martes, 6 de enero de 2015






COMO UNA CANCIÓN DE LOS SUNDAYS







Me he despertado junto a un cuerpo desconocido. La habitación estaba sumida en la más completa oscuridad, pero sabía que estaba en mi dormitorio. Tenía una sensación de familiaridad que hacía que la presencia de ese cuerpo junto a mí resultara, paradójicamente, más inexplicable y amenazadora. ¿Quién era aquella mujer cuyo pie, al rozarse con el mío en mitad de mi sueño, me había hecho despertar sobresaltado? Es cierto que el sobresalto duró unos segundos, y luego fue seguido por una curiosidad morbosa que finalmente habría de acabar en simple y llana excitación sexual, pero no por ello la situación dejaba de ser inquietante. Intenté recordar. Era un cuerpo de mujer. Lo palpé de un modo burdo, doblemente a ciegas, cegado por la oscuridad y cegado por la ignorancia y la sorpresa. Ella no se movió. Estaba profundamente dormida. No era Sandra. Eso lo supe al primer contacto. Estaba desnuda y probablemente (eso no lo podía demostrar, ni siquiera tenía el menor indicio que fuera, ya no cierto, sino incluso factible) nos habíamos acostado antes. Esto es: en algún momento de esa noche habíamos hecho el amor. ¿Cómo podía ser eso cierto? ¿En qué me basaba? ¿Por qué mi mente aceptaba esa suposición como la más probable de todas? Yo también estaba desnudo. Pero estábamos en verano. Hacía calor (y más aún con la persiana bajada) y yo suelo dormir desnudo en verano.
He mencionado la persiana. ¿Por qué estaba bajada? Yo no duerno nunca con la persiana bajada hasta el tope. Me gusta dejar un resquicio de luz. Aquello era solo un detalle. ¿Pero cuántos detalles como ese tendía que resolver para llegar a comprender que hacía aquella mujer allí y qué había pasado entre los dos? La perspectiva era abrumadora. Y mi mente no estaba en condiciones de enfrentarse a un asunto tan complejo. Había bebido mucho. Lo sabía por el suave vaivén de mi conciencia. Y lo sabía por mi vejiga a punto de reventar. Lo primero era muy preocupante. Lo que empieza como una tranquila marea pasa rápidamente a ser un furioso oleaje. Todas mis resacas eran terribles. Y como cada vez bebía menos, cada resaca era mucho peor que la anterior. Lo segundo era fácil de resolver. Me palpé el pene. Estaba duro como una piedra. Mis manos habían dejado de explorar el cuerpo contiguo. Ya tenía una cierta idea de cómo era: suave, terso, compacto, duro, armonioso, sensual… Cualquier adjetivo cabía, siempre que fuera positivo. La zona que más concienzudamente había indagado, sus nalgas, sus muslos, el final de su espalda, era un campo vasto, despejado, prometedor. Sus dedos se habían movido suavemente por todo esa extensión cálida y hermosa (hermosa en mi imaginación, pues no había manera de comprobar cómo era en la realidad, y por tanto mi imaginación podía volar a sus anchas, podía recrearse con el placer de otorgar un color, unas dimensiones, a algo que, de momento, sólo tenía los atributos que le otorgaban los sentidos del tacto y el olfato). Aquella primera exploración no podía ser más satisfactoria. Y todo me impelía a la acción. Para empezar su silencio, su inmovilidad, su absoluta falta de respuesta ante mis caricias y mis investigaciones carnales me hacían abrigar toda clase de esperanzas. Ella debía acabar despertándose, o tal vez ya estuviera despierta y estuviera haciéndose la dormida, pero  en ese caso, si ella expresaba algún tipo de rechazo o malestar, yo siempre podría retirarme discretamente y fingir que todo había sido un malentendido. A fin de cuentas era ella la que estaba en mi cama… Pero también podía pasar lo contrario. Que yo siguiera con mi exploración sin oposición alguna. Que mis primeras avanzadillas dieran paso a una ofensiva total, una ofensiva que (yo estaba seguro, tenía una ciega convicción en ello) no podía llevarme más que a una gran victoria.
Decidí ser más osado. Acerqué mi cuerpo al suyo. Su posición (ella dormía de lado, con su culo vuelto hacia mí) hizo que mi pene entrara en contacto directo con su piel. Aquello podía hacerla despertar y decidí obrar con cautela. Esperé unos segundos y luego me moví ligeramente, procurando hacer el menor ruido, hasta que mi pene quedó perfectamente alojado entre sus dos nalgas, pero tuve cuidado de no ejercer ninguna presión. Por continuar con un símil bélico, digamos que pretendía dejar el cañón dispuesto pero sin alertar al enemigo. En esos términos debo decir que la operación fue un éxito. Ya sólo faltaba la orden de ataque. Pero esta orden no llegó. No llegó porque, a pesar del rotundo éxito de los movimientos preliminares, yo aún no estaba completamente decidido a iniciar el ataque.
¿Acaso temía aún su reacción, una reacción violenta o desdeñosa por su parte? No. En absoluto. Ya he dicho que yo tenía la impresión de que aquella desconocida y yo ha habíamos hecho algo más que dormir juntos. De manera que aquello sólo sería un epílogo, o una prolongación de algo anterior, que si bien no recordaba en ese momento, nada me impedía recordar más tarde. La memoria gasta esa clase de jugarretas, sobretodo después de una noche de alcohol y excesos. Cualquiera que haya pasado por una borrachera desmesurada como la que yo había pasado (y cuyas consecuencias aún sufría), sabe bien a qué me refiero. De modo que no era ningún escrúpulo o duda racional lo que me frenaba ¿Entonces, qué era? ¿A qué se debía mi demora? Muy sencillo. A algo mucho más elemental y humano: mi vejiga, estaba a punto de reventar. Y eso era un inconveniente mayor de lo que parecía a simple vista… Porque eso hacía que todos mis movimientos y mis cautelas resultaran absolutamente inútiles. Más pronto o más tarde tendría que moverme. Que moverme en sentido inverso. Tendría que salir de la cama. Y eso suponía tener luego que volver a empezar desde el principio, y tener que replantearme mi estrategia… Podía pasar, por ejemplo, que ella, durante mi ausencia, se despertara, o se moviera y cambiara de postura… En fin… La perspectiva era descorazonadora. Pero en el fondo yo sabía que no tenía otra opción. La experiencia me decía que las ganas de orinar no iban a dejarme tranquilo. No se puede hacer el amor con condiciones con la mente puesta en ir corriendo al servicio.
Me levanté muy despacio, resignado y decidido a dejarlo todo en manos del azar (“¿a fin de cuentas, no es el azar el que rige nuestras vidas?”, me dije). Antes de levantarme, había alargado la mano y comprobado que la mesita de noche seguía en su lugar habitual. Tenía pues el campo libre, al menos de momento… Avancé a ciegas por la habitación. Después de unos breves pasos, mis manos tocaron la pared y, palpando con cuidado, busqué la abertura de la puerta del baño. Cuando la hube encontrado,  entré lentamente, arrastrando los pies para no hacer el menor ruido. No encendí la luz hasta que hube cerrado la puerta detrás de mí. Fue un fogonazo súbito, un avalancha de luz que me cegó durante unos segundos. Después me situé frente al lavabo y me miré en el espejo. Tenía un aspecto demacrado, sucio, envejecido. Un aspecto terrible, que no coincidía con la imagen que yo tenía de mí mismo. Me retoqué el pelo. Me froté los ojos. Luego me interrogué a mí mismo. ¿Quién eres? ¿A dónde vas? ¿Qué estás haciendo con tu vida?... Las preguntas de siempre, las preguntas de todas las mañanas. Me situé frente al retrete y oriné con ganas. Mientras, mi mente continuaba con su interrogatorio… Por lo visto había sido una noche muy larga. “¿Y cómo es que no recuerdo nada?”, me pregunté por enésima vez. Eso era algo que no me había sucedido nunca. Algunas veces bebía más de la cuenta, como todo el mundo, pero siempre hasta ese momento había sido capaz de recordar (a menudo con bochorno) todo lo que había hecho en las horas anteriores. Para bien o para mal, no solía tener lagunas en la memoria. ¿Pero qué recordaba de aquella noche? Muy poco. Recordaba que había ido a la verbena. Que había bailado con unas amigas de Sandra. Que me había gastado mucho dinero en invitarlas a beber (pero no me había importado, pues eran muy simpáticas), que yo quería volver pronto a casa pero que me quedé en la verbena hasta que termino. Sí. Recordaba bien los aplausos finales. Las palabras de despedida del cantante. Y ya está. Ahí acababa todo. Justo donde empezaba lo que yo quería averiguar…
Volví a la cama haciendo –o rehaciendo– exactamente los mismos movimientos. Apagué la luz antes de salir del baño, con la puerta cerrada por lo que me quedé completamente a oscuras, salí del baño (la oscuridad era la misma: una oscuridad densa, impenetrable), caminé muy lentamente, arrimado a la pared y adelantando con cuidado las manos porque temía chocar contra la mesita de noche y tirar la pequeña lámpara (pero temía sobre todo que el consiguiente ruido despertara a mi extraña durmiente), y palpando la cama, conseguí recostarme en la misma posición en la que estaba antes de la obligada interrupción del baño. Una vez instalado (bastante incómodo, todo hay que decirlo), me atreví a estirar levemente la mano izquierda a fin de comprobar lo que ya sabía: que el cuerpo desconocido continuaba exactamente en la misma posición en la que yo lo había dejado, y continuaba con su misma actividad, esto es, durmiendo.
Podía respirar tranquilo. Pero lo cierto es que no estaba tranquilo. A la incomodidad física (ella ocupaba casi tres partes de la cama, yo me tenía que conformar con poco más del tercio restante) se sumaba la desazón interior. Por mucho que buscara explicación para su presencia en mi cama, no encontraba ninguna. Yo no soy de esa afortunada clase de personas que cada día se despiertan acompañados de un cuerpo nuevo. Yo era de los que duermen solos o, en todo caso, con su pareja de toda la vida, pero no con otras personas que acaban de conocer hace unas horas. Porque… ¿era eso lo que había pasado? ¿Me había ligado a esa chica, fuera quien fuera? Eso era algo totalmente improbable. Desde luego yo no iba a negar que había ido a esa verbena sin Sandra, y tampoco iba a negar que algunas veces que iba a alguna verbena sin Sandra (lo cual sucedía raramente), me permitía el lujo de mirar a las otras mujeres como potenciales pero improbables objetos de deseo sexual. La educación cristiana intenta penalizar los pensamientos como si fueran actos, pero todo el mundo sabe que una cosa es desear a una mujer y otra muy distinta es intentar obtenerla.  Yo estaba acostumbrado a recitar de manera mecánica eso de “pensamiento, pecado, obra u omisión”, pero en mi fuero interior no encontraba nada pecaminoso en los pensamientos, pues sabía que era el único consuelo que me podía permitir. Me conocía bien. Conocía bien mi cobardía y mi torpeza. Es cierto que a veces el alcohol y la excitación del ambiente te puede hacer ser insólitamente temerario, pero aún en el caso poco probable de que yo intentara abordar a una mujer, sabía que mis posibilidades de tener éxito eran escasas o nulas. Pese a todo, la explicación de que aquella mujer estaba ahí por voluntad propia (atraída o seducida por mí, es de suponer), era la explicación más factible. Si no era mi ligue, ¿entonces que era? ¿Una puta? Que ella fuera una puta explicaría que se hubiera acostado o estuviera dispuesta a acostarse conmigo, pero no aclararía que hacía durmiendo plácidamente en mi cama. Y si no estaba allí por voluntad propia, entonces yo la había secuestrado. Pero eso no era posible. Y si eso no era posible ni tampoco era una puta, entonces sólo nos quedaba la primera opción. Algo muy muy improbable.
¿O No? Tal vez no era tan improbable. Sandra estaba conmigo. Yo no era el hombre más interesante del mundo, pero tampoco estaba tan mal. Sí… pero.. yo era muy torpe. Con la misma Sandra no hacía más que meter la pata. Yo no era de los que aciertan al primer intento. Para tener éxito con una mujer, yo necesitaba probar con diez. En fin, lo cierto es que mi cabeza daba vueltas y vueltas y al final no llegaba a conclusión alguna. O mejor dicho: llegó a la única conclusión posible: esperar a que ella despertara por la mañana y preguntárselo.
El problema era que hacer hasta que llegara la mañana. Yo quería dormir. Mi dolor de cabeza iba en aumento (y la enorme actividad de mis neuronas no me ayudaba a mejorar la situación) y empezaba a notar el malestar que precede al vómito. O conseguía descansar un poco ahora que podía o mañana iba a ser un día difícil de olvidar. Pero para dormir tenía que relajarme y para relajarme tenía que olvidar que no estaba solo. Así que me acurruqué en un extremo, alejándome todo lo que puede de ese cuerpo desnudo y misterioso (“prohibido pensar en él”, me impuse, y tuve que repetirme ese mandamiento muchas veces) y cerré los ojos (los había mantenido abiertos, no sé bien por qué, durante todo el rato), esperando que hubiera suerte.
Y aunque realmente no esperaba tener esa suerte, lo cierto es que conseguí dormirme. Cuando desperté la habitación continuaba totalmente a oscuras. Tal vez estuviera amaneciendo, pero con la ventana cerrada a cal y canto era imposible saberlo. Tampoco tenía ninguna forma de averiguar qué hora era, al menos no sin encender la luz. Lo primero que pensé es que todo había sido un sueño. Estiré la mano y mis dedos tropezaron con lo que parecía ser una espalda. Ella estaba ahí, dormida en la misma posición, inmóvil, silenciosa. Moví los dedos con cuidado. Recorrí unas nalgas abultadas y suaves. Y muy húmedas. Ese era el único elemento nuevo: la humedad que rezumaba de su piel. Pero la explicación era muy simple: hacía calor, mucho calor, era lógico que su cuerpo estuviera empapado en sudor. De hecho, yo mismo estaba empapado en sudor. Y tenía una sed terrible, aunque no quería levantarme a beber porque sabía lo que eso significaba.
Pero más fuerte que el deseo de beber era el deseo de hacerle el amor. Me había despertado excitado. Y al tocarla mi excitación había llegado al punto de no retorno. Así que estaba ante el mismo dilema. O dejaba caer mi deseo (con la carga de frustración que eso conllevaba) o me entregaba ciegamente a su consumación (con los posibles problemas que eso me podía traer). Decidí que el agua podía esperar. No estaba dispuesto a dejar pasar más tiempo. Había algo elemental e instintivo en mi deseo. Mis manos campaban a sus anchas, recorrían los bordes lisos de su cuerpo, sus formas redondeadas y suaves, y yo prefería no saber nada, no saber quién era, cómo se llamaba, qué hacía allí. Ni tampoco necesitaba verla. No quería levantarme y subir la persiana. Ni quería que lo hiciera ella. Me bastaba con imaginármela. Mañana, dentro de unas horas, ya tendría ocasión para la decepción y la certeza. Todas las dudas se difuminarían. Y todas las fantasías se evaporarían con ellas. Pero ahora no, en este momento no. Allí, protegido por las sombras y la ignorancia, mi cuerpo tenía la última palabra.



Entró en el baño mientras yo me estaba dando una ducha. Escuché el sonido de la puerta y me llevé un susto terrible. Fue todo muy rápido. Estaba tan concentrado en la ducha que por un momento había olvidado lo que acababa de pasar (y eso que lo que acababa de pasar era lo más extraño y excitante que me había pasado en muchos años) y por eso me asusté al notar que alguien entraba al baño. Y después, en cuestión de centésimas de segundo, ya digo que todo fue muy rápido, me sentí totalmente paralizado, paralizado por entero, de mente y cuerpo, cuando comprendí que la que había entrado en el baño solo podía ser ella, la chica que dormía en mi cama, la chica con la que acababa de tener una relación sexual increíblemente satisfactoria (desde luego, a años luz de las relaciones que tenía con Sandra), la chica que seguía siendo una completa desconocida, la chica a quien había oído gemir y jadear, pero con quien no había cruzado ni una palabra, al menos no que yo recordara, y también, eso era lo menos importante a estas alturas pero no dejaba de ser otro factor de inquietud, la chica a quien no había visto jamás (o sí había visto pero de la que no podía dar dato físico alguno, ni el color de sus ojos, ni su estatura, ni su peso aproximado, nada). En resumen… Qué había llegado el momento temido y esperado, el momento de la confrontación, de las miradas de incredulidad, de las palabras confusas… Por eso esperé unos segundos, unos segundos que a mí se me hicieron muy largos, inmóvil, sintiendo el agua tibia resbalar por mi cuerpo, antes de decidirme a hablar, a decir algo, a murmurar un tímido “Hola”, un “Hola que bien podía ser un “Adiós” porque se quedó sin respuesta. Yo había dado por sentado que ella iba a descorrer la cortina e iba a meterse en la ducha conmigo, o por lo menos iba a mirarme desde fuera, iba a mirarme con la curiosidad que yo suponía que debía tener (¿o ella sabía perfectamente quién era yo y qué hacía ella allí?), pero, en cualquier caso, lo que no imaginé es lo que estaba sucediendo: nada, silencio, ella parecía haberse esfumado. Pero ella estaba en el servicio. Yo no había vuelto a escuchar la puerta. Así pues… ¿qué hacía? Esperé unos segundos más. Luego aparté la cortina de un tirón brusco y la busqué con la mirada.
Ella estaba sentada en el retrete, orinando tranquilamente. Yo me quedé mudo. Sin saber que hacer o decir. La situación no podía ser más inverosímil. Ella levantó los ojos, me vio, me sonrió y siguió a lo suyo, como si nada, como si aquello fuera lo más normal del mundo. Yo dude. El agua de la ducha corría por mi piel. Podía cerrar el grifo o podía continuar duchándome, con la misma naturalidad con que ella había interrumpido en mi aseo matinal. Tal vez ella estuviera acostumbrada a esas cosas, a levantarse en casas ajenas y a hacer el amor con desconocidos, pero yo no, desde luego, para mí todo era nuevo. De modo que, dejando atrás toda vergüenza, me quedé mirándola fijamente. Delante de mí tenía una mujer de unos treinta años, puede que menos, morena, delgada, bastante esbelta, de ojos verdes y grandes, de unas fracciones finas y cuidadas. En una palabra: era guapa. Estaba totalmente desnuda y no hizo el menor ademán de taparse (un ademán, que por otra parte hubiera sido estúpido, pensé luego). Sus pechos eran pequeños. Parecían dos medias manzanas, pero tenía los pezones muy marcados y  puntiagudos, como flechas a punto de disparar. Su sexo estaba oculto bajo un bosque frondoso. Yo había tocado ese orificio mágico. Me había sumergido en sus profundidades. Lo había llenado con mi deseo. Y ahora, al verlo a la luz, a la descarnada luz de la bombilla del baño, comprendí que el goce del tacto no es superior al goce de la vista, o al menos no lo fue para mí en ese momento. En algún lugar de sus cavidades secretas, un río de lava se precipitaba hacia el centro del universo. No era una carrera veloz hacia el futuro. Era un lento y meticuloso arrasar el pasado. Lo que había hecho ya era irremediable. Y yo estaba orgulloso de todos y cada uno de mis actos. Esos actos podían tener consecuencias terribles para mi vida, o podían no tener consecuencia alguna, pero lo que pasara no iba a cambiar en nada la percepción que yo tenía de lo sucedido. Y esa percepción era de una simplicidad y una lucidez apabullante: pasara lo que pasara yo no iba a arrepentirme de nada, y si tenía oportunidad de repetir lo sucedido (aún sabiendo conociendo las consecuencias), no iba a dudar en hacerlo de nuevo.
Eso pensaba yo mientras mis ojos recorrían su cuerpo. Y mientras mis ojos ponían imágenes a las formas que yo había tocado y poseído, sus ojos me miraban riendo. Era la mirada más dulce y más acogedora que había visto en mi vida.  Ella no tenía preguntas. Ella no tenía nada que aclarar. Ella estaba ahí, sentada en el retrete, con el cuerpo recostado ligeramente hacia atrás, con las piernas separadas, con los brazos caídos, sin tensión, sin esconder ni ocultar nada, relajada, sin albergar ninguna inquietud o sospecha, sin prisas, y aquel era el sitio perfecto para estar, aquel era ya su sitio, un lugar tan mío como suyo. Y sería suyo mientras ella quisiera, porque yo no tenía ni iba a tener inconveniente alguno. Porque yo ya estaba dispuesto a reservarle su espacio en mi espacio, a conservar la hendidura de su peso sobre mi colchón, a dejar que mis sábanas se empaparan de sus olores y su calor, a mantener el contorno de su cuerpo dentro de los límites tangibles de mi memoria, aunque aquello fuera un verdadero problema. Porque aquello era un verdadero problema. Aquello era un auténtico y maravilloso problema. Pero qué importaba… En aquel momento, allí, delante el uno del otro, yo cegado, ella lúcida, en la intimidad de la mañana silenciosa, en aquel momento nada, nada de lo pasara después, tenía la menor importancia. Ni tampoco (lo comprendí al instante), tampoco nada de lo pasado tenía importancia. Todas esas preguntas… ¿Quién era? ¿Cómo había llegado? ¿Qué había pasado hasta que yo desperté y noté su cuerpo dormido?, todas esas preguntas eran innecesarias. Ella estaba ahí. Mirándome. Sonriéndome. Eso era todo.



Se llamaba Susana y no volví a verla hasta cuatro meses después. No era una amiga de Sandra, sino una amiga de una amiga de Sandra. Este pequeño detalle, ese hecho que aquella noche había constituido un dato accidental, se convirtió muy pronto en el principal impedimento para encuentros futuros. Yo solía ver a las amigas de Sandra. Y podía conseguir fácilmente sus teléfonos y sus direcciones. Pero ella no entraba en ese pequeño círculo. Y por tanto las posibilidades de volver a verla de modo casual eran mínimas. Y las posibilidades de dar con su paradero y abordarla de modo intencionado eran directamente nulas. Lo único que podía hacer era esperar a la próxima verbena. Pero las verbenas de verano ya habían terminado y para las de navidad faltan cuatro meses. Por otro parte, nadie me garantizaba que ella fuera a acudir a esas verbenas. Así que tal vez no iba a verla nunca más.
Aquel pensamiento me aterraba. En aquel momento no podía comprender por qué yo no hice todo lo que pude por obtener su teléfono.  Ella no me lo dio. No dijo nada sobre el asunto. No dijo nada de eso que hubiera sido lógico decir. Algo como “Esto ha sido un desliz. Es mejor que lo olvidemos”. Ella no dijo nada. Simplemente se fue. Cuando salí del baño ya se había vestido, y estaba caminando sutilmente, sin hacer ruido, hacia la puerta. En ese momento, tal vez aún la hubiese podido alcanzar. Pero lo cierto es que no sospeché nada. Cuando entré en el dormitorio y vi que no estaba, no lo di importancia, pues pensé que estaría en la cocina o en otra parte de la casa. Me había entretenido secándome y vistiéndome, pero ella no había hecho ni dicho nada que me pudieran hacer pensar que iba a desaparecer de ese modo. Simplemente se había levantado, me había dado un beso, un beso rápido, superficial (un beso de “Buenos días cariño” o un beso de “Te espero en la cama”, pero no un beso de “Adiós, hasta nunca”, no, eso no) y había salido del baño. De modo que yo aún estaba pensado que estaría preparando el desayuno, o sentada en el sofá del salón, esperándome. Y entonces escuché la puerta. Escuché como se abría y se cerraba la puerta de la calle y pese a todo dudé por un momento, lleno de incredulidad. Pero sí. Era mi puerta. Conocía bien su sonido. No podía ser otra puerta más que la mía. Entonces salí corriendo, descalzo y desnudo, pero ya era tarde. Mis dudas me habían hecho perder un tiempo precioso… De repente me vi plantado en un calle vacía. Una calle soleada, tranquila y vacía, completamente vacía. Y me sentí el ser más ridículo del mundo. Y a pesar de que estaba desnudo y cualquiera podía verme, aún permanecí unos minutos mirando en todas direcciones, buscando algo que no existía. Porque ella no estaba. Y yo no sabía ni qué dirección había tomado. Por no ver ni siquiera había visto ningún coche alejándose a toda velocidad. Susana había desaparecido sin dejar rastro.



Reunir algunos datos sobre ella me llevó varias semanas. Tenía que obrar con cautela. Pero, por otra parte, tampoco tenía muchas personas a las que preguntar… Las amigas de Sandra eran las que más información podían proporcionarme. Pero si advertían mi curiosidad, no dudarían en sospechar de mí, y sus sospechas serían inevitablemente comunicadas a Sandra. También podría pasar que alguna de sus amigas estuviera al corriente de todo. Pero en ese caso su fidelidad hacia Susana sería mi mayor inconveniente. Si estaba dispuesta a encubrirla a ella, no podía esperar que quisiera ayudarme a mí. Al final decidí que lo mejor sería dejar pasar unos días. Y luego poner atención en todas sus conversaciones, por irrelevantes que parecieran. Así es como averigüe algunos datos. Pero otros datos me los proporcionó curiosamente Sandra. Ella me llamó por teléfono varias veces, como hacía siempre que estábamos separados. En su primera llamada estuvimos hablando de las fiestas. Yo le dejé hablar sabiendo bien que Sandra no podía estar al corriente de lo sucedido. Si llegaba a averiguarlo era por alguna de sus amigas y para eso tenían que verse en persona. Así que aún era pronto para preocuparse por eso. Fue una llamada larga. Estuvimos más de media hora al teléfono. Pero tuvo su fruto. En un momento de nuestra conversación salió a colación la última verbena. Sandra me preguntó si había ido. Supongo que podía haberle dicho que no, que me había quedado en casa, pero la experiencia y también un extraño sexto sentido me decía que debía mentir lo mínimo posible, así que le conté la mayor parte de la noche, que por otra parte era todo lo que realmente yo podía contar de primera mano. Cuando le dije que había estado bailando ella me interrumpió con ironía.
–¿Tú, bailando? Irías muy borracho…
–Pues sí. Estuve bailando. Si no me crees pregunta a tus amigas…
Aquello era peligroso, pero era la única manera de meter el nombre de Susana en la conversación. Ella picó el anzuelo.
–¿Quién estaba? –preguntó.
Era justo la pregunta que esperaba. Le hablé de sus amigas y por supuesto, le hablé de una amiga de Ester que se llamaba… (Ahí me quede un momento en silencio, como dudando). “Que se llamaba Susana. Susana o algo así”.
Resultó que ella conocía a Susana. La había visto varias veces. Sabía que era una compañera de la facultad de Ester y que cuando venía al pueblo se alojaba siempre en la casa de ésta. Poco más me podía decir (y por supuesto, yo no pregunté más), pero por lo menos era algo. Si estaba en la casa de Ester tal vez podía ir a hacerle una visita.
¿Pero cómo? Ester vivía en una calle de las afueras. Era una calle muy apartada, que tenía sólo tres o cuatro casas. No era una calle que uno cruza de camino a otro lugar. La calle de Ester no tenía salida. Iba a morir contra el muro del viejo matadero. Por no tener no tenía ni un pequeño sendero hacia los campos, un sendero que pudiera ser utilizado por un paseante. Estuve pensando que excusa podía utilizar en caso de ser descubierto. Ester y Sandra eran buenas amigas, pero yo apenas tenía relación con ella. Si Ester me descubría frente a su casa yo no sabría que decirle. Y además probablemente Ester se lo acabaría contando a Sandra. Pese a todo podía intentarlo. Podía pasarme por el bar donde Ester y las otras amigas de Sandra solían reunirse para tomar un café. Aunque… ¿Qué iba a decirle a Susana en ese caso? No podría hablar con ella a solas, eso era algo evidente. Por otra parte, tampoco nadie me garantizaba que Susana quisiera hablar conmigo. A fin de cuentas ella era la que había huido precipitadamente de mi casa. Ella era la que había elegido ese final.
¿Por qué lo había hecho? ¿Por un súbito arrebato de arrepentimiento? ¿Por qué tenía prisa? ¿Por qué quería volver a la casa de su amiga antes de que ésta notara su ausencia o su retraso? ¿Y qué le habría contado entonces? ¿Le había dicho que había estado en una cama ajena? ¿Le había hablado de mí? Eso era poco probable. Pero yo no podía descartar ninguna hipótesis.



Estaba mirando un escaparate. Yo pasé por su lado y no la vi. Ella se volvió y dijo: “Hola, ¿Cómo estás?”. Yo escuché que alguien me hablaba y me volví sorprendido. Pensé que era algún compañero del trabajo o algún conocido, pero por nada del mundo me hubiera imaginado que se trataba de ella. La había estado buscando desesperadamente en cada rostro de mujer que veía en la calle. Sabía que vivía en mi misma ciudad, pero mi ciudad era lo suficientemente grande como para pasarnos la vida recorriendo las mismas calles sin encontrarnos nunca. En aquel momento yo ya había dejado de buscarla. Estaba resignado. Había sido una historia bonita. Corta. Intensa. Irrepetible. “Bueno, por lo menos Sandra no se ha enterado”, me decía para consolarme. Pero era un consuelo inútil. Por mucho que lo intentara, jamás iba a encontrar consuelo. Le pedía a la vida que por lo menos me permitiera verla una vez más. Quería pedirle una explicación. Quería volver a tenerla en mis brazos. Nunca pensé que la vida iba a atender a mi súplica. Y mucho menos que iba a darme tanto.
La voluntad es atrevida pero el entendimiento es mezquino. El hombre puede desear lo sublime, pero cuando lo sublime se presenta es capaz de dejarlo pasar. Yo no entendí nada. Estuve a punto de salir huyendo. Cuando Susana propuso ir a un bar a tomar un café yo acepté encantado. Y hubiera estado dos horas hablando de cosas triviales con ella y luego me hubiera levantado y me hubiera despedido con un gesto cordial y después, sólo cuando ella ya se hubiera ido, después me habría mirado al espejo y me habría gritado:  “¿Pero qué has hecho, pedazo de cretino?”. Entonces, cuando ya no hubiera remedio, entonces habría comprendido lo que sucedía.
De modo que toda la culpa y el mérito es de Susana. Ella fue quien tomo el mando de la situación. Ella me cogió del brazo y me condujo hábilmente hasta una pensión cercana. Ella me hizo subir. Me desnudó y me tendió sobre la cama sin deshacer. Y yo no reaccioné hasta que ella se subió la falda y se sentó sobre mí.
Algunos días después Susana me confesó que nada de lo sucedido se debía al azar. Para entonces yo ya estaba resignado a mi propia suerte. Desde el momento en que ella tomó posesión de mi cuerpo en aquella oscura pensión (no puedo llamarlo de otra forma: fue un acto de posesión, un acto de posesión que se hubiera realizado con o sin mi consentimiento), yo comprendí que lo que se avecinaba era algo que no se podía medir con los parámetros de mi pesimismo, que es como yo solía medir todos los acontecimientos, ya fueran  presentes o futuros, posibles o improbables. No. La lógica y Susana no circulaban por el mismo camino, ni a igual velocidad… Por lo visto, sin que yo lo advirtiera, ella había estado acechando mi oficina durante dos semanas. Había comprobado mis horarios de salida. Había estudiado todos los detalles. Si salía solo. Si me acompañaba algún compañero o compañera. Si Sandra venía a recogerme… Incluso hasta había inspeccionado varias pensiones de la zona, hasta que encontró la habitación donde desde esa primera vez empezarnos a citarnos. Digo “empezamos a citarnos” porque aunque no acordamos fecha concreta esa vez si que nos intercambiamos el número de teléfono, con la promesa soterrada de volver a reunirnos en aquella habitación lo  más pronto posible, tantas veces como nos fuera posible, y la mayor cantidad de tiempo posible. Su única condición fue evitar en la medida de lo posible las preguntas. Aquella tarde ella me confesó que había tardado tanto en ponerse en contacto conmigo porque tenía que tener cuidado con lo que hacía. Utilizó esas palabras: “cuidado con lo que hago”, y yo di por sentado que tenía novio o marido. Como yo estaba en la misma situación no puse objeción alguna. Seríamos lo más discretos posibles. Dentro y fuera de este cuarto.
Pero la discreción no estaba reñida con la confianza. En el terreno sexual Susana era tremendamente abierta. Yo no conocía sus hábitos. Me había acostado con ella dos veces (ella me confirmó eso que yo ha intuía), pero la primera vez estaba tan borracho que, además de no recordar nada, tampoco conseguí hacer otra cosa más que comportarme como un auténtico necio. Ella me preguntó, con sorna, si quería saber los detalles. Pero le dije que los detalles eran totalmente prescindibles. Varias veces había tenido experiencias semejantes. La diferencia entre Sandra y ella es que Susana me concedía el derecho de la duda mientras que Sandra se regodeaba al humillarme con toda clase de detalles truculentos. Sé que el alcohol y el sexo no son buenos compañeros, y de normal no suelo beber, pero por desgracia las fiestas suelen ser ocasiones excepcionales. Y por desgracia algunas terminan muy mal.
Pero dejemos de lado las fiestas. Aquella verbena había sido un hecho aislado. Algo totalmente imprevisto. Realmente no sabía porque Susana había decidido acabar la noche en mi cama (en su momento no se lo pregunté: un antiguo pudor me impidió hacerlo), pero lo cierto es que, pese a todo, ella seguía queriendo verme. Y yo me sentí agradecido, agradecido y satisfecho. Mi vida con Sandra era todo menos excitante. O discutíamos o nos ignorábamos. O ambas cosas si era posible. Pero mi vida con Susana, esa pequeña parcela de mi tiempo que trascurría en su compañía, podía ser otra cosa. Y lo que fuera dependería de mi esfuerzo, de mi voluntad y de mi convicción.
En muchas ocasiones he recordado la primera noche, la segunda vez que hicimos el amor (que para mí era realmente la primera).  La he recordado con añoranza. Y la he recordado con rencor, en mis noches más negras, sintiendo la cuchillada despiadada de la soledad, unida a ese súbito golpe de mar que trae la excitación cuando sobreviene en la mitad de la noche, cuando un hombre no tiene ningún lugar donde ocultarse ante si mismo. Aquella noche fue uno de esos momentos que uno querría repetir de volver a nacer. En todos los años que llevaba acostándome con Sandra (ya fuera como novios o como marido y mujer) no había estado tan cerca de rozar la perfección, ese estado de cosas que todo el mundo se encarga en hacernos creer que no existe pero en el que nuestra alma se obstina en seguir creyendo. Y mira por donde… existe. Existe la perfección en un paisaje, en una canción, en un párrafo de un libro y también en un cuerpo, en un cuerpo y en todo lo que otro cuerpo puede hacer con él. Así que, en cierto modo es lógico que recuerde aún esa noche, y es lógico que la recuerde como lo hago, con esa especie de nostalgia y desdén, pero a pesar de ello debo reconocer que he sido injusto, injusto con todas las otras noches que pasé con ella, injusto con todos los otros momentos de felicidad y placer que me proporcionó. Fueron muchos y en su momento yo no supe ser todo lo agradecido que hubiera debido ser. Por suerte o por desgracia el tiempo hace que cada cosa alcance su valor justo, que lo que es realmente bueno sea valorado como tal por nuestra inteligencia, mientras que lo que es sólo mediocre sea aceptado también como lo que es, sin que eso suponga esa cierta traición, ese vergonzoso menoscabo a nuestro orgullo que creímos sentir. En esta vida hay que recibirlo todo con las manos abiertas, lo bueno, lo mediocre y hasta lo malo, porque todo forma parte de lo mismo. Del mismo modo que la paja y el grano crecen juntas en la tierra, así la vida nos ofrece toda su cosecha, para que nosotros nos alimentemos de ella y le demos la utilidad que se merece cada cosa, sin derrochar nada pues todo nos puede hacer falta algún día.
Sin embargo, pese a lo dicho, hoy siento la necesidad (como otras muchas veces) de rememorar aquella primera noche. Y quiero recordar lo sucedido secuencia a secuencia, fotograma a fotograma, pues así es como la memoria lo recuerda: como una escena de una película cuyo protagonista no era yo sino alguien que vestía mi cuerpo y habitaba mi vida. Era el alcohol, el agotamiento, la euforia y el desconcierto lo que me hacía sentir así. Y eso contribuía a hacer aquel momento más extraño, excitante e intenso.
Recuerdo bien como empezó todo. Como yo la manejé a mi antojo al principio. Como fui acercándome a ese punto de osadía y desfachatez que sólo en muy pocos momentos he sido capaz de alcanzar. Algunos hombres son valientes por naturaleza y otros son cobardes por naturaleza. Pero algunos hombres cobardes pueden llegar a ser valientes en un momento especial, y ese momento había llegado para mí de modo inesperado cuando me desperté y comprobé que alguien dormía junto a mí. Luego, una vez me hube decidido, todo fue más fácil. Pese a todo (siempre ocurre, es inevitable) tuve un momento de pánico. Cuando advertí que ella estaba despierta (no podía ver nada, ni el brillo de sus ojos al mirarme, pero lo supe, lo supe con una certeza absoluta, a pesar de su silencio y su pasividad) y me asusté. Pero por suerte todo quedó en una falsa alarma, en parte porque yo comprendí ya había llegado demasiado lejos para detenerme y en parte porque ella me tomó la mano y volvió a colocarla en el lugar del que yo la había retirado precipitadamente. Y ese gesto fue más que suficiente para que yo me lanzara sobre ella con toda mi furia. Y ella, muy pronto repuesta de su desconcierto inicial, empezó a cooperar de un modo sutil pero decidido, primero dirigiendo mi cuerpo, voluntarioso pero torpe, y después tomando ella la iniciativa, ya de un modo evidente, para que los dos llegáramos a buen puerto con el mínimo daño posible, que en asuntos de cuerpos y almas que se entrelazan es tan fácil llegar al placer como al dolor.
Hay un momento en que los recuerdos empiezan a confundirse. Al principio de cualquier relación (lo mismo que como cualquier otra experiencia novedosa) los minutos y las horas son una sucesión bien diferenciada de estados de ánimo y emociones. Cada beso es único e inconfundible. Cada palabra, cada frase es importante, irrepetible. Pero después un halo de monotonía lo invade todo. Se ciñe sobre el cuerpo deseado como una niebla baja y espesa.  Ya no distinguimos un beso de otro. Todas las conversaciones nos parecen la misma. Ninguna pareja debería llegar a ese punto, pero todas las parejas consideran ese punto como una meta. Y tienen razón, pues al fin y al cabo la llegada de la monotonía es un indicio de que la relación está plenamente asentada, que ha superado los límites temporales propios de la pasión y que a partir de ahora se puede alargar hasta que se desee, durante toda la vida o durante muchos años más. Susana y yo no luchamos contra este fenómeno. Nadie habló del asunto. Nadie dijo: “cuando no sientas nada, ya no me beses más”. Pero los dos comprendimos que lo nuestro tenía fecha de caducidad. Y los dos comprendimos que hablar de ello era precipitar el final.
Sin embargo, de entre toda esa confusión de besos, de caricias, de orgasmos, de gemidos, de gritos, de susurros, de lamentos, de deseos, de esperanzas, de entre todas las noches, las tardes, las mañanas robadas al tedio y al sinsentido del trabajo o de cualquier otra obligación onerosa, de entre toda esa cantidad de recuerdos, de imágenes, de sensaciones y de pensamientos que constituyen nuestra historia, aquella primera noche, con todo su cargamento de aventura y goce inesperado, es una noche cuyos besos, cuyas caricias, cuyo estremecimiento final y dulcemente agónico, están siempre muy vivos en mi recuerdo, sin mezclarse, sin confundirse con todas las ocasiones restantes, con todo ese gran marasmo de restos del naufragio, con todo ese inmenso cementerio marino que fue nuestro amor. 



Mi vida era monótona. Mi jornada de trabajo empezaba pronto y acababa tarde. Las pocas horas que me sobraban las consumía tontamente, siempre deseando que un golpe de suerte cambiara el rumbo de mi vida.
Pues bien. Susana no iba a cambiar mi vida. Pero la iba a hacer infinitamente mejor.
Durante todo ese invierno nos estuvimos viendo en aquella pensión. Siempre íbamos a la misma habitación. Teníamos poco tiempo. Quedábamos en la puerta y subíamos juntos. Nunca entendí porque ella no me esperaba arriba. Ella me tomaba la mano en la escalera. No le gustaba el ascensor. Prefería ascender lentamente por la escalera curva, elegante y antigua. Y en cada rellano hacíamos una pequeña parada.
Siempre llevaba falda. En todo el tiempo que estuvimos viéndonos jamás la vi vestir ningún tipo de pantalón, ni vaqueros ni de ninguna otra clase. Una vez, volviendo de un cine, le pregunté cuál era el motivo (pensaba que tal vez se debía a alguna manía, algunas mujeres creen que los pantalones les ciñen demasiado las nalgas y otras creen que les marcan demasiado la cadera, por poner dos ejemplos) y ella me respondió, tajante:
–Así es más fácil.
Me sonrió de un modo extraño y antes de que pudiera preguntarme a qué venía esa sonrisa y qué quería decir con esas palabras separó ligeramente las piernas y un enorme chorro de orina se estrelló ruidosamente contra la acera dejando un monstruoso charco bajo sus pies.
Terminó y soltó una carcajada. Yo estaba horrorizado. Ella, cuyo rostro había permanecido en una especie de trance, volvió a adoptar una sonrisa mundana, llena de picardía y lujuria. En ese momento supe que estaba perdido. Ni intenté resistirme. Inmediatamente sentí como mi cuerpo era atraído suavemente hacia ella. No puedo decir si me abrazó o me hizo moverme con alguna forma de insólita telepatía. Sólo se que me sentí desplazado, contra mi voluntad, o, mejor dicho (mi voluntad no existía, ya lo he dicho: yo no pensaba resistirme), sin que yo hiciera el menor movimiento. En una palabra: me sentí volando, sentí como mis pies se elevaban unos centímetros del suelo y como mi cuerpo avanzaba hacía ella sin que ni mis piernas ni otra parte de mi cuerpo tuvieran nada que ver. Cuando me di cuenta estábamos besándonos frenéticamente y mis manos se perdían bajo sus ropas. Tenía las bragas empapadas. Susana no se había molestado en quitárselas o separárselas. Simplemente había dejado que el cálido líquido manara a través de ellas. Aquello me parecía escandaloso, el colmo de la perversión, pero mis dedos se lanzaban una y otra vez sobre la tela húmeda como moscas sobre la miel. Estábamos en plena calle. Parados entre un portal y un garaje. La acera era estrecha. Cualquiera que tuviera que pasar por ahí tendría que verse obstaculizado a la fuerza por nosotros. En cuanto pude reaccionar, intenté soltarme. Aquello me parecía demasiado arriesgado. Era una calle oscura, pequeña, pero no era tan tarde como para estar seguros que nadie iba a interrumpirnos. Pero Susana tenía sus planes. Y ella era tan osada como terca. Me miró con una expresión encendida, con un fuego en los ojos que yo conocía muy bien y que, por tanto, sabía que era un arma ante la que no tenía la menor defensa, y muy rápidamente, con sus manos hábiles y sus besos sedantes, consiguió que mi pene se hundiera en la negrura, en ese abismo oscuro y acogedor que se abría como una sima bajo su piel.
Después de aquello no volví a hacer más preguntas. Ella era así. Ella tiraba del carro. Decidía el cuándo, el dónde el cómo y se quedaba con el por qué. Y yo, que tanto odiaba a Sandra por eso mismo, por pretender gobernar mi vida, acepté los caprichos y deseos de Susana como un perro acepta las locuras de su amo. O como un antropólogo toma nota de las costumbres de un pueblo salvaje pero piensa que, al fin y al cabo, dentro de unas semanas estará de vuelta en su hogar.
Yo sabía que aquello no podía durar. Ni los sueños más hermosos ni las pesadillas duran eternamente. En algún momento yo tendría que despertar. Sandra se enteraría. Alguien nos vería en alguna parte. Aquella ciudad estaba llena de peligros, y nosotros nadábamos sin tomar precaución alguna. Aquello no podía durar.
Pero era excitante, era distinto, tan distinto a mi otra vida, a mi vida oficial, a mi vida de trabajador de cuello blanco y de marido ejemplar, era tan imprevisible, tan espontáneo, tan placentero… ¿Cómo iba a pararme a pensar en los riesgos que corría? ¿Cómo iba a dejar hablar a mi sentido común? A fin de cuentas ella no me exigía nada. Yo podía irme o quedarme. Podía hablar o callar. Ella no cerraba los ojos y se tapaba los oídos. Yo podía opinar, podía quejarme, podía preguntar. Pero no lo hacia. No opinaba. No me quejaba nunca. No preguntaba nada. Y no lo hacia por miedo. Ni por consideración, por no herir sus sentimientos. Yo estaba loco por ella. Estaba loco por ella de ese modo abrumador y ambiguo como un adolescente se enfrenta al misterio de la lujuria, no a la pasión intelectual y libresca, sino al impulso hondo e incontenible de su propia sexualidad. Yo ya no era un adolescente, por supuesto, pero en cierto modo me sentía como tal. Era como si estuviera viviendo una segunda adolescencia, mi verdadera adolescencia, pues la otra no había sido más que un burdo simulacro. Aún hoy me pregunto mucha veces porqué fui tan dócil. Pero sé, puedo decirlo con la conciencia tranquila, que no fue por miedo ni por ignorancia. Yo no tenía a Susana. Es cierto que a veces sus respuestas eran muy desafiantes, o que en ocasiones su temperamento variaba de pronto, sin que yo supiera cuál era la causa, pero después siempre tenía una sonrisa para mí, o un beso cálido, o un pequeño manoseo cariñoso. De hecho, si me molesto en hacer un serio ejercicio memorístico, si me pongo a hacer un minucioso inventario en los polvorientos archivos de mi alma, resultaba que al final era ella la que sale mejor parada, la que más atenciones dedicaba al otro. Muchas veces yo permanecía inmóvil, silencioso, no por enfado sino por simple desconcierto. Y era ella la que venía hacia mí. 
Por otro lado, también debo decir que hasta sus enfados o sus desplantes me resultaban atractivos. Me gustaba su energía, su valor, su sinceridad. Ella era de esa clase de personas que no tienen pelos en la lengua. Pero a diferencia de otros sujetos que he conocido, ella nunca resultaba pedante, nunca hacía que me sintiera bobo o estúpido. Mis preguntas podían ser obvias. Mi miedos y prejuicios, infantiles. Pero ella jamás se burlaba de mí. En una relación los dos deben aportar algo. Si yo aporté algo, desde luego no fue experiencia o sabiduría. Una vez, sólo una vez, hablamos de nuestra vida sentimental anterior. Yo le confesé algo que era evidente: hasta ese momento sólo había tenido relaciones con tres mujeres. Y una de ellas no contaba porque era una puta. Ella en cambio había estado con más de siete hombres. “Sin contar los rollos de una noche”, añadió. Y cómo notó que yo me había quedado algo anonadado y triste, vino hasta mí y me envolvió en una abrazo cálido, un gesto de afecto que consiguió hacer que yo olvidara mi decepción.
He hablado mucho de mí, de lo que supuso o significó su amor para mí. Tal vez quizá debería tratar de explicar qué supuso para ella. Esa es una cuestión complicada. Nunca hablamos abiertamente de ella. Pero una cosa estaba clara: ella no deseaba vivir conmigo. Con estar conmigo unas horas era suficiente.
Para ella lo nuestro era básicamente físico. Le gustaba hacer cosas nuevas. Decía que quien tiene miedo de su deseo no merece vivir. En algunas ocasiones yo llegué a sentir miedo. Y más tarde, de vuelta a mi pequeña madriguera, me preguntaba si seguir por ese camino no sería un error. Pero luego, con la sangre bullendo por las venas, yo era capaz de hacer cosas increíbles, cosas que jamás habría osado ni imaginar.



Cuando llegó el buen tiempo la habitación se le había quedado pequeña. El aire libre ofrecía una fuente inagotable de posibilidades. Sus faldas empezaron a ser más cortas, hasta alcanzar e incluso sobrepasar el límite de lo decente. Ella sonreía satisfecha cuando yo le reprochaba su atrevimiento. Cuando caminábamos juntos, los hombres con los que nos cruzábamos se volvían a mirar. Aquello también me enojaba. Pero ella me reprendía en tono de broma.
Luego sabía colmarme de placer. Y el placer borraba todas las dudas, los residuos de un machismo tan arcaico como arraigado, los miedos, los sentimientos contradictorios, la incipiente frustración.
Yo, daba por sentado que Sandra acabaría por enterarse. Pero lo cierto es que cada vez estaba más preocupado. Y tenía mis motivos. Ella parecía haber decidido lanzarse al asalto de la ciudad. Cada vez íbamos a lugares más públicos. Los parques proporcionaban rincones tranquilos, pero para llegar hasta ellos teníamos que mezclarnos entre la multitud. Y lo mismo ocurría con los museos, las estaciones de metro o de tren, las iglesias y bibliotecas, incluso varias veces visitamos el cementerio municipal, y aunque fue más difícil de lo esperado, en todas las ocasiones logramos hacer el amor sin ser descubiertos.
Eran coitos rápidos, excitantes, inesperados. La impaciencia me abrasaba. Y ella sabía cómo llevarme hasta el límite del autocontrol. Empezaba con las palabras. En el autobús, por las calles llenas gente, ella iba murmurándome deliciosas obscenidades. Sabía cuales eran mis preferidas. Y dominaba a la perfección el juego del falso recato. Por poner un ejemplo: si yo cometía la torpeza de responder a sus provocaciones con una vulgaridad, ella adoptaba una actitud de reproche o dejaba traslucir un gesto repentino de sonrojo que a mí no dejaba de parecerme sensual. De manera que todo conducía a lo mismo. Al preludio del placer. Y a veces yo sentía ganas de detenerme allí, a mitad camino, en ese remanso aplacible y prometedor. Por eso algunas veces ella tenía que darme un pequeño golpecito en una pierna o en el hombro, para hacerme volver a la realidad. Otras veces era su carcajada la que me hacía despertar, levantarme, ponerme otra vez en camino. Yo adoraba esos instantes previos en esos lugares poco convenientes. Adoraba sus gestos y sus comentarios. Sus bromas. Eran una especie de lugar intermedio entre la indignación y la risa, la risa que sólo se insinuaba y la indignación que resultaba la mejor promesa de lascivia.
Pero sabía que el autobús iba a llegar más pronto o más tarde a su destino. Sabía que tendría que correr con el corazón agitado. Sabía que la ansiedad podía hacerme caer en una trampa. Y pese a todo yo estaba dispuesto a seguir hasta el final. Y, cuando era posible, tomaba la iniciativa. O dejaba que fuera ella la que decidiera a qué nuevo juego íbamos a jugar y cuál iba a ser el montante de la apuesta. Y ella lo hacía bien.  Cuando la situación lo permitía, dejaba de lado las palabras y pasaba a los hechos. Sabía pasar su mano con delicadeza por encima de mi entrepierna (a veces en el mismo autobús, o en un banco de una plaza bien concurrida, sin que los demás viajeros o viandantes lo advirtieran). Sabía dejar caer como quien no quiere la cosa una mano sobre mi culo. Sabía darme un beso inesperado y fugaz en la mejilla. Sabía acariciarme la nuca con suavidad y extraño desinterés (un desinterés que a mí me parecía adorable), y así, con esos pequeños gestos iba encendiéndome hasta que yo no deseaba otra cosa que correr al primer lugar factible y abalanzarme sobre ella.
Esa impaciencia estuvo muy cerca de salirnos cara. En una ocasión estuvimos a un paso de pasar una noche en la comisaría, acusados de escándalo público. Pero aquello a ella le parecía una experiencia más, un pequeño inconveniente que hubiera aceptado de buen grado como parte del placer. “No puedes tener todo por nada”, en esa frase se resumía su pensamiento.
Lo cierto es que cuando quise recapitular, comprendí que ya llevábamos casi un año juntos. No éramos una pareja convencional (nos solíamos ver cada dos o tres semanas, coincidiendo con los viajes de Sandra) y gracias a su imaginación y temeridad todavía estaba muy lejos la amenaza de la monotonía. Comprendí que aquello podía ir para largo. Pero ya no me sentía frustrado por la falta de claridad respecto al futuro. ¿Quién quería planes de futuro? ¿Quién necesitaba planes de futuro?



El verano es la estación más esperada por la mayoría de las personas. Pero yo rezaba para que el tiempo se detuviera. Para que se detuviera o para que se acelerara, todo menos continuar con su curso normal. Porque si el calendario no mentía y si nadie lo remediaba dentro de unas semanas empezarían nuestras vacaciones, las mías y las de Sandra, y las vacaciones implicaban para Susana y para mí un exilio involuntario, largo, desesperante. Otros años contaba los días que faltaban con avidez. Deseaba marcharme al pueblo cuanto antes. Hacer las maletas y dejar todos los problemas encerrados bajo llave. Olvidar el humo, las prisas, el ruido, los malhumores del trabajo, la fealdad de las calles sucias y estrechas, el asfixiante aislamiento de los rostros. En aquellas fechas de la ciudad yo sólo veía lo malo y del pueblo sólo veía lo bueno.  Pero aquel año no. Aquel año todo estaba al revés. El pueblo no era aventura, sino monotonía. El pueblo no era libertad sino cárcel. Y por supuesto yo tenía que disimular. Sandra no podía entenderme. Ni tenía que notar que pasaba algo extraño. Y eso empeoraba la situación.
El último día de junio nos despedimos por teléfono. Dábamos por sentado que no nos veríamos hasta septiembre. Fue un momento muy triste. Yo le insinué que podía venir al pueblo con la excusa de las verbenas y los toros, como el verano anterior. Pero ella no se molesto ni en contestarme. Era evidente que aunque viniera tendríamos pocas oportunidades de estar juntos, y más porque al contrario que el año anterior este verano Sandra había podido hacer coincidir sus vacaciones con las fiestas locales, lo cual era para mí un motivo más de enfado, aunque me guardaba mucho de expresar mis emociones. ¡Qué distinto un verano de otro!, pensaba. El año anterior me enfadé con Sandra porque el trabajo me separó de ella. Y este año me enfadaba por lo contrario.
Antes de colgar Susana quiso gastar una broma. Hablamos de los peligros de la separación.
–Espero que te portes bien –me dijo.
Yo le reí la broma, pero en el fondo estaba preocupado. Yo iba a portarme bien, eso era evidente. Iba a portarme bien porque no tendría otro remedio. ¿Pero qué iba a hacer ella? ¿Iba a buscarse otro amante? ¿Cuántas aventuras de una noche iba a tener? No estaba obligada a nada. Pero yo la quería para mí. Y si no podía ser para mí, no quería que fuera para nadie.
Nos despedimos y yo me resigné a lo que pudiera pasar. Me resigne como un naufrago en mitad del mar. Y como un naufrago pasé los dos meses más largos y duros de mi vida.
Y todo para comprobar, cuando por fin llegó septiembre, que la separación había hecho un daño irreparable. Una grieta se había abierto. Entre ella y yo ya no existía la confianza de antes. Ni la espontaneidad. Ni la desvergüenza. Continuábamos haciendo lo mismo. Nos veíamos en el mismo cuarto. Nos desnudábamos. Nos acostábamos. Nos vestíamos y nos íbamos. Todo era igual en apariencia, pero si rascábamos un poco sobre la superficie descubríamos que estábamos andando sobre un suelo formado por escombros, por sedimentos deleznables, por basura amalgamada. Aquello era sórdido. Sórdido y estéril. Y puede que antes también fuera parecido. Puede que la sordidez y la esterilidad ya existieran desde el primer momento, pero nosotros no lo percibíamos así. Nosotros no lo habíamos visto hasta ahora. Sucedía con nuestros encuentros lo mismo que con la habitación. Ahora mirábamos la moqueta roída y la veíamos más roída que nunca.  Ahora mirábamos los cuadros y nos parecían más cursis que antes. Y mirábamos por la ventana y la finca gris de enfrente era más gris de lo que era antes del verano. Y nos preguntábamos porqué aquel lugar tan inhóspito alguna vez nos había parecido acogedor. Pero nadie decía nada al otro. Los dos pensábamos lo mismo. Y los dos callábamos.
Podíamos haber cambiado de pensión. Podíamos haber salido fuera. Aún hacía buen tiempo. Podíamos coger el coche y aventurarnos a salir fuera de la ciudad. O ir a los parques que tan bien conocíamos, a nuestros rincones secretos. Pero no. Nos encerramos en esa habitación. Nos atrincheramos en esa cama incómoda y pequeña. Y allí nos negamos a cualquier cambio. Pretendimos seguir con lo mismo. Pero sin esperanza. Sabiendo que era cuestión de tiempo. Cuestión de horas, de días, de semanas.
  Y pese a todo allí tuvimos momentos espléndidos. Estábamos quemando los últimos cartuchos. Algunos besos sabían como el último beso de un moribundo. Otros besos abrían una puerta repentina a la luz. Y la luz entraba a raudales. Parecía que la oscuridad había terminado para siempre. Pero era una ilusión efímera. En nuestra desesperación incluso llegamos a hacernos daño. Era lógico. Experimentábamos con nuestros cuerpos. Ya habíamos alcanzado el límite del placer. Ese límite se puede forzar. Pero cuando uno lo fuerza no encuentra otra cosa que dolor. Ella intentó convertir aquello en una nueva experiencia. Yo no me opuse. Pero era un acto intelectual. Aquello podía ayudarnos a entendernos mejor, pero no nos excitaba. Volvimos al sexo convencional.  Nos rendimos a la monotonía.
Al final pasó lo que tenía que pasar. Y yo hice lo que tenía hacer. Una llamada anónima puso sobre aviso a Sandra. Ella no quiso darle crédito. Entonces una segunda llamada le informó de dónde podía encontrarnos. Aquella segunda llamada fue un éxito. Discutimos. Yo lo negué todo. Ella se puso hecha una furia. Me pidió el divorcio. Yo solicité un traspaso de oficina. Me destinaron a una ciudad del norte. Dejé de ver a Susana. La última vez que hablé con ella, por teléfono, ella me prometió que trataría de venir a verme. Los dos sabíamos que aquello no sucedería nunca. Yo deseaba una vida tranquila, sin sobresaltos. Entonces conocí a Noelia. Pero aquello ya es otra historia…

(relato perteneciente a "A ras de Suelo", Alfonso Vila Francés. Ed. Groenlandia, en prensa)


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