viernes, 13 de marzo de 2015












Cuando era joven, cada día de Año Nuevo deseaba lo mismo: publicar una novela y perder la virginidad. Luego pasaba el año y no se cumplían ninguno de los dos deseos. Pero yo no desistía. Y volvía a prometerme lo mismo para el siguiente año. Al final, lo que parecía absolutamente imposible, sucedió: perdí mi virginidad, y resultó mucho más fácil de lo que suponía, tan fácil que me resultó decepcionante. Pero no voy a hablar del sexo. El sexo es fundamental en la vida de cualquiera, pero yo, a estas alturas, ya había descubierto que podía vivir sin follar pero no podía vivir sin escribir.
Y, sin embargo, lo que parecía más fácil (al menos un poco más fácil que lo otro, pues si follar entraba en la categoría de lo imposible, publicar una novela llegaba sólo a la categoría de lo improbable) acabó resultando lo verdaderamente complicado. De hecho, ha acabado siendo tan enrevesadamente complicado que aún no ha sucedido. He escrito unas cuantas novelas, y muchas veces ha parecido que estaba muy cerca de conseguir mi objetivo, que lo tenía delante de mis narices, que el éxito anhelado (mi primer gran éxito como escritor: ser considerado como tal) estaba llamando a mi puerta, pero siempre ha resultado ser una falsa alarma, un espejismo, una broma macabra del destino. Ya empiezo a olvidar lo que un día pretendí. Y curiosamente ahora la gente me considera un escritor. Pero yo sigo sin publicar mi novela, mi gran novela, mi obra definitiva. Esta es la verdad. Pero nadie me entiende, mi mujer, mis hijas, las amigas de mi mujer, las amigas de mis hijas, mis amigas, las hijas de mis amigas, las amigas de mis amigas, todas las mujeres que de un modo u otro pasan por mi vida: todas me dicen lo mismo: qué buenos son tus artículos, cómo nos ayudan, qué bien que conoces la naturaleza femenina, la sexualidad femenina… ¡¡La sexualidad!! Si ellas supieran… En fin, soy sexólogo. En realidad sólo soy sexólogo de papel, es decir, que en la práctica, en mi vida profesional, me dedico a otro tipo de psicología, mucho más rutinaria y aburrida. Pero escribo sobre sexo en un portal de temas femeninos, y ese portal ha tenido mucho éxito. En realidad el mérito no es mío. Estoy en una página que leen miles y miles de personas. Allí hay muchos autores y muchos artículos. Es lógico que algunas personas, de las muchas que fijan sus ojos delante de la pantalla, acaben recalando en mis artículos. Yo no tengo nada que ver con eso.
Pero le saco partido, desde luego. Del portal de internet he pasado a varias revistas y a un suplemento cultural de un periódico de provincias, de allí he pasado a un programa de televisión, a una tertulia semanal en una televisión local, lo cual no es un gran éxito en términos absolutos, desde luego, pero me sirve para ser conocido por los vecinos de mi finca, y oye, eso siempre halaga la propia vanidad. Dicho lo cual diré que soy una persona modesta. En realidad lo que yo digo y escribo no es nada del otro mundo, en temas de psicología, me refiero, pues cualquiera de mis colegas diría o escribiría más o menos lo mismo, pero por lo visto yo tengo un don natural para decir cosas rebuscadas de forma clara y por lo visto tengo cierta naturalidad delante de la cámara y ambas cosas hacen que mis intervenciones y mis artículos tengan más éxito que el de otros colegas, tan doctos o ignorantes como yo pero menos acertados a la hora de comunicar su erudición o de trasmitir su ignorancia.
En fin, yo hago lo que puedo y por lo visto lo hago bastante bien. Y eso me lleva a la cuestión central de este escrito: ¿Si se me da tan bien escribir artículos y hablar en público y se me da tan bien llegar a los oyentes y a los lectores, por qué narices no tengo ningún éxito como novelista?
Esa pregunta es la pregunta que no me deja dormir por las noches, la que me hace pasar horas y horas dando literalmente vueltas en la cama. La situación es tan alarmante que mi mujer me ha expulsado del dormitorio. Se queja, y con razón, de que no la dejo dormir con tanto trajín.
De las cuatro novelas que llevo escritas (sin contar obras que no llegan a novelas, que se quedan en simples relatos largos), dos de ellas han tenido buenas críticas en las editoriales a las que las he enviado. Me refiero a que la persona que las ha leído (o las personas que las han leído, porque en las editoriales son muy remisos a dar cualquier detalle, son extremadamente cerrados a la hora de dar cualquier información, tanto que dan ganas de mandarles a tomar viento…), ¿qué decía? ¡Ah!, sí, que no sé cuántas personas las han leído, pero lo cierto es que en la amable carta que me han remitido indican que la novela ha tenido “un buen informe”, o “un informe favorable” (sin más datos, sin indicar en qué consiste realmente ese “informe”, ni quién lo ha emitido, ni qué suele pasar en estos casos, nada de nada…) y que me mandarán noticias “a la mayor brevedad posible”. Naturalmente eso me hace concebir esperanzas, es lógico, ¿no?, supongo que ustedes harían lo mismo. Pues bien, pasan las semanas, los meses, los años. Y nada. No hay más noticias. Así con todas las editoriales. Cuando, desesperado, trato de ponerme en contacto con ellos el resultado es:
a)     Mis cartas quedan sin respuesta.
b)    La respuesta es que tendré respuesta “a la mayor brevedad posible”.
Desolador. Realmente resulta desolador. Uno pierde las ganas de escribir, de hablar, de fumar, de reír, de fornicar y de tomar un café con los amigos. ¿Cómo narices puede ser tan difícil publicar una novela? Y ya no publicar, sino simplemente saber qué está pasando con ella.
¿Y saben qué es lo peor de todo? La indiferencia absoluta de los que me rodean. La indiferencia de mi mujer, de mis hijas, de mis amigos, de mis lectores (bueno, a mis lectores aún no les he contado mis desventuras literarias, pero en caso de hacerlo, supongo que su respuesta sería la misma indiferencia de mi familia). Todos me contestan lo mismo: “No te preocupes. Si tiene que llegar, llegará”.
Sí. ¿Pero cuándo? ¿Cuándo ya esté muerto?
En fin. No se trata de quejarse. Mejor dicho, no he escrito esto para quejarme, sino para dar una solución a la pregunta planteada anteriormente.
Lo he pensado mucho. Y he llegado a estas conclusiones:

BREVE LISTADO DE RAZONES POR LAS QUE FRACASA UN ESCRITOR INCIPIENTE.

1)    Excesivo entusiasmo.
2)    Indiferencia por una serie de detalles que en su ignorancia o ceguera considera intrascendentes.
3)    Excesiva confianza en la maquinara editorial y en la figura del editor.
4)    Falta de confianza en su propia obra.
5)    Demasiada obstinación y orgullo.
6)    Falta de tiempo.
7)    Falta de ambición.
8)    Demasiada confianza en el destino, el supuesto destino al que un escritor está siendo empujado por la vida, aunque a veces el empuje se asemeje a un río remansado, es decir: sin corriente aparente.
9)    Todos los motivos no contemplados anteriormente y que resultan invisibles a la hora de detectar el problema. Esto es: las incógnitas no conocidas de la ecuación.

Bien, este breve listado requiere una explicación, desde luego. No es fácil, no crean. He tenido que pensar mucho para poder llegar a reducir el problema a nueve puntos. Y creo que aún podría reducirlo más. Si bien eso supondría pasar de lado ciertos aspectos del asunto que considero importantes para el entendimiento del mismo, no por mí, que lo tengo todo bien masticado, sino para cualquier neófito en la materia.
Sin embargo, en vista que puedo acabar resultando pesado, me avengo a resumir el ya breve resumen:
PUNTO UNO: demasiada fe en los editores y demasiada poca fe en uno mismo.
PUNTO DOS: demasiada fe en la obra de uno mismo y demasiada poca fe en los editores.
Y con esto se resume todo. Por un lado se elige al editor equivocado, luego se elige el momento equivocado y finalmente se toma la opción equivocada. Conclusión: todo se va al garete.
Naturalmente uno no puede saber ciertas cosas. No puede saber ni que es el editor equivocado, ni que es el momento equivocado ni que, su última carta, la carta a la que se lo juega todo (presionar al editor o esperar con paciencia), es una carta trucada, una carta inútil, una carta contraproducente en cualquier caso. Y eso exonera por completo al pobre escritor, en este caso a mí mismo.
Claro está, el hecho de ser inocente del desastre no te libra de padecer las consecuencias del mismo. Y aquí sigo yo, buscando el puñetero “punto G” y hablando de niños con demasiadas tareas escolares, cómo si eso tuviera algún interés, mientas mis libros van y van por aguas pantanosas, siempre al borde del hundimiento, siempre con la vana esperanza de ver el mar a la salida de algún meandro interminable. Así están las cosas. Y lo que más me repatea es que uno no puede ni quejarse. Sobre todo ahora que uno está a punto de llegar a la televisión nacional…
“Papa, te he visto en la tele”, me repiten mis hijas todos los jueves, cuando voy a recogerlas a la salida del colegio.
¿”Cómo me has visto, si estabas en clase?”, les pregunto yo irremisiblemente.
Sus respuestas son de lo más variadas: “En el recreo me he ido a la sala de profesores y he encendido una tele pequeña que hay ahí sin que me vieran”. “Lo he visto en internet, en un video que ha subido un amigo y que me ha enseñado otro amigo en su móvil”. “En clase de informática, sin que el profesor se diera cuenta, me he metido en la página web de la cadena de televisión y he visto un trozo del programa”.
Todo esto me llena de orgullo, desde luego. Pero luego, por la noche, una vez desvestido y acostado, siempre me viene la misma pregunta: “¿Y la novela, para cuándo?”.
Falta de tiempo. Exceso de entusiasmo. Descuido de los detalles elementales… Siempre es lo mismo.

                    

("la clave de mi fracaso", A. V. F., foto del autor)




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