conmigo, arremolinaos todas junto a mí…
¡Estoy tan sucio! ¡Y me siento tan desdichado…!
Muchachas de ojos dulces, no miréis mi piel oscura, mi pelo grasiento,
mis ropas sucias  y desgastadas…
Sabed que vengo de muy lejos.
He andado todos los caminos de la vida, las emboscadas
de la mentira, los riscos de la envidia, los desiertos
de la soledad…
Los peores caminos que puede andar un hombre
los he recorrido una y otra vez.
Y hoy
he llegado aquí, a este oasis oculto entre las rocas,
a este palacio lleno de buen vino y bellas mujeres
y no doy crédito a lo que veo.
Perdonad pues mis torpes modales,
mi aspecto descuidado,
mi mirada lasciva:
Ya no estoy acostumbrado a estos placeres
tan sencillos y abundantes en vuestra existencia.
Seguid pues, seguid con vuestras danzas y risas.
Yo no pretendo perturbaros, tan solo reclamo un hueco
en vuestros lechos. Cuando salga el sol
me habré ido. Y nada quedará de mí en vuestros cuerpos
que no se pueda borrar con un soplo de viento.
Pero sé ser agradecido cuando la ocasión lo merece
y ¿no escucháis este tintineo?, mi bolsa está llena,
treinta monedas de oro tengo para gastar.
Sed amables conmigo, es todo lo que pido.
Tal vez estás monedas ahora os parezcan poco.
Justo es que no se valore lo que no se necesita.
Pero yo sé lo que vendrá luego, he sufrido la decepción y el engaño.
Y creedme, el final del banquete
son estos dulces envenenados.


(del libro del mismo título, inédito)



viernes, 13 de marzo de 2015












Cuando era joven, cada día de Año Nuevo deseaba lo mismo: publicar una novela y perder la virginidad. Luego pasaba el año y no se cumplían ninguno de los dos deseos. Pero yo no desistía. Y volvía a prometerme lo mismo para el siguiente año. Al final, lo que parecía absolutamente imposible, sucedió: perdí mi virginidad, y resultó mucho más fácil de lo que suponía, tan fácil que me resultó decepcionante. Pero no voy a hablar del sexo. El sexo es fundamental en la vida de cualquiera, pero yo, a estas alturas, ya había descubierto que podía vivir sin follar pero no podía vivir sin escribir.
Y, sin embargo, lo que parecía más fácil (al menos un poco más fácil que lo otro, pues si follar entraba en la categoría de lo imposible, publicar una novela llegaba sólo a la categoría de lo improbable) acabó resultando lo verdaderamente complicado. De hecho, ha acabado siendo tan enrevesadamente complicado que aún no ha sucedido. He escrito unas cuantas novelas, y muchas veces ha parecido que estaba muy cerca de conseguir mi objetivo, que lo tenía delante de mis narices, que el éxito anhelado (mi primer gran éxito como escritor: ser considerado como tal) estaba llamando a mi puerta, pero siempre ha resultado ser una falsa alarma, un espejismo, una broma macabra del destino. Ya empiezo a olvidar lo que un día pretendí. Y curiosamente ahora la gente me considera un escritor. Pero yo sigo sin publicar mi novela, mi gran novela, mi obra definitiva. Esta es la verdad. Pero nadie me entiende, mi mujer, mis hijas, las amigas de mi mujer, las amigas de mis hijas, mis amigas, las hijas de mis amigas, las amigas de mis amigas, todas las mujeres que de un modo u otro pasan por mi vida: todas me dicen lo mismo: qué buenos son tus artículos, cómo nos ayudan, qué bien que conoces la naturaleza femenina, la sexualidad femenina… ¡¡La sexualidad!! Si ellas supieran… En fin, soy sexólogo. En realidad sólo soy sexólogo de papel, es decir, que en la práctica, en mi vida profesional, me dedico a otro tipo de psicología, mucho más rutinaria y aburrida. Pero escribo sobre sexo en un portal de temas femeninos, y ese portal ha tenido mucho éxito. En realidad el mérito no es mío. Estoy en una página que leen miles y miles de personas. Allí hay muchos autores y muchos artículos. Es lógico que algunas personas, de las muchas que fijan sus ojos delante de la pantalla, acaben recalando en mis artículos. Yo no tengo nada que ver con eso.
Pero le saco partido, desde luego. Del portal de internet he pasado a varias revistas y a un suplemento cultural de un periódico de provincias, de allí he pasado a un programa de televisión, a una tertulia semanal en una televisión local, lo cual no es un gran éxito en términos absolutos, desde luego, pero me sirve para ser conocido por los vecinos de mi finca, y oye, eso siempre halaga la propia vanidad. Dicho lo cual diré que soy una persona modesta. En realidad lo que yo digo y escribo no es nada del otro mundo, en temas de psicología, me refiero, pues cualquiera de mis colegas diría o escribiría más o menos lo mismo, pero por lo visto yo tengo un don natural para decir cosas rebuscadas de forma clara y por lo visto tengo cierta naturalidad delante de la cámara y ambas cosas hacen que mis intervenciones y mis artículos tengan más éxito que el de otros colegas, tan doctos o ignorantes como yo pero menos acertados a la hora de comunicar su erudición o de trasmitir su ignorancia.
En fin, yo hago lo que puedo y por lo visto lo hago bastante bien. Y eso me lleva a la cuestión central de este escrito: ¿Si se me da tan bien escribir artículos y hablar en público y se me da tan bien llegar a los oyentes y a los lectores, por qué narices no tengo ningún éxito como novelista?
Esa pregunta es la pregunta que no me deja dormir por las noches, la que me hace pasar horas y horas dando literalmente vueltas en la cama. La situación es tan alarmante que mi mujer me ha expulsado del dormitorio. Se queja, y con razón, de que no la dejo dormir con tanto trajín.
De las cuatro novelas que llevo escritas (sin contar obras que no llegan a novelas, que se quedan en simples relatos largos), dos de ellas han tenido buenas críticas en las editoriales a las que las he enviado. Me refiero a que la persona que las ha leído (o las personas que las han leído, porque en las editoriales son muy remisos a dar cualquier detalle, son extremadamente cerrados a la hora de dar cualquier información, tanto que dan ganas de mandarles a tomar viento…), ¿qué decía? ¡Ah!, sí, que no sé cuántas personas las han leído, pero lo cierto es que en la amable carta que me han remitido indican que la novela ha tenido “un buen informe”, o “un informe favorable” (sin más datos, sin indicar en qué consiste realmente ese “informe”, ni quién lo ha emitido, ni qué suele pasar en estos casos, nada de nada…) y que me mandarán noticias “a la mayor brevedad posible”. Naturalmente eso me hace concebir esperanzas, es lógico, ¿no?, supongo que ustedes harían lo mismo. Pues bien, pasan las semanas, los meses, los años. Y nada. No hay más noticias. Así con todas las editoriales. Cuando, desesperado, trato de ponerme en contacto con ellos el resultado es:
a)     Mis cartas quedan sin respuesta.
b)    La respuesta es que tendré respuesta “a la mayor brevedad posible”.
Desolador. Realmente resulta desolador. Uno pierde las ganas de escribir, de hablar, de fumar, de reír, de fornicar y de tomar un café con los amigos. ¿Cómo narices puede ser tan difícil publicar una novela? Y ya no publicar, sino simplemente saber qué está pasando con ella.
¿Y saben qué es lo peor de todo? La indiferencia absoluta de los que me rodean. La indiferencia de mi mujer, de mis hijas, de mis amigos, de mis lectores (bueno, a mis lectores aún no les he contado mis desventuras literarias, pero en caso de hacerlo, supongo que su respuesta sería la misma indiferencia de mi familia). Todos me contestan lo mismo: “No te preocupes. Si tiene que llegar, llegará”.
Sí. ¿Pero cuándo? ¿Cuándo ya esté muerto?
En fin. No se trata de quejarse. Mejor dicho, no he escrito esto para quejarme, sino para dar una solución a la pregunta planteada anteriormente.
Lo he pensado mucho. Y he llegado a estas conclusiones:

BREVE LISTADO DE RAZONES POR LAS QUE FRACASA UN ESCRITOR INCIPIENTE.

1)    Excesivo entusiasmo.
2)    Indiferencia por una serie de detalles que en su ignorancia o ceguera considera intrascendentes.
3)    Excesiva confianza en la maquinara editorial y en la figura del editor.
4)    Falta de confianza en su propia obra.
5)    Demasiada obstinación y orgullo.
6)    Falta de tiempo.
7)    Falta de ambición.
8)    Demasiada confianza en el destino, el supuesto destino al que un escritor está siendo empujado por la vida, aunque a veces el empuje se asemeje a un río remansado, es decir: sin corriente aparente.
9)    Todos los motivos no contemplados anteriormente y que resultan invisibles a la hora de detectar el problema. Esto es: las incógnitas no conocidas de la ecuación.

Bien, este breve listado requiere una explicación, desde luego. No es fácil, no crean. He tenido que pensar mucho para poder llegar a reducir el problema a nueve puntos. Y creo que aún podría reducirlo más. Si bien eso supondría pasar de lado ciertos aspectos del asunto que considero importantes para el entendimiento del mismo, no por mí, que lo tengo todo bien masticado, sino para cualquier neófito en la materia.
Sin embargo, en vista que puedo acabar resultando pesado, me avengo a resumir el ya breve resumen:
PUNTO UNO: demasiada fe en los editores y demasiada poca fe en uno mismo.
PUNTO DOS: demasiada fe en la obra de uno mismo y demasiada poca fe en los editores.
Y con esto se resume todo. Por un lado se elige al editor equivocado, luego se elige el momento equivocado y finalmente se toma la opción equivocada. Conclusión: todo se va al garete.
Naturalmente uno no puede saber ciertas cosas. No puede saber ni que es el editor equivocado, ni que es el momento equivocado ni que, su última carta, la carta a la que se lo juega todo (presionar al editor o esperar con paciencia), es una carta trucada, una carta inútil, una carta contraproducente en cualquier caso. Y eso exonera por completo al pobre escritor, en este caso a mí mismo.
Claro está, el hecho de ser inocente del desastre no te libra de padecer las consecuencias del mismo. Y aquí sigo yo, buscando el puñetero “punto G” y hablando de niños con demasiadas tareas escolares, cómo si eso tuviera algún interés, mientas mis libros van y van por aguas pantanosas, siempre al borde del hundimiento, siempre con la vana esperanza de ver el mar a la salida de algún meandro interminable. Así están las cosas. Y lo que más me repatea es que uno no puede ni quejarse. Sobre todo ahora que uno está a punto de llegar a la televisión nacional…
“Papa, te he visto en la tele”, me repiten mis hijas todos los jueves, cuando voy a recogerlas a la salida del colegio.
¿”Cómo me has visto, si estabas en clase?”, les pregunto yo irremisiblemente.
Sus respuestas son de lo más variadas: “En el recreo me he ido a la sala de profesores y he encendido una tele pequeña que hay ahí sin que me vieran”. “Lo he visto en internet, en un video que ha subido un amigo y que me ha enseñado otro amigo en su móvil”. “En clase de informática, sin que el profesor se diera cuenta, me he metido en la página web de la cadena de televisión y he visto un trozo del programa”.
Todo esto me llena de orgullo, desde luego. Pero luego, por la noche, una vez desvestido y acostado, siempre me viene la misma pregunta: “¿Y la novela, para cuándo?”.
Falta de tiempo. Exceso de entusiasmo. Descuido de los detalles elementales… Siempre es lo mismo.

                    

("la clave de mi fracaso", A. V. F., foto del autor)




jueves, 26 de febrero de 2015





UNA VERDAD MOLESTA... 

(OTRA MÁS):


En este país el estudio del arte y la literatura deja mucho que desear, ya sabíamos eso, y a quién le importa: casi la mitad de los españoles no lee ni un libro al año, así que para qué preocuparse de ese detalle.

(Juan Marsé, Revista Que Leer, nº 206)


¿Casi la mitad? Marsé se queda muy corto, me parece a mí...