miércoles, 18 de julio de 2012






GRUPO 295


    –Son cosas de la vida –Nos dijo el loco.
El loco vivía en una cabaña en el monte, una de esas cabañas que el ayuntamiento alquilaba a los turistas. Vestía siempre la misma ropa y se pasaba el día tumbado al sol. Era un ser totalmente inofensivo aunque, hasta que llegamos nosotros, vivía en la más completa soledad.
Antes de oír su historia, nosotros ya habíamos conocido a la panadera. Era una chica muy joven y atractiva y cada vez que volvíamos a casa, parábamos en aquel pueblo sólo para verla. Ninguno de nosotros tenía la menor oportunidad de intimar con ella. Nos conformábamos con hablar un par de minutos, intercambiar alguna broma y poco más.
Cuando descubrimos que tenía un hijo, surgió un agrio debate. Algunos decían que era muy joven. Otros argumentaban que la vida en los pueblos era diferente a la de las ciudades. Nadie lo decía, pero todos envidiábamos al marido (dábamos por supuesto que estaría casada). Algunos seguían admirándola como antes y otros la admiraban pero menos.
Y entonces ocurrió la desgracia. Un día bajamos del jeep y nos encontramos la panadería cerrada. Extrañados, leímos el pequeño cartel de la puerta. Cerrado por defunción. Nadie podía imaginar que se tratara de ella.
Pero era ella. El loco nos lo contó con una absoluta y cruel indiferencia. Son cosas de la vida, nos repetía. Para entonces ya teníamos algunos datos. Sabíamos que su marido era camionero y que todos los días se cruzaban por la carretera. Sabíamos que los otros camioneros, los que bajaban todos los días de la cantera, también la conocían. Y que entre ellos se avisaban por la emisora. Nos los imaginábamos diciendo: “Cuidado, que baja la mujer de tal…, tan rápido como siempre”. Esa chica siempre iba con prisas, aunque la carretera se llenaba con el fango que desprendían las ruedas de los camiones.
El loco nos dijo que se veía venir. Todos estábamos consternados. Pasaban las semanas y no nos la quitábamos de la cabeza. Era una historia horrible y el loco, con su frialdad, aún la hacía más siniestra. Al principio no sabíamos por qué se había decidido a acercarse hasta nosotros. Llevábamos semanas viéndole en la puerta de su cabaña, ignorándonos, actuando como si estuviera solo. Un día tuvo una visita. Un hombre apareció andando por el camino. Le llevó unas bolsas. Discutieron. Fue la única vez que le oímos gritar. Aquel hombre, después lo supimos, era su padre. Tal vez aquello tuvo que ver, lo cierto es que el loco se nos acercó a la mañana siguiente. Y nos habló de su prima, la panadera. Entonces fue cuando nos contó lo que había sucedido. Nos contó que en la cantera trabajaban en ese momento seis camiones, que además del marido de la chica, también trabajaba allí su cuñado, que el momento más peligroso era cuando dos camiones se encontraban de pronto en una curva. Nos contó el accidente y nos contó lo que pasó después. Nos contó todo lo que nosotros hubiéramos deseado no saber. La historia era terrible. La fatalidad y la inconsciencia habían unido sus fuerzas para tejer entre las dos una urdimbre perfecta, que no dejaba el menor resquicio a la esperanza. Y si la historia era terrible, más terrible era el modo, tan claro y descarnado, con que esas palabras llegaban hasta nosotros, atrapándonos, envolviéndonos en una tristeza inexpresable, absoluta. Entonces fue cuando entendimos que aquel muchacho estaba realmente loco, que no tenía remedio. Y entendimos que nosotros no podíamos hacer nada.
Después de discutir con él, su padre había venido a hablar con nosotros. Le contestamos que haríamos lo que pudiéramos. Y por un momento incluso llegamos a pensar que tal vez podíamos hacer algo, ser de alguna utilidad. No útiles a la sociedad, que era algo abstracto y frío, sino útiles a una persona, a un padre desesperado, a una familia rota y golpeada por la tragedia.
Pero el pobre muchacho, sin saberlo, con unas simples palabras, nos había hecho comprender que todas nuestras ilusiones eran vanas.
Así que volvimos a lo nuestro. Cogimos el equipo y nos distribuimos para una última inspección. Pasamos la tarde pensando en la panadera, en su marido, en su hijo, ese hijo que se salvó del accidente en el último momento…
El loco había vuelto a su cabaña. No lo vimos cuando volvimos al punto de encuentro. Empezaba a ser la hora de recoger y volver a casa. Nuestro turno había acabado sin incidentes reseñables. Nos montamos en el jeep y dejamos atrás la pista de tierra. Aquel momento siempre nos sobrecogía íntimamente. Salir de las montañas era como quitarse el uniforme. Era el momento en que por fin podíamos relajarnos. Aún no estábamos en casa, pese a todo. Teníamos más de tres horas de carretera por delante. Normalmente discutíamos de algo, sólo por matar el aburrimiento. Aquel día nadie tenía ningún tema del que hablar. Sobre nosotros flotaban las preguntas que ninguno quería responder. Las notábamos. Estaban allí, planeando sobre nosotros como sombras silenciosas.
Llegué a casa y me acosté. Estaba cansado. No pude quitarme al loco de la cabeza. A la mañana siguiente nos comunicaron por radio que nos cambiaban de zona. No pude evitar sentir un cierto alivio. Miré a mis compañeros preguntándome si ellos sentían lo mismo. Nadie dijo nada. El jeep arrancó.

(relato de A.V.F.)
(Nota: todos los hechos aquí narrados son estrictamente reales)

No hay comentarios:

Publicar un comentario