martes, 3 de junio de 2025

 







MASCARAS. UN JUEGO SIN REGLAS



La vida y la muerte me asustan cada día. La vida entra por la mañana. Viene dando gritos, riendo, cantando. Da golpes contra los muebles. Descorre las cortinas con fuerza y me deja ciego entre una avalancha de luz. Le gusta ver la confusión en mi cara. La sorpresa y el miedo de no saber qué sucede. Luego se va. Y yo tengo que levantarme y desayunar y vestirme, y mientras hago todo esto me preguntó porqué la vida es tan escandalosa, porqué es tan gritona, porqué demonios es tan alegre.

La muerte viene por la noche. Entra en silencio. Camina de puntillas. Se desliza entre las sábanas de mi cama sin despertarme y se mete en mis sueños, en mis pensamientos. La muerte sabe quién seré. La vida sabe quién soy. Cuando la muerte se va, llega la vida para sacarme del sueño. Para lanzarme al mundo. Y la muerte se esconde en el sótano y espera, paciente, que llegue otra noche. Pero algunas veces sale en pleno día, sale inesperadamente, para gastarme una broma disfrazada de vida. Y la vida, que es terriblemente juguetona, entonces se disfraza de muerte para seguirle, a la muerte, su broma. Les gusta mucho ponerse máscaras. La vida las máscaras de la muerte, la muerte con los ojos brillantes y la risa de la vida. “Así no hay manera”, pienso, desesperado. Desesperado y resignado. En la calle, en el autobús, en el trabajo, en todas partes todo el mundo tiene el mismo problema. Llevan a la muerte y a la vida encima. No se pueden librar de ellas. Son molestas. Se te pegan como el calor frío del verano. Se te pegan como el hielo candente del invierno. Un día llegará el silencio. Me despertaré y no sucederá nada. Y no sabré si es una broma de la vida. O es el abrazo oscuro de la muerte.
































































































viernes, 9 de mayo de 2025

 


RESEÑA DE "ESPAÑA EN REGIONAL", POR JAIME SILES



 Alfonso Vila Francés : España en Regional. Maledicto Ediciones. Madrid. 2020.  211 páginas.

 Según José Carlos Mainer  la generación del 98  contempla  el paisaje desde un vagón de tercera - como Antonio Machado- mientras que la  de la del 14  lo hace desde un automóvil  con chófer, como Ortega.  En su tiempo Azorín y  en la postguerra  Cela tomaron  distintos trenes para  viajar por  sus no menos diferentes vías. Y algo así ha hecho ahora también Alfonso Vila Francés (Valencia, 1970) que ha recorrido la variopinta geografía de España no desde un Talgo, ni un Intercity ni un AVE   sino desde el  modesto e impredecible traqueteo  de ese arcaísmo que es hoy el Regional. Sólo por eso la RENFE debería nombrarlo “Ferroviario de honor”, si es que tal  reconocimiento existe, y darle uno de los antiguos kilométricos que  permitían a sus antiguos posesores  - creo que  hoy ya no queda  ninguno vivo -  viajar gratis. No es para menos la prosa y la gracia con que narra las aventuras y pormenores de todos estos singulares trayectos, iluminados por la iconografía de sus fotos, que nos asoman al abandono elegante y austero de tantos y tantas apeaderos y estaciones  que la incuria de la modernidad ha ido dejando al albur del olvido y que él sabe poetizar y describir, extrayendo de  su almendra amarga el raro sabor de sus profundos sentimiento y   sensación del tiempo. La Mancha-Extremadura, Castilla, León, Asturias y el País Vasco, Aragón y Cataluña, Alicante y  Murcia, La Rioja y Navarra y  La puerta del Sur sirven de índice a la precisa cartografía de un  mapa geológico y político,  sobre y desde  el que el historiador que Vila es, va desplegando una voz que se torna ora lírica, ora discursiva, según lo imponga lo que ve o lo  exija la materia que trata. El lector agradece el amable manejo de los datos, que no abruman, y la  felina agilidad de cada uno de sus pensados pasos. Gracias a ello entramos en la historia y la intrahistoria a la vez: en la de cada uno y en la de todos. Y, sobre todo, en un sereno  y tranquilo degustar las cosas vistas a una velocidad que  a veces no supera los veinte kilómetros y que por ello nos permite hablar con nosotros mismos, ya que en todo viaje seguimos oyendo y escuchando nuestro propio yo. Vila Francés nunca lo olvida. Y, si lo olvidamos nosotros, él, manriqueñamente, viene a despertárnoslo. Y no importan las erratas - que las hay, y muchas- ni los fallos de composición -que tampoco faltan- ni la ausencia de acentos  que serían necesarios. No: no importa nada de eso, porque el resultado del libro no puede ser mejor porque trasmina emoción estética, produce placer intelectual y  nos acerca una realidad visible,  brillantemente descrita pero  nunca intelectualizada. Según este autor, “la historia de un país es la historia de sus trenes”. Y él - como demuestra  aquí- conoce muy bien ambas. De ahí que advierta que la “permanencia  del paisaje oculta una gran transformación”; que confiese que  se viaja “para llenar los espacios en blanco de los mapas” ; que hay “trenes-burra” y “trenes-cremallera”;  y que hasta los túneles tienen belleza y biografía a la vez. 

Jaime Siles










AQUÍ UNO DE LOS CAPÍTULOS DEL LIBRO...

https://www.jotdown.es/2022/01/espana-en-regional-de-valencia-a-barcelona/






jueves, 10 de abril de 2025

 






LOS AÑOS INOCENTES

(bocetos encontrados, 1)


















































Ser escritor (y también ser fotógrafo) es siempre un lucha cruel, a muerte, entre lo publico y lo privado. Entre lo íntimo y lo colectivo. Hay cosas que hoy no hubiera publicado. Hay cosas que quiero publicar, que voy a publicar y que en el último momento, por lo que sea, decido no publicar. Por un lado quieres contar lo que te pasa, por otro lado tienes miedo de que la gente lea lo que estás contando. Es una lucha muy dura. Yo digo siempre que al final solo publico lo que no he podido dejar de publicar, lo que ha sobrevivido al incendio que yo mismo he provocado, lo que no he querido matar y no he podido.







jueves, 9 de enero de 2025


 

LAS MUSAS ASESINAS...


Oscar Wilde decía que formar parte de la sociedad es un fastidio, pero estar excluido de ella es una tragedia. Él sabía bien de que hablaba. En el apogeo de su fama, con una de sus obras más famosas (La importancia de llamarse Ernesto) triunfando en los teatros ingleses, no tuvo mejor idea que demandar al padre de su amante por difamación. Resultado: Oscar Wilde fue condenado a dos años en la cárcel de Reading y totalmente excluido de la sociedad. Su caída no fue dura: fue fulminante. Oscar Wilde se exilió de Inglaterra y murió en París, con otro nombre, solo y arruinado. Él pensaba que su inteligencia, su talento y su exquisita clase y educación le bastaban para triunfar en sociedad y para librarse de sus enemigos, pero en la lóbrega soledad de su celda tuvo tiempo de sobra para reflexionar sobre su error. De allí salieron sus últimas obras, las más lúcidas, las más descarnadas. Pero ya era tarde. Como él mismo dijo:

Escribí cuando no conocía la vida. Ahora que entiendo su significado, ya no tengo que escribir. La vida no puede escribirse; sólo puede vivirse.

La relación de los artistas con la vida puede ser en algunos casos tan conflictiva como puede ser su relación con el éxito. Cezanne, por ejemplo, desconfiaba furibundamente de la fama. En cierta ocasión, unos amigos quisieron hacerle un homenaje sorpresa. Cezanne les miró horrorizados y echó a correr, literalmente, salió de la casa donde vivía y dejó un cuadro inacabado. Huyó con lo puesto. ¿Sus amigos? Otros pintores. Grandes pintores impresionistas, artistas con los que había compartido varias exposiciones, personas  que realmente lo apreciaban y lo valoraban. Pero él los tachó de la lista, inmediatamente pensó que le estaban tomando el pelo, que le gastaban una broma pesada. Les puso una cruz y ya no quiso saber nada más de ellos. Les retiró la palabra. También huyó de París. Volvió a su ciudad natal, a una pequeña ciudad de provincias donde fue ignorado y después, cuando la fama de su éxito llegó, fue atacado, fue rechazado, pues sus habitantes desconfiaban de su éxito tanto como él mismo. Cezanne y sus vecinos de  Aix en Provence sólo se ponían de acuerdo en una cosa: en la desconfianza.


Es muy interesante el caso de Cezanne, que se volvía cada vez más huraño y antisocial cuando más éxito obtenía (hasta el punto de desviar la mirada y acelerar el paso cada vez que se tropezaba por la calle con un viejo amigo). Para Cezanne no se puede decir que el éxito le trajera problemas, sino más bien que el éxito era el problema en sí mismo. Pero también es curiosa la actitud de sus vecinos de Aix en Provence, que se libraban de sus cuadros o los escondían y negaban tener un cuadro suyo justo cuando el pintor de su ciudad empezó a triunfar en Paris. ¿No debería haber sido al revés? ¿No es cuándo más orgullosos de su pintor y contentos de tener un cuadro suyo deberían haber estado?


A otros el éxito les sentó bastante mejor (al menos aparentemente). Andy Warhol cuenta en sus diarios como Basquiat podía llegar a uno de esos restaurantes carísimos de Nueva York y pedir directamente la botella de vino más cara que tuvieran, sin molestarse en mirar ni el precio. Y aunque no lo diga Andy Warhol, podemos suponer cómo le gustaba comprobar el efecto que causaba en los camareros, que no sabían cómo actuar frente a ese “negro alto y de pelo en erupción” que, en palabras de Antonio Muñoz Molina,  “viste con una mezcla inaceptable de elegancia y abandono”. Basquiat pasó en muy poco tiempo de mendigar en el metro a tener montones de billetes en los bolsillos y eso siempre tiene un precio. Un precio que se pacta a la ligera, con el entusiasmo desbordante del momento, y que luego nunca se puede revisar a la baja y ya te condena de por vida.


¿Y el amor, qué decir del desastre del amor? El amor y el arte nunca se han llevado bien. Modigliani no pintó al principio los ojos de su amante. Para cuando los pintó, sus vidas ya estaban fatalmente perdidas. Sí. Hay mucho mito en ello, mucha literatura dolorosa, mucha voluntad de rebeldía y de malditismo. Pero también hay una terrible verdad que subyace a toda la fachada, a todas esas capas de pintura, alcohol y lágrimas que los propios artistas crean para ocultarse a sí mismos la propia verdad. Esa verdad es muy simple, el arte, cuando se vive como un sacerdocio, como una consagración absoluta hacia su desarrollo artístico (podríamos decir carrera, pero no es necesario: un artista puede desarrollar toda su obra en solitario, sin ningún reconocimiento, y pese a todo vivir sólo para su arte: el caso de Van Gogh, por poner un ejemplo muy conocido), el arte, decíamos, cuando se vive como algo absoluto y excluyente, no casa muy bien con el amor. Y así tenemos la inmensa lista de grandes artistas que han sido malos maridos, malos amantes y malos padres. Y algunos lo llevan mejor que otros. Algunos lo llevan aparentemente bien, como Picasso, que lo solucionaba todo comprando una casa a la amante o la mujer abandonada, y otro lo llevan francamente mal, como Pollock que perdió a la mujer de su vida por su incapacidad de aceptar la posibilidad de la paternidad, y que se hundió irreversiblemente en la depresión, el alcoholismo y la muerte cuando perdió, de ese modo, el único asidero firme con la vida, con la vida cotidiana, con la vida en sociedad. Y ahí llegamos a la triste paradoja, al “te necesito pero no puedo vivir contigo, me alimento de ti pero no puedo darte a cambio nada de lo que me pides”.  Porque lo intentan. Todos casi todos lo intentan. Modigliani, por ejemplo, trató de ser un buen padre. Se dijo que no iba a beber más. Que no iba a salir de juerga, que iba a quedarse en casa con su mujer y su hijo recién nacido. ¿Y cuánto aguantó? Tres días. Tres días y volvió a las andadas, a las viejas costumbres, a los “vicios trascendentales”, a esa vida de artista bohemio que se oponía radicalmente a la vida ordenada y burguesa que le exigía la sociedad (y que, en el fondo de su ser, se exigía él también a sí mismo). Ante el terrible dilema de elegir entre una vida y otra, Modigliani se quedó bloqueado, sin saber bien qué hacer. Y su respuesta fue la huida, la huida suicida, la huida que arrastró a los que amaba con él. ¿Es pues culpable? ¿Es lícito hablar de culpa en este caso, en todos los casos semejantes?

El escritor tiene una vida paralela. Una segunda patria en la literatura. Es una vida que no siempre encaja con la vida real. Al contrario. La relación entre vida y literatura es conflictiva. No hay idilio, sino casi una guerra oculta entre ambas. 

La cita es de el escritor albanés Ismail Karadé. Aquí hemos hablado de pintores y de escritores. Podríamos hablar de escultores, músicos, bailarines, diseñadores, etc. Todos los oficios creativos se ven sometidos a la tiranía del talento (o al pavor de su ausencia). Entre los artistas en general y los finales trágicos hay una relación tan estrecha que es muy fácil caer en los tópicos. Tenemos, por citar algunos, los casos de la fotógrafa Francesca Woodman (cuyo documental sobre su vida y la de su familia, The Woodmans, dirigido por C. Scott Willis y estrenado recientemente, resulta muy revelador) o de los músicos Adrian Borland y, por supuesto, Ian Curtis.  En todos estos casos el mismo talento que les llevó o les pudo llevar al éxito y la fama, fue también la piedra que les acabó hundiendo. Porque, como ya avisó Truman Capote, cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo. Y el látigo (nunca lo olvidemos) “es únicamente para autoflagelarse”.