GRUPO 295
–Son
cosas de la vida –Nos dijo el loco.
El loco vivía en una
cabaña en el monte, una de esas cabañas que el ayuntamiento alquilaba a los
turistas. Vestía siempre la misma ropa y se pasaba el día tumbado al sol. Era
un ser totalmente inofensivo aunque, hasta que llegamos nosotros, vivía en la
más completa soledad.
Antes de oír su
historia, nosotros ya habíamos conocido a la panadera. Era una chica muy joven
y atractiva y cada vez que volvíamos a casa, parábamos en aquel pueblo sólo
para verla. Ninguno de nosotros tenía la menor oportunidad de intimar con ella.
Nos conformábamos con hablar un par de minutos, intercambiar alguna broma y
poco más.
Cuando descubrimos
que tenía un hijo, surgió un agrio debate. Algunos decían que era muy joven.
Otros argumentaban que la vida en los pueblos era diferente a la de las
ciudades. Nadie lo decía, pero todos envidiábamos al marido (dábamos por
supuesto que estaría casada). Algunos seguían admirándola como antes y otros la
admiraban pero menos.
Y entonces ocurrió la
desgracia. Un día bajamos del jeep y nos encontramos la panadería cerrada.
Extrañados, leímos el pequeño cartel de la puerta. Cerrado por defunción. Nadie podía imaginar que se tratara de ella.
Pero era ella. El loco
nos lo contó con una absoluta y cruel indiferencia. Son cosas de la vida, nos
repetía. Para entonces ya teníamos algunos datos. Sabíamos que su marido era
camionero y que todos los días se cruzaban por la carretera. Sabíamos que los
otros camioneros, los que bajaban todos los días de la cantera, también la
conocían. Y que entre ellos se avisaban por la emisora. Nos los imaginábamos
diciendo: “Cuidado, que baja la mujer de tal…, tan rápido como siempre”. Esa
chica siempre iba con prisas, aunque la carretera se llenaba con el fango que
desprendían las ruedas de los camiones.
El loco nos dijo que
se veía venir. Todos estábamos consternados. Pasaban las semanas y no nos la
quitábamos de la cabeza. Era una historia horrible y el loco, con su frialdad,
aún la hacía más siniestra. Al principio no sabíamos por qué se había decidido
a acercarse hasta nosotros. Llevábamos semanas viéndole en la puerta de su
cabaña, ignorándonos, actuando como si estuviera solo. Un día tuvo una visita.
Un hombre apareció andando por el camino. Le llevó unas bolsas. Discutieron.
Fue la única vez que le oímos gritar. Aquel hombre, después lo supimos, era su
padre. Tal vez aquello tuvo que ver, lo cierto es que el loco se nos acercó a
la mañana siguiente. Y nos habló de su prima, la panadera. Entonces fue cuando
nos contó lo que había sucedido. Nos contó que en la cantera trabajaban en ese
momento seis camiones, que además del marido de la chica, también trabajaba
allí su cuñado, que el momento más peligroso era cuando dos camiones se encontraban
de pronto en una curva. Nos contó el accidente y nos contó lo que pasó después.
Nos contó todo lo que nosotros hubiéramos deseado no saber. La historia era
terrible. La fatalidad y la inconsciencia habían unido sus fuerzas para tejer
entre las dos una urdimbre perfecta, que no dejaba el menor resquicio a la
esperanza. Y si la historia era terrible, más terrible era el modo, tan claro y
descarnado, con que esas palabras llegaban hasta nosotros, atrapándonos,
envolviéndonos en una tristeza inexpresable, absoluta. Entonces fue cuando
entendimos que aquel muchacho estaba realmente loco, que no tenía remedio. Y
entendimos que nosotros no podíamos hacer nada.
Después de discutir
con él, su padre había venido a hablar con nosotros. Le contestamos que haríamos
lo que pudiéramos. Y por un momento incluso llegamos a pensar que tal vez
podíamos hacer algo, ser de alguna utilidad. No útiles a la sociedad, que era
algo abstracto y frío, sino útiles a una persona, a un padre desesperado, a una
familia rota y golpeada por la tragedia.
Pero el pobre
muchacho, sin saberlo, con unas simples palabras, nos había hecho comprender
que todas nuestras ilusiones eran vanas.
Así que volvimos a lo
nuestro. Cogimos el equipo y nos distribuimos para una última inspección. Pasamos
la tarde pensando en la panadera, en su marido, en su hijo, ese hijo que se
salvó del accidente en el último momento…
El loco había vuelto
a su cabaña. No lo vimos cuando volvimos al punto de encuentro. Empezaba a ser
la hora de recoger y volver a casa. Nuestro turno había acabado sin incidentes
reseñables. Nos montamos en el jeep y dejamos atrás la pista de tierra. Aquel momento
siempre nos sobrecogía íntimamente. Salir de las montañas era como quitarse el
uniforme. Era el momento en que por fin podíamos relajarnos. Aún no estábamos
en casa, pese a todo. Teníamos más de tres horas de carretera por delante.
Normalmente discutíamos de algo, sólo por matar el aburrimiento. Aquel día
nadie tenía ningún tema del que hablar. Sobre nosotros flotaban las preguntas
que ninguno quería responder. Las notábamos. Estaban allí, planeando sobre
nosotros como sombras silenciosas.
Llegué a casa y me
acosté. Estaba cansado. No pude quitarme al loco de la cabeza. A la mañana siguiente
nos comunicaron por radio que nos cambiaban de zona. No pude evitar sentir un
cierto alivio. Miré a mis compañeros preguntándome si ellos sentían lo mismo.
Nadie dijo nada. El jeep arrancó.
(relato de A.V.F.)
(Nota: todos los hechos aquí narrados son estrictamente reales)
(Nota: todos los hechos aquí narrados son estrictamente reales)
No hay comentarios:
Publicar un comentario