viernes, 13 de marzo de 2015












Cuando era joven, cada día de Año Nuevo deseaba lo mismo: publicar una novela y perder la virginidad. Luego pasaba el año y no se cumplían ninguno de los dos deseos. Pero yo no desistía. Y volvía a prometerme lo mismo para el siguiente año. Al final, lo que parecía absolutamente imposible, sucedió: perdí mi virginidad, y resultó mucho más fácil de lo que suponía, tan fácil que me resultó decepcionante. Pero no voy a hablar del sexo. El sexo es fundamental en la vida de cualquiera, pero yo, a estas alturas, ya había descubierto que podía vivir sin follar pero no podía vivir sin escribir.
Y, sin embargo, lo que parecía más fácil (al menos un poco más fácil que lo otro, pues si follar entraba en la categoría de lo imposible, publicar una novela llegaba sólo a la categoría de lo improbable) acabó resultando lo verdaderamente complicado. De hecho, ha acabado siendo tan enrevesadamente complicado que aún no ha sucedido. He escrito unas cuantas novelas, y muchas veces ha parecido que estaba muy cerca de conseguir mi objetivo, que lo tenía delante de mis narices, que el éxito anhelado (mi primer gran éxito como escritor: ser considerado como tal) estaba llamando a mi puerta, pero siempre ha resultado ser una falsa alarma, un espejismo, una broma macabra del destino. Ya empiezo a olvidar lo que un día pretendí. Y curiosamente ahora la gente me considera un escritor. Pero yo sigo sin publicar mi novela, mi gran novela, mi obra definitiva. Esta es la verdad. Pero nadie me entiende, mi mujer, mis hijas, las amigas de mi mujer, las amigas de mis hijas, mis amigas, las hijas de mis amigas, las amigas de mis amigas, todas las mujeres que de un modo u otro pasan por mi vida: todas me dicen lo mismo: qué buenos son tus artículos, cómo nos ayudan, qué bien que conoces la naturaleza femenina, la sexualidad femenina… ¡¡La sexualidad!! Si ellas supieran… En fin, soy sexólogo. En realidad sólo soy sexólogo de papel, es decir, que en la práctica, en mi vida profesional, me dedico a otro tipo de psicología, mucho más rutinaria y aburrida. Pero escribo sobre sexo en un portal de temas femeninos, y ese portal ha tenido mucho éxito. En realidad el mérito no es mío. Estoy en una página que leen miles y miles de personas. Allí hay muchos autores y muchos artículos. Es lógico que algunas personas, de las muchas que fijan sus ojos delante de la pantalla, acaben recalando en mis artículos. Yo no tengo nada que ver con eso.
Pero le saco partido, desde luego. Del portal de internet he pasado a varias revistas y a un suplemento cultural de un periódico de provincias, de allí he pasado a un programa de televisión, a una tertulia semanal en una televisión local, lo cual no es un gran éxito en términos absolutos, desde luego, pero me sirve para ser conocido por los vecinos de mi finca, y oye, eso siempre halaga la propia vanidad. Dicho lo cual diré que soy una persona modesta. En realidad lo que yo digo y escribo no es nada del otro mundo, en temas de psicología, me refiero, pues cualquiera de mis colegas diría o escribiría más o menos lo mismo, pero por lo visto yo tengo un don natural para decir cosas rebuscadas de forma clara y por lo visto tengo cierta naturalidad delante de la cámara y ambas cosas hacen que mis intervenciones y mis artículos tengan más éxito que el de otros colegas, tan doctos o ignorantes como yo pero menos acertados a la hora de comunicar su erudición o de trasmitir su ignorancia.
En fin, yo hago lo que puedo y por lo visto lo hago bastante bien. Y eso me lleva a la cuestión central de este escrito: ¿Si se me da tan bien escribir artículos y hablar en público y se me da tan bien llegar a los oyentes y a los lectores, por qué narices no tengo ningún éxito como novelista?
Esa pregunta es la pregunta que no me deja dormir por las noches, la que me hace pasar horas y horas dando literalmente vueltas en la cama. La situación es tan alarmante que mi mujer me ha expulsado del dormitorio. Se queja, y con razón, de que no la dejo dormir con tanto trajín.
De las cuatro novelas que llevo escritas (sin contar obras que no llegan a novelas, que se quedan en simples relatos largos), dos de ellas han tenido buenas críticas en las editoriales a las que las he enviado. Me refiero a que la persona que las ha leído (o las personas que las han leído, porque en las editoriales son muy remisos a dar cualquier detalle, son extremadamente cerrados a la hora de dar cualquier información, tanto que dan ganas de mandarles a tomar viento…), ¿qué decía? ¡Ah!, sí, que no sé cuántas personas las han leído, pero lo cierto es que en la amable carta que me han remitido indican que la novela ha tenido “un buen informe”, o “un informe favorable” (sin más datos, sin indicar en qué consiste realmente ese “informe”, ni quién lo ha emitido, ni qué suele pasar en estos casos, nada de nada…) y que me mandarán noticias “a la mayor brevedad posible”. Naturalmente eso me hace concebir esperanzas, es lógico, ¿no?, supongo que ustedes harían lo mismo. Pues bien, pasan las semanas, los meses, los años. Y nada. No hay más noticias. Así con todas las editoriales. Cuando, desesperado, trato de ponerme en contacto con ellos el resultado es:
a)     Mis cartas quedan sin respuesta.
b)    La respuesta es que tendré respuesta “a la mayor brevedad posible”.
Desolador. Realmente resulta desolador. Uno pierde las ganas de escribir, de hablar, de fumar, de reír, de fornicar y de tomar un café con los amigos. ¿Cómo narices puede ser tan difícil publicar una novela? Y ya no publicar, sino simplemente saber qué está pasando con ella.
¿Y saben qué es lo peor de todo? La indiferencia absoluta de los que me rodean. La indiferencia de mi mujer, de mis hijas, de mis amigos, de mis lectores (bueno, a mis lectores aún no les he contado mis desventuras literarias, pero en caso de hacerlo, supongo que su respuesta sería la misma indiferencia de mi familia). Todos me contestan lo mismo: “No te preocupes. Si tiene que llegar, llegará”.
Sí. ¿Pero cuándo? ¿Cuándo ya esté muerto?
En fin. No se trata de quejarse. Mejor dicho, no he escrito esto para quejarme, sino para dar una solución a la pregunta planteada anteriormente.
Lo he pensado mucho. Y he llegado a estas conclusiones:

BREVE LISTADO DE RAZONES POR LAS QUE FRACASA UN ESCRITOR INCIPIENTE.

1)    Excesivo entusiasmo.
2)    Indiferencia por una serie de detalles que en su ignorancia o ceguera considera intrascendentes.
3)    Excesiva confianza en la maquinara editorial y en la figura del editor.
4)    Falta de confianza en su propia obra.
5)    Demasiada obstinación y orgullo.
6)    Falta de tiempo.
7)    Falta de ambición.
8)    Demasiada confianza en el destino, el supuesto destino al que un escritor está siendo empujado por la vida, aunque a veces el empuje se asemeje a un río remansado, es decir: sin corriente aparente.
9)    Todos los motivos no contemplados anteriormente y que resultan invisibles a la hora de detectar el problema. Esto es: las incógnitas no conocidas de la ecuación.

Bien, este breve listado requiere una explicación, desde luego. No es fácil, no crean. He tenido que pensar mucho para poder llegar a reducir el problema a nueve puntos. Y creo que aún podría reducirlo más. Si bien eso supondría pasar de lado ciertos aspectos del asunto que considero importantes para el entendimiento del mismo, no por mí, que lo tengo todo bien masticado, sino para cualquier neófito en la materia.
Sin embargo, en vista que puedo acabar resultando pesado, me avengo a resumir el ya breve resumen:
PUNTO UNO: demasiada fe en los editores y demasiada poca fe en uno mismo.
PUNTO DOS: demasiada fe en la obra de uno mismo y demasiada poca fe en los editores.
Y con esto se resume todo. Por un lado se elige al editor equivocado, luego se elige el momento equivocado y finalmente se toma la opción equivocada. Conclusión: todo se va al garete.
Naturalmente uno no puede saber ciertas cosas. No puede saber ni que es el editor equivocado, ni que es el momento equivocado ni que, su última carta, la carta a la que se lo juega todo (presionar al editor o esperar con paciencia), es una carta trucada, una carta inútil, una carta contraproducente en cualquier caso. Y eso exonera por completo al pobre escritor, en este caso a mí mismo.
Claro está, el hecho de ser inocente del desastre no te libra de padecer las consecuencias del mismo. Y aquí sigo yo, buscando el puñetero “punto G” y hablando de niños con demasiadas tareas escolares, cómo si eso tuviera algún interés, mientas mis libros van y van por aguas pantanosas, siempre al borde del hundimiento, siempre con la vana esperanza de ver el mar a la salida de algún meandro interminable. Así están las cosas. Y lo que más me repatea es que uno no puede ni quejarse. Sobre todo ahora que uno está a punto de llegar a la televisión nacional…
“Papa, te he visto en la tele”, me repiten mis hijas todos los jueves, cuando voy a recogerlas a la salida del colegio.
¿”Cómo me has visto, si estabas en clase?”, les pregunto yo irremisiblemente.
Sus respuestas son de lo más variadas: “En el recreo me he ido a la sala de profesores y he encendido una tele pequeña que hay ahí sin que me vieran”. “Lo he visto en internet, en un video que ha subido un amigo y que me ha enseñado otro amigo en su móvil”. “En clase de informática, sin que el profesor se diera cuenta, me he metido en la página web de la cadena de televisión y he visto un trozo del programa”.
Todo esto me llena de orgullo, desde luego. Pero luego, por la noche, una vez desvestido y acostado, siempre me viene la misma pregunta: “¿Y la novela, para cuándo?”.
Falta de tiempo. Exceso de entusiasmo. Descuido de los detalles elementales… Siempre es lo mismo.

                    

("la clave de mi fracaso", A. V. F., foto del autor)




jueves, 26 de febrero de 2015





UNA VERDAD MOLESTA... 

(OTRA MÁS):


En este país el estudio del arte y la literatura deja mucho que desear, ya sabíamos eso, y a quién le importa: casi la mitad de los españoles no lee ni un libro al año, así que para qué preocuparse de ese detalle.

(Juan Marsé, Revista Que Leer, nº 206)


¿Casi la mitad? Marsé se queda muy corto, me parece a mí...




lunes, 19 de enero de 2015



A VIDA Y MUERTE





–Un escritor es un asesino que siempre está ansioso por confesar su crimen –dijiste.
Yo escuchaba en silencio, con la mirada perdida en los troncos que ardían. Estábamos en la casa de campo de tus padres. Después de mucho trabajo habíamos logrado encender la chimenea. Hacía frío. El comedor, cerca del fuego, era el único lugar confortable de la casa. Llevábamos allí un buen rato. Estaba oscureciendo. Iba siendo hora de preparar la cena.
–Y los crímenes son siempre demasiado horrendos para ser confesados –añadiste a continuación.
Yo no contesté. Miraba las pavesas que se elevaban rápidamente, que se perdían por la enorme y negra oquedad de la chimenea. “Tal vez algún día nuestras almas se pierdan por un túnel así, hasta emerger al cielo estrellado de la noche, hasta brillar un segundo sobre el oscuro tejado, antes de diluirse en el ancho firmamento, de desaparecer para siempre”. Eso hubiera pensado yo antes, hace años, hace meses. Pero ahora no pensaba en nada Sólo miraba el fuego. Y existía. Existía casi sin esfuerzo. Sin sentir los golpes del aire en mis pulmones. Sin sentir el peso de la vida sobre mis huesos.
Tus palabras se mezclaban con el crepitar de la leña ardiendo. De repente una rama crujía y al partirse dejaba ver su interior incandescente. “Tal vez nuestro amor aún esté ardiendo por dentro, aunque en la superficie esté frío”. Decía “nuestro amor” pero pensaba en el mío. El tuyo ya estaba perdido. Podría rescatar el estandarte tras la batalla, pero el estandarte sin soldados era sólo un recuerdo de las viejas glorias, un botín que la memoria rapaz se encargaría de encerrar bajo llave en una vitrina polvorienta. No, “nuestro amor” era una expresión sin sentido, tan absurda como “la culpa es tuya” o “siempre es lo mismo”. Pero lo cierto es que yo casi nunca hablaba de ello. Ni siquiera lo pensaba. Antes sí, hace años, hace meses… Entonces siempre estaba pensando en nosotros. En tú y yo. En lo que hacíamos juntos. En lo que decíamos. En lo que pensaba el otro. Pero en todo este largo fin de semana casi no había pensado en nosotros. Ni había pensado en lo que nos esperaba cuando volviéramos a la ciudad.
Aquella situación no podía durar mucho. Esa era nuestra última noche. Pensara lo que pensara y pasara lo que pasara en las próximas horas mañana seríamos dos desconocidos. Tú irías a tu despacho, y yo me sentaría en mi silla, al fondo de la clase. Cada uno se dedicaría a los suyo, sin pensar demasiado en el otro. Con un poco de suerte, nos llamaríamos por la noche, dos o tres veces. Y hablaríamos de cosas intrascendentes, mientras esperábamos que llegara el domingo. Entonces iríamos al cine, a cenar, nos besaríamos en el coche. Me dejaría conducir hasta mi cuarto. Y allí, sin ver ni oír nada, tratando de aislarme de toda la suciedad, del desorden, de las risas, gritos y conversaciones de mis compañeras de piso, de la tristeza de las paredes rancias y de la soledad que entraba a raudales de sombra por la ventana, trataría de sentir algo de calor, trataría de excavar en tus nalgas como quien busca petróleo en el desierto, trataría de cobijarme bajo tu espalda como quien busca refugio para pasar la noche, como si, en mitad de un viaje, la noche me hubiera sorprendido inesperadamente, y, a toda prisa, tuviera que improvisar algún lugar que me sirviera de refugio. Una no le pide mucho a un refugio de una noche. Yo quería pensar que tú eras eso. Un simple punto intermedio entre dos destinos. Un lugar que ofrecía techo y seguridad, aunque más pronto o más tarde tuviera que salir de nuevo al camino. Y algo me decía que ese momento ya había llegado.
¿Importaba entonces no tener destino? No. En absoluto. Como un animal nómada, sentía un impulso irrefrenable. Había que caminar. Había que caminar hacía donde fuera, sin pensar en los peligros que nos esperaban ni en qué estábamos buscando. Eso era algo que tú podías entender, pero no podías tolerar. Para ti mi posición estaba clara. Yo era una buena acompañante. Podías lucirme en tus cenas y en tus conversaciones de despacho. Habitábamos mundos distintos. Yo estudiaba. Tú trabajabas.  Yo vivía en un piso compartido, tú tenías casa propia. Yo era una peonza que rueda sin saber qué se espera de ella, sin comprender que era un mero juguete del que no se espera gran cosa, tan sólo un poco de distracción momentánea. Tú tenías dinero, prestigio, una carrera que seguir. Y pese a todo no tenías bastante. Pese a todo estabas enfermo de decepción, carcomido por el remordimiento. Tu trabajo, me decías, te alejaba de tu verdadera pasión. Para ti era blanco o negro. Vida o muerte. Escribir o vivir.
Yo te podía entender, pero no te podía tolerar.
Aquella iba a ser mi último año en la facultad. Yo quería salir fuera. Entre estanterías y cuadros, perdida por pasillos lóbregos y monstruosas bodegas desvencijadas, notaba como los amarres y las anclas se habían soltado, y como ese gran barco al que me había subido sin demasiado entusiasmo, por inercia, me estaba alejando lentamente del puerto, me estaba separando lenta pero inexorablemente de la vida. Leer una historia de amor no es vivirla. Conocer los errores de los que nos precedieron no debe privarnos de la oportunidad de cometer nuestros propios errores. Si la vida es una batalla perdida, yo sentía de algún modo que mi batalla había terminado antes de empezar. Trataba de rebelarme contra ese sentimiento. Luchaba contra los síntomas, no contra la enfermedad. Y así había acabado convirtiéndome en tu amante joven, guapa, educada, culta, y aburrida, mortalmente aburrida.
Pese a todo nunca te había reprochado nada. Ni tampoco ahora te lo iba a reprochar. Tú eras un ser tan desvalido y tan desdichado como yo. Pero tenías un plan, una estrategia. Querías ser escritor. No querías pasarte toda tu vida en un despacho, entre informes y expedientes.  Algunos matarían por tener lo que tú tenías, tú lo despreciabas pensado que estabas malgastando tu talento. Y tenías razón. Tenías razón y yo no iba a ser como los demás, no podía ser como los demás. Mentir no entraba en mi manera de actuar. Yo era despiadada conmigo. Y no veía porqué no iba a serlo contigo también.
–Coge el coche. Vamos –grité de pronto.
–¿Ahora? ¿Dónde? –preguntaste sorprendido. Sabías que hablaba en serio. Y que no ibas a encontrar el modo de evitar que te arrastrara conmigo. Pese a todo te creíste en la obligación de preguntar qué intenciones tenía, a qué se debía esa extraña urgencia de huir a alguna parte, qué fin iba a tener esa absurda aventura.
“¿Fin? Ninguno”, pensé. La vida entera era una absurda aventura. Y pese a todo ofrecía momentos para la heroicidad y la belleza. Pocos, por supuesto, pero cuando los ofrecía lo hacía sin restricciones. Todos, hasta los más necios y los más viles, podían aspirar a ellos.
No me molesté en responderte.
–Conduce –te supliqué en cambio­. Conduce hasta que te duelan los brazos y se te cierren los ojos. Luego seguiré yo…
Teníamos la maleta preparada. En realidad, en todo este tiempo había estado preparada. “¿Acaso las maletas tienen un sexto sentido?”, hubiera escrito yo antes. Antes… Cuando escribía cosas. Cuando leía poesía y pensaba que algún día yo tendría algo importante que decir. Ese antes no iba a llegar nunca, pensaba ahora, pero lo cierto es que no me importaba. Pero ese “antes” había servido para algo. Por ese “antes” nos habíamos encontrado, aunque tú fueras diez años mayor que yo, aunque tú y yo viviéramos en dos mundos distintos. Luego había llegado el sexo, el amor, las confidencias, las decepciones, las excusas y los intereses mezquinos, pero pese a todo yo había seguido queriéndote y tú habías seguido deseándome. Y así podría seguir siendo mientras yo fuera como tú me veías.  Sólo que yo ya no era esa persona que tú habías conocido. Algo había cambiado en mí sin que yo me diera cuenta. Un cambio en profundidad, como el agua que va filtrándose en la roca y crea cuevas y cavernas que nadie conoce. Antes, en un tiempo cercano pero ya olvidado, yo era como tú. Pensaba que las palabras no nacían hasta que alguien las escribía. Aquella noche en la casa de campo de tus padres, mirando el fuego, de repente miraba mi vida y descubría nuevos espacios, nuevos mundos. De repente comprendía que las cosas podían ser de otra manera, que las palabras habían nacido para ser leña, para calentar y consumirse, para no dejar rastro. O en todo caso, para dejar una simple mancha negra en la pared. Y lo comprendía gracias a ti y a tu torpeza, a tus comentarios inoportunos y exactos…
–Escribir es operar a vida o muerte –habías dicho tú unos minutos antes.
–Escribir es operar a vida y muerte –te corregí yo.
Luego me levanté, te sujeté con fuerza entre mis brazos y te di un beso. Te fustigué con un beso rápido, inesperado y doloroso. Y fue tu desconcierto, tus ojos llenos de interrogantes y miedo, los que me hicieron decidirme, los que me dieron el impulso final. “ O ahora o nunca”, pensé.
Entonces te pedí lo que pensé que no iba a pedirte nunca. Lo que nunca imaginé que tuviera fuerzas para hacer. “Coge el coche. Arranca el motor. Acelera. Llévame contigo…” No pude evitarlo. Las palabras escaparon de mi boca salvajes y violentas, como caballos dando coces en todas direcciones. Ni yo misma pude ponerme a salvo.
Tú me miraste. La casa entera estaba en silencio, expectante (hasta las brasas habían dejado de crepitar). Tenías dos pistolas entre las manos. La vida. La muerte. ¿Cuál ibas a disparar primero?

viernes, 9 de enero de 2015
















TODOS LOS LOBOS 





Todos los lobos piensan que las ovejas son bobas. Yo fui educado para ser una oveja. Y tardé muchos años en descubrir que mi verdadera naturaleza era la de lobo. Al principio me enfadé mucho. Primero con mis progenitores, porque me habían enseñado a ser lo que no era. Después con otros adultos en los que yo estúpidamente confiaba o por los que me dejaba influir: profesores, curas, parientes y personajes famosos cuyos retratos colgaban de todas las paredes. Y finalmente con mis propios amigos y compañeros, con las auténticas ovejas y los otros lobos travestidos, algunos travestidos a conciencia y otros engañados como yo. Si ellos sabían la verdad, debían habérmela dicho antes. Y si no la sabían, entonces eran ovejas despreciables, bobas, estúpidas, que no veían más que la brizna de hierba que tenían delante de sus ojos, mientras unos cuantos metros más adelante el matarife estaba afilando sus cuchillos.
Pero a las pocas semanas se me pasó el enfado. Entendí que haber sido educado como una oveja tenía sus ventajas. Todo lo que había aprendido no era inútil, a pesar de todo, sin más bien al contrario: lo podía utilizar en mi propio beneficio. Sabía bien como actuaba una oveja, como pensaba (bueno, pensar tal vez no sea la palabra más adecuada, tal vez sea mejor decir juntaba una idea con otra, sin ser capaz de sacar ninguna idea nueva de ellas y sin que ninguna de esas dos ideas fuera suya), como se movía, cuáles eran sus temores y sus esperanzas, qué distracción era su favorita y hacia donde saldría huyendo en caso de percibir un peligro. Analicé bien la situación. Comprendí que lo más difícil ya estaba hecho. Me había aceptado a mí mismo. Me había aceptado como lo que era: como lobo, como un auténtico lobo. Yo había pasado muchos años tratando de ser una buena oveja. Y por supuesto, no lo conseguía. Y aquello no era nada agradable. Yo deseaba ser una oveja, lo deseaba de corazón, pero no podía, no podía porque yo tenía que estar todo el tiempo reprimiéndome las ganas de gritar, de protestar, de salirme del rebaño y echar a correr campo a través. Sí, claro, yo miraba a mis compañeros, y miraba al pastor. El pastor sabía bien cuál era su papel. Mis compañeros sabían bien cuál era su papel. Pero yo… yo no tenía nada claro cuál era mi papel… Entonces aún no imaginaba que pudiera haber lobos con piel de oveja, y después, por un tiempo, pensé que yo era el único que existía. Hasta que descubrí que había otros como yo. Y aquello fue el principio de mi nueva vida.
Para analizar bien la situación necesitaba estar solo y tener tiempo para pensar. Pero en aquel momento estaba sin trabajo y tenía una novia que me mantenía. Así que tenía casi todo el día para mí y un rincón tranquilo donde sentarme a pensar. Aquella chica era una auténtica oveja. Tenía un gran corazón. Era incapaz de hacer daño a nadie. Cuando tuviera corderos, que los tendría, sería una buena madre para ellos. Todo eso estaba muy bien. Yo no la despreciaba por sus virtudes. Pero era incapaz de quejarse. Y era incapaz de entender nada. Era incapaz de preguntarse por qué alguien le robaba la hierba o porqué sus ovejas amigas desaparecían un día de pronto y nadie las volvía a ver. Y mejor para ella, porque la palabra rebelión no entraba en su reducido vocabulario.
Cuando asumí mi condición de lobo lo primero que hice fue engañarla. No resultó tan sencillo como pensaba y, desde luego, no obtuve ningún placer al hacerlo. Pero fue algo necesario, un pequeña victoria íntima para preparar el asalto exterior. No se puede mentir a los que no nos importan si no somos incapaces de mentir a los que sí importan. Los escrúpulos deben desaparecer, y la única manera de comprobar que han desaparecido es mintiendo y engañando a las personas a las que antes éramos incapaces de mentir o engañar.
Una vez tuve una amante, me esmeré en engañarla a ella también. Y después busqué un trabajo. Aquello era importante. El trabajo debía proporcionarme dinero y reconocimiento social, pero no valía ningún trabajo, y por supuesto el cómo encontrar ese trabajo era esencial. Todas las ovejas pueden encontrar un trabajo, eso no tiene mérito. Muchas veces basta con ser sumiso, servicial, cretino, adulador, etc. Pero yo debí encontrar un trabajo sólo con dos herramientas: la mentira y la astucia. Y luego debía prosperar en él mediante una sola: la crueldad. Eso es lo que haría un verdadero lobo. Y eso es lo que debía intentar hacer yo.
Resultó más difícil de lo que esperaba. Varias veces un leve comentario irónico pronunciado en un momento de descuido hizo recelar a mis interlocutores y tiró por tierra mi labor de varios meses. Para evitar esto, empecé a ensayar delante de un espejo. La ironía y el sentido del humor debían desaparecer de mi discurso, pero también debía cuidarme de los gestos, de las expresiones, que a veces nos delatan de la manera más ingenua. Fue un trabajo muy arduo. Tuve que aprender a andar haciéndome el despistado y tuve que aprender a andar haciéndome el interesado. Tuve que aprender a hablar de cosas triviales como si fueran importantes y tuve que aprender a hablar de cosas importantes como si fueran insignificantes. Al final convencí a las demás ovejas de que tenía la cabeza completamente hueca y el pastor me asignó un puesto de ayudante…
 Ahora me encargo de vigilar el prado Sur. Es un trabajo estupendo, todo el día al sol y con derecho a la mejor hierba. Los primeros meses me pareció aburrido. Esperaba que en cualquier momento apareciera algún peligro y me preocupaba cómo iba a actuar en ese caso. ¿Iba a cumplir con mi cometido? ¿Iba a salir corriendo? ¿Iba a contemplar impasible como el rebaño era destruido? ¿Iba a unirme a la manada, a los lobos furiosos, e iba a devorar a mis compañeros? Sí, tal vez se lo merecían… Pero lo cierto es que en aquel prado no se estaba nada mal. Si me quedaba sin rebaño me quedaba sin trabajo y sin granja, sin techo para el invierno y para la lluvia, sin compañía en las largas noches ni nadie con quien retozar en los días de sol. Empezaba a pensar que estar en un rebaño no era tan malo… Y, casi sin darme cuenta, empecé a tomarme en serio mi trabajo. Empecé a estar atento a los ruidos, a los gestos insignificantes del pastor. Pero los meses pasaban y nunca llegaba ningún peligro. No podía entender cómo era que nadie nos atacaba. Y empecé a preguntarse si el enemigo no iba a atacar por otro lado, por otro lugar que el pastor no había tenido en cuenta. Aquello me horrorizaba y me tenía en un constante estado de angustia. Hasta que un buen día, de pronto, comprendí que no tenía nada que temer, que todos los peligros eran infundados, o mejor aún: que todos los peligros eran simples cuentos, historias inventadas por el pastor para tenernos controlados. Por eso estaba yo ahí, vigilando una frontera que conducía al desierto, por eso otros como yo estaban en otras fronteras lejanas, vigilando la nada. Y mientras el pastor iba y venía a sus anchas y cometía sus matanzas y sus robos impunemente. Y así iba a seguir siendo… Porque ninguna oveja en su sano juicio iba a enfrentarse nunca con el pastor. Ni siquiera un lobo vestido de oveja.
Desde entonces vivo sin angustia. Hago mi trabajo y me voy a mi casa. Y estoy satisfecho de mi vida. El rebaño puede dormir tranquilo.













(fotos de A. V. F.)