lunes, 15 de febrero de 2016














EL BAILE







El autobús abandonó la carretera y enfiló el tortuoso camino de Valldenebro. Aquello era un hecho excepcional y las pocas personas que lo vieron pasar levantaron la cabeza intrigados. Cuando llegó a la plaza, se detuvo un par de minutos. Después dio dificultosamente la vuelta e inició el empinado descenso hasta la Nacional.
Los que paseaban, volvieron rápidamente a sus casas. Los que habían asomado la cabeza por la ventana, la escondieron, cerrando sus ventanas de un golpe seco. Del autobús habían bajado cinco personas. Una mujer de unos treinta y cinco años, rubia, elegante, que llevaba en brazos un niño de pocos meses. Otros dos niños, seguramente también hijos suyos, niño y niña, de entre ocho y diez años, ella rubia, él moreno, que miraron la plaza desierta como quien mira la horca donde va a ser pronto colgado, y una muchacha delgada y nerviosa, vestida con sencillez, que se encargó de sacar las maletas y se entretuvo en despedirse del conductor cuando la mujer del niño en brazos y los dos niños de mirada asustada ya habían empezado a andar, dejándole el grueso del equipaje para ella.
La casa donde los viajeros se dirigían estaba situada al final de la calle principal. Hacía esquina con la plaza mayor y tenía dos entradas. Era con diferencia la casa más grande de la aldea, pero llevaba más de veinte años cerrada. Por eso, nada más descargar sus maletas y bolsas, abrieron las ventanas de la planta baja y encendieron el fuego de varias de las chimeneas. Después, la mujer elegante autorizó a sus dos hijos mayores a salir a jugar al jardín y, con su hijo pequeño en brazos, procedió a mostrarle a la muchacha algunas partes de la casa. Visitaron toda la planta baja, que era la planta donde antiguamente vivía el personal de servicio y donde se habían instalado ellos porque al ser las habitaciones más pequeñas y estar más resguardadas del viento, resultaban las más fáciles de caldear.
Al llegar a la escalera principal, la señora dio muestras de no querer continuar con la visita. La criada, que era eficiente y gozaba de la confianza de su señora, le preguntó si podían subir.
–No hay mucho que ver –le respondió la señora.
Sin embargo, al ver el gesto de decepción de la muchacha, decidió continuar. Llamó a su hija. Ésta llegó corriendo, extendió los brazos y cogió con cuidado a su hermano pequeño, que dormía plácidamente y no se despertó. Después miró a la criada y le indicó con un ademán desenvuelto que empezara a subir. Ella la alcanzaría enseguida, en cuanto diera unas breves instrucciones a su hija.
La criada obedeció encantada. Pero su alegría se esfumó cuando llegó arriba. La mayoría de las habitaciones de la planta superior estaban llenas de cuadros, jarrones, libros, relojes, relicarios, joyeros, armaduras y otros objetos valiosos. Aquella había sido la vivienda de verano del último conde de Romanillos, uno de los hombres más ricos de la provincia. Los dueños actuales habían dejado la mayoría de sus pertenencias donde estaban, sólo se habían limitado a poner un doble cerrojo en las puertas. Al ver las puertas cerradas, la criada decidió esperar a la señora, pensando que eso era lo correcto. No imaginaba que las puertas pudieran estar cerradas con llave ni, mucho menos, que la señora careciera de estas llaves. Por otro lado, la señora no le reveló este detalle hasta que estuvieron frente a la primera puerta, que era la del primitivo dormitorio de los anteriores señores. Entonces, sólo entonces, le confesó que no tenía la llave. Ni la de esa puerta ni las de las restantes. Su marido se había ocupado de ponerlas en un lugar seguro –explicó–, de manera que lo más que podría mostrarle serían las puertas cerradas y los pocos cuadros que colgaban de las paredes del pasillo.
Clara quiso comprobar que la puerta estaba en efecto cerrada.
Lo estaba.
Sandra pensó que ahí terminaba el corto recorrido por la planta superior.
–Bueno, creo que va siendo hora de pensar en la cena… –comentó.
Sus palabras pretendían ser una orden, pero, para su sorpresa, la muchacha insistió en continuar la visita. Era demasiado joven y llevaba muy poco tiempo trabajando de criada: no conocía bien sus límites, trataba a su señora con excesiva familiaridad y a veces, ante el estupor de ésta, se permitía ignorar sus palabras. Sandra pensó que debía recriminarla. Pero antes de que lograra encontrar las frases adecuadas (no quería ser brusca, pero tampoco quería que su sirvienta pensara que su falta era excusable), Clara se dirigió hacia la siguiente puerta, la del gran salón del baile, que se abrió suavemente cuando sus dedos hicieron girar el pomo dorado y polvoriento.
–¡Está abierta! –gritó, sin molestarse en disimular su entusiasmo.
Un instante después había desaparecido de su vista.
De nada sirvió que la señora la llamara por su nombre. La muchacha no respondió y, maldiciendo su condescendencia, tuvo que entrar a buscarla.
De pronto se encontró sumida en la más completa oscuridad.
–¿Clara? ¿Dónde estás? –gritó de nuevo.
No estaba asustada. Le resultaba muy extraño que la puerta estuviera abierta pero, como era un mujer práctica, rápidamente buscó una explicación: “Mi marido la debió abrir el año pasado, cuando vino a mostrar la casa y las tierras a unos amigos”, se dijo. Era una explicación precaria, porque su marido era una persona muy meticulosa y responsable, que nunca olvidaba cerrar una puerta (y menos aún si esa puerta protegía objetos de valor), pero, a falta de otra mejor, decidió creérsela.
Se oyó un chirrido agudo. Clara había conseguido llegar hasta una de las ventanas, a tientas, sin romper ninguno de los muchos jarrones de porcelana que se amontonaban por los rincones, colocados sobre estrechos pedestales de madera, de tal manera que quedaban a la altura perfecta para que alguna mano inocente los derribara mientras trataba de encontrar una pared que le sirviera de referencia en la oscuridad. En cuanto la luz empezó a adueñarse de la estancia la señora le ordenó que no siguiera subiendo la persiana.
El enorme salón de baile parecía un barco hundido en un mar de aguas quietas y trasparentes. Los muebles estaban tapados por sábanas blancas, las ventanas llevaban tanto tiempo cerradas que un manto de suciedad cubría las bisagras y las repisas. Pero el suelo de la zona reservada al baile estaba extrañamente limpio y reluciente. Daban ganas de subir todas las persianas, de abrir las ventanas, desamortajar los sillones, encender las lámparas de araña y ponerse a bailar frenéticamente, bailar ahora mismo, la criada con la señora, la señora con la criada, dando vueltas y vueltas al son de una música imaginaria.
Sí. Era un hermoso salón de baile. Daba pena verlo así, sumido en el olvido, a merced del polvo y la carcoma, y sin embargo aún vivo, aún palpitante, como un gran animal moribundo que reclama, entre jadeos silenciosos, un último disparo, el modo honroso de acabar con su sufrimiento. La muchacha estaba consternada. Quería decir algo pero sus sentimientos, sencillos y tiernos, no encontraban palabras con que expresarse. Sandra estuvo tentada de sonreír. Pero no lo hizo. Podía llegar a entenderla bien, pero ella era una señora, y como señora tenía otras preocupaciones en la cabeza. El salón estaba tal y como lo dejó el anterior dueño. Si la criada empezaba a rebuscar por los cajones, rápidamente descubriría una colección de valiosísimos relojes, o una pitillera de oro, o una cajita de nácar con pulseras o otras joyas de un valor insospechado, o quien sabe que otros tesoros minúsculos que poder robar más tarde, cuando los demás durmieran. No. No es que no se fiara de ella. Pero ser precavida costaba muy poco… Simplemente tenía que asegurarse de que la persiana continuara a esa altura, dejando entrar suficiente luz para no tropezar pero demasiada poca para poder explorar el lugar a fondo.
–Bueno, ¿nos vamos?
Había llegado al otro extremo del salón. La obstinación de Clara empezaba a irritarle. Ella no era una mujer fuerte. Se lo decía su marido: “Tienes que ser más dura con el personal. Les consientes mucho”. Hasta su propia madre se lo había dicho más de una vez: “Una señora tiene que mandar. Si no manda no es una señora”. Su madre, ella sí que sabía moverse por el mundo... Había criado a seis hijos, sobrevivido a una guerra, aguantado infidelidades sin perder nunca el aplomo, la elegancia, la sonrisa educada pero firme. No como ella, que no sabía ni imponerse ante una simple criada…
Se acercó a la persiana decidida a bajarla ella misma.
Una sombra negra pasó veloz y silenciosamente sobre sus cabezas.
–¡Ay! ¿Qué ha sido eso? –gritó asustada la criada.
–Tranquila. Debe haber sido un murciélago…
La criada se calmó. La señora aprovechó el incidente para volver a imponer su autoridad. Cuando cerraban la puerta escucharon un fuerte ruido. Con cierta aprensión mal disimulada, Clara volvió a abrir la puerta del salón. Aparentemente todo esta igual. En lugar de volver a atravesar toda la estancia optaron por abrir una ventana del pasillo. Era una ventana muy antigua, con postigos en lugar de persiana. La ventana quedaba a la derecha de la puerta, de manera que la luz sólo entraba en una parte del salón. Miraron detenidamente y descubrieron un cuadro en el suelo. Era un retrato fotográfico de gran tamaño, el retrato de un joven apuesto vestido con uniforme militar, con uniforme de gala, por lo que debía reflejar algún acontecimiento importante, el día de su graduación como oficial, tal vez una boda (“los militares se casan de uniforme”, pensó la señora, pero no se preguntó quién podría ser el retratado, tampoco quiso que su criada se lo preguntara, y respiró aliviada al ver que ésta permanecía en silencio). Al caer, el cristal se había hecho añicos. La fotografía y el marco estaban intactos.
–Déjalo ahí. Ya le diré a mi marido que se ocupe de él.
La criada no rechistó. Empezaba a añorar el calor y la protección de la planta baja, donde las habitaciones no escondían murciélagos y los cuadros no se caían al cerrar las puertas.
Durante las horas siguientes no sucedió nada digno de mención. Clara se encargó, con su habitual buen humor, de preparar la cena. La señora salió al jardín con sus hijos. Estaba sentada al sol, leyendo, cuando la niña se le acercó. Tan pronto la vio venir supo que había discutido con su hermano.
–Juan es un mentiroso. ¡Dile algo! –gritó.
–A ver… ¿Qué te ha dicho ahora? –preguntó su madre doblando el libro cuidadosamente y cogiéndole la mano en un gesto de cariño que pocas veces dedicaba a su hijo varón, tan parecido a su padre en todo lo malo, tan rebelde, tan poco agradecido.
La niña dudó un poco antes de hablar.
–Dice que ha hablado con un señor del siglo pasado.
–Bueno, entonces seguro que es un señor muy mayor…
–Dice que el señor le ha dicho que hacía mucho tiempo que no veía tanta gente aquí. Que esta noche habrá una fiesta estupenda.
Sandra no daba crédito a lo que acababa de escuchar. “¿Tanta gente? ¿Una fiesta? ¿Cómo son en este pueblo? Si sólo somos cinco, y el pobre Enrique casi ni cuenta… Desde luego, ¡qué exagerados! Claro que son tan pocos vecinos, y reciben tan pocas visitas… Lo mismo hasta nos montan una fiesta en nuestro honor. ¿Vendrán a avisarnos o será una fiesta sorpresa?”. Sus pensamientos eran cada vez más inverosímiles. Se reprendió a ella misma por tenerlos. Y no dio más importancia a las palabras de su hijo.
Llegó la hora de cenar. Antes de salir de Madrid, su esposo, el señor Andrés Ortiz de Madariaga, le había prometido que intentaría reunirse con ellos esa misma noche. A estas alturas, su esposa ya había dejado de esperarlo. Su marido era un hombre muy ocupado. Tenía negocios en varios puntos de país y le gustaba controlarlo todo personalmente, de manera que siempre estaba de viaje. Con los años hasta los niños se habían acostumbrado a su ausencia. Aquel día tampoco preguntaron por él. Cenaron en silencio. Después, la señora mandó a Clara a por una vieja radio que recordaba haber visto en su anterior visita. Clara buscó y buscó pero la radio no apareció por ningún lado. La señora volvió a utilizar la misma excusa. “Este marido mío cada día está más despistado. Trabaja demasiado”. Y no se habló más de asunto.
Frente al fuego, Juan quiso que Clara le contara alguna historia de miedo.
–No por favor, que luego no podré dormir –murmuró su hermana.
Temiendo ser motivo de discusión, la criada alegó que tenía que ir a preparar las bolsas de agua caliente para las camas y se marchó a la cocina. El pequeño Enrique se puso a llorar y su madre llamó a Clara para que preparara el biberón.
Llamaron a la puerta. Clara pasó el biberón a la señora y fue a abrir.
Ester, que se asustaba con facilidad, quiso quedarse con su madre. Juan acompañó a Clara.
La calle estaba completamente desierta cuando Clara abrió la puerta. Juan salió a dar una vuelta. Clara le pidió que volviera y, como no lo hacía, salió tras él. Al doblar una esquina, Clara descubrió a Juan de pie en el centro de la calle. Estaba temblando.
–Se ha ido por ahí. Por ahí…
–¿Quién? ¿Quién era?
Juan le contó a Clara que había llegado a ver a la persona que había llamado a la puerta. Le dijo que era un señor con una capa, que le había dado miedo. No podía explicar por qué. Pero le había dado miedo. Clara pensó que se trataba de algún vecino bromista. O de alguien que tenía mucha prisa, lo cual no era extraño con el frío que hacía en la calle. Atribuyó los temblores del niño al frío, se quitó la chaqueta de lana y se la colocó sobre los hombros. Después lo llevó de vuelta a la casa, hablándole de cosas agradables para quitarle los malos pensamientos de la cabeza.
Ester y la señora estaban en la puerta. Su tardanza las había impulsado a salir en su busca.
Clara las tranquilizó y todos volvieron a la cocina, que era la habitación más caliente de la casa. No había luna y la noche era muy fría. El pueblo parecía desierto. La criada pasó el candado y atrancó la puerta con un palo.
Antes de acostarse, la señora fue a la cocina. Allí, en la pared que daba al patio, al lado de un antiguo calendario, estaba colgado el único teléfono que funcionaba en toda la casa. Su situación, a varios metros de altura y en un lugar poco frecuentado por los niños, había resultado providencial. Descolgó el aparato y trató de hablar con su marido. Esta vez la reunión se llamaba Verónica. Su marido llevaba viéndola como mínimo desde antes de Navidad. Clara dormía con Juan y Ester. Ella y su hijo pequeño estaban solos. Por fin podría llorar sin temor a ser descubierta.
¿Llorar? ¿Había dicho llorar? No. Llorar era una debilidad que no podía permitirse. Ella era una señora, una auténtica señora. Su marido podía intentar engañarla con sucias telefonistas. Ella esperaría incólume, serena, hasta que él volviera a sus brazos. Ahí estaba su madre, su ejemplo. Llorar. No. Ella tenía que ser fuerte. Como su madre. Como sus hermanas.
Sí. ¿Pero cómo? Durante dos horas estuvo dando vueltas a la cama sin poder dormirse. Estaba cansada, pero no podía dejar de pensar en lo que su marido y esa mujerzuela estarían haciendo. Había sido muy ingenua al proponerle pasar unos días de vacaciones. Había hecho mal al marcharse sin él. ¿Pero qué podía hacer ahora? Estaba atrapada, atrapada en un pueblo perdido, en una casa tenebrosa, pasando frío y miedo, sintiéndose la mujer más desdichada del planeta. Llorar, llorar… eso es todo lo que deseaba. Llorar hasta no tener más lágrimas. Llorar hasta quedarse dormida.
Entonces ocurre algo… Suena un timbre. ¿Qué es? ¿La puerta? Alguien llama. Pero no. No son golpes. Es el teléfono. ¿El teléfono? ¿A media noche?
Al principio creé que es parte de la pesadilla. En algún momento ha debido dormirse pero ni siquiera dormida puede descansar. Ha tenido una pesadilla, una pesadilla horrible.
Se levanta corriendo y va a la cocina. En su pesadilla estaba en el salón de baile, no en un salón de baile desconocido sino en el salón de baile del primer piso, su salón de baile que nunca usó porque pertenece al fantasma del antiguo conde, el conde que mataron al terminar la guerra, justo el día de su boda, precisamente cuando se dirigía hacia la iglesia que hay al otro lado de la plaza. (Sólo tenía que cruzar una plaza, pero nunca llegó a hacerlo, no pudo hacerlo porque uno de sus invitados llevaba una pistola oculta en un bolsillo, un hombre que había venido de Francia con el encargo de matarlo, y lo mató, lo mató segundos antes de que un guardia civil lo matara a él. Sus cuerpos quedaron tendidos en la plaza, tan cerca el uno del otro que los riachuelos rojos que manaban de sus heridas se juntaron, se convirtieron en un único charco rojo.) Sí. La vieja historia… La leyenda… Lo que cuenta la gente del pueblo… Ella lo sabía todo. Le hubiera gustado no saberlo pero lo cierto es que lo sabía. Le habían contado esta historia hacía muchos años. Y desde entonces había estado tratando de olvidarla… Y ahora estaba soñando con ella… ¡Era eso! ¡Sólo un sueño inquietante! Camino de la cocina, Sandra se detuvo un momento y trató de tranquilizarse. No sabía por qué, pero lo cierto es que estaba aterrada. Era tan real… ¡La boda! ¡La boda del conde! Esa boda nunca había llegado a celebrarse… Y sin embargo, el sueño parecía ser la perfecta recreación de lo que sin duda debería haber sucedido aquel día, en el caso de que todo hubiera transcurrido como estaba previsto. El salón estaba lleno de invitados. Y todos bailaban, reían, se divertían. Pero eso no era todo. No. Lo más extraño, lo que no conseguía  entender, es que ella misma también estaba allí, también formaba parte de los invitados, también era un personaje más de la gran opera que su mente había concebido para ser proyectada únicamente en su propia cabeza, como una película hecha por nosotros y para nosotros, como una película cuyo director permanece oculto en las sombras y cuyo sentido es ajeno hasta para nosotros mismos. Pues, ¿qué hacía ella allí, entre gentes desconocidas, inventadas? Bailar. Así de simple… ¿Qué otra cosa se puede hacer en la celebración de una boda? Era absurdo, sí. Pero era un sueño. Y en los sueños todo es posible. Ella bailaba. Pero no era feliz. Nada de eso. Ella, en su sueño, deseaba estar en otra parte. Pero no podía. No podía porque nunca lograba soltarse de sus compañeros de baile. Y así, el sueño iba desenmascarando su verdadera naturaleza de pesadilla. La música, cada vez más estridente, su ritmo cada vez más rápido, y ella bailando y bailando, asustada, con el corazón oprimido por una angustia inexplicable, y muda, sin palabras, sin poder ni gritar, sin poder hacer otra cosa que dar vueltas y vueltas y sentir como su cuerpo era empujado por seres cuyo aspecto era cada vez más siniestro, por rostros marchitos, envejecidos, rostros borrosos, desdibujados, grotescos, que reían exageradamente y la zarandeaban de un lado a otro, que se disputaban sus manos y brazos como varios perros de presa se disputarían el cuerpo de un conejo recién cazado. ¡Dios mío! Era horrible. Y entonces el timbre, el teléfono, esa llamada salvadora en mitad de la noche, que la había hecho despertar de pronto, que la había arrojado de  vuelta a la realidad justo cuando ella ya se veía perdida para siempre en su sueño.
Volvió a acelerar el paso y aún llegó a tiempo para contestar a la llamada antes de que el aparato dejara de sonar.
–¿Sí? ¿Sí? ¿Andrés? ¿Eres tú?
Aferrada al teléfono como un náufrago a una tabla de madera, sintió una súbita alegría cuando finalmente escuchó la voz de su marido al otro lado de la línea.
–¿Sandra? ¿Eres tú? Te oigo muy mal –dijo la voz.
–¿Sí? ¿Andrés? ¿Qué pasa? Yo te oigo bien.
–No. La música. Quita la música. Está muy fuerte.
Sandra quiso decirle que no había ninguna música. ¿Cómo podía haber música si la radio no había aparecido? Pero de pronto, con un súbito espanto, recordó la pesadilla. Recordó todo lo soñado y de repente toda su alegría se derrumbó. No se disipó ni se desvaneció, sino que de derrumbó de golpe, violentamente, con una sacudida tal que ella misma hubiera jurado que el dolor que ahora recorría su cuerpo y atenazaba su garganta había causado un sonido real, un estrépito de cascotes y vigas que se hunden. Pero si el dolor tenía esa cualidad, si era tan perceptible fuera de su ser, en la propia cocina, entre los objetos y el silencio que la rodeaba, entonces todo lo demás también podía ser real. Entonces ¿qué era realmente real?, ¿qué era un sueño, qué era un recuerdo, qué era una sensación, qué era un acto cierto e inevitable y qué era sólo una imagen voluble, un reflejo de algo que no existía más que en su mente? Durante unos segundos todo se detuvo. Todo menos sus pensamientos, que se precipitan al abismo como caballos desbocados. Escuchó, muy lejana, como un eco que nos llega de no se sabe dónde, la voz de su marido. Pero ella no pudo responder. La voz parecía real. El teléfono, ese metal frío que tenía entre sus manos, parecía real… Pero ella ya no estaba segura de nada. ¿Qué hora era? ¿dónde estaba? ¿Qué hacía ella ahí, de pie junto a un teléfono, tiritando de frío y miedo? Recordó que cuando oyó el teléfono pensó que estaba soñando. ¿Y si seguía soñando? ¿Y si la pesadilla seguía, con otros protagonistas, con otro escenario, pero la misma obra, el mismo argumento? Si creyó que estaba soñando cuando estaba despierta, entonces también pudiera suceder al revés…
¿El argumento? ¡Oh, Dios! ¡Cómo no lo había pensado! Ella llevaba horas luchando contra algo, un ser maligno, invisible, un ser escurridizo, invencible… que al final no era otra cosa que el mensajero… que el mensajero del verdadero peligro… No se trataba de ella, no se trataba de lo que aparecía en el sueño, era lo que no estaba, los que no estaban…
Soltó el aparato. Lo dejó caer sin darse cuenta, conmocionada. Su marido escuchó un golpe, el sonido del auricular al chocar contra la pared. Sandra no pudo decirle ni una palabra. Bien lo hubiese querido… Su terror era tal que no pudo ni gritar. En aquel momento ya sabía que no podría hacer nada. Que todo sus esfuerzos serían inútiles. Había llegado tarde. Ya no tenía sentido correr. Pero aún así fue corriendo hacia su dormitorio. Y allí confirmó lo que ya sabía…
La cuna de Enrique estaba vacía. Instintivamente miró hacia la habitación donde Clara y sus otros hijos dormían. No entró. Se quedó donde estaba, escuchando la agradable melodía que una orquesta muy bien acompasada había empezado a tocar. Por debajo de la puerta cerrada se veía un hilo de luz. Y más arriba, al fondo de la escalera, alguien reía siniestramente. El baile acababa de empezar.



(relato perteneciente al libro "La vida mientras tanto", ed. Groenlandia, 2011, foto del autor)









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