EL
PASTOR REENCARNADO
La verídica
historia de nuestro pastor reencarnado empieza una noche de verano, hace muchos
años y en un lugar muy lejano. A miles de kilómetros de aquí, el pastor
reencarnado, entonces un simple mozalbete, escuchaba una conversación en la
mesa de los mayores. De pronto se atrevió a interrumpir, para sorpresa de los
invitados y para enojo de su padre.
–¿Los habéis
buscado en la “Sima sin nombre”?
-¿La “sima sin
nombre”? El tomo de enfado de su padre iba en aumento. Sólo la presencia de sus
ilustres invitados le contenía. Nuestro pastor reencarnado, que sabía que en
cuanto se fueran los invitados le esperaba una buena reprimenda de su
progenitor, continuó sin inmutarse. Hablaba con tal seguridad que se diría que
conocía bien el terreno del que estaba hablando, pero lo cierto es que allí no
había estado nunca. Su familia llevaba un año viviendo en el extranjero cuando
él nació. Jamás había pisado la patria de sus padres.
¿Cuáles fueron
sus palabras exactas? No lo sabemos. Los que estaban presentes en aquella cena nos
refieren que el muchacho contó a los invitados de su familia todo lo que sabía
de aquel lugar, lo describió con gran detalle y hasta se permitió pedirme un
mapa a su padre y señalar con un bolígrafo el agujero en la roca donde debían
estar los huesos que buscaban. Y resultó ser extremadamente exacto y además,
por sorprendente que parezca, acertado. Uno de los invitados de su familia, un
exiliado que pudo retornar a su patria poco después, exploró aquel lugar y
gracias al mapa del muchacho logró dar con la sima y lo más importante, con los
restos de los cincuenta fusilados de la guerra que durante varias generaciones
todos los hombres del valle habían estado buscando. Nadie conocía la existencia
de esa sima, que no era ni muy ancha ni muy honda, pero que resultaba muy
adecuada para enterrar algo que no debía ser desenterrado nunca, y por tanto
nadie nunca los había buscado allí.
Allí pudo empezar
la fama de nuestro pastor reencarnado, pero lo cierto es que el padre, cuando
suyo lo sucedido, no le dio ninguna importancia. “Se lo habrá contado el
abuelo”. El abuelo, el viejo pastor, siempre le contaba muchas historias a su
nieto. Y él, el nieto, nunca se cansaba de preguntar.
Todo cambió
algunos años más tarde, para entonces el mozalbete ya llevaba pantalón largo, y
lo que es peor, pantalón uniformado. Había vuelto a su patria, pero en mal
momento, pues acababa de estallar otra guerra. Inmediatamente fue llamado a
filas y poco después se encontró oculto entre las montañas con un grueso
contingente de compañeros. Una mañana, una mañana muy fría de principios del
invierno, se enteró del plan de los oficiales para tomar una ciudad cercana. Y
sin atender a sus consecuencias se atrevió a decir que eso era un suicidio. Lo
dijo bien alto y uno de los sargentos le oyó.
–¿Te atreves a cuestionar las ordenes de un
superior?
Nuevamente
demostró tener una sangre fría y una seguridad en sí mismo extraña en un
muchacho de su edad, un muchacho que, para todo lo demás, se mostraba siempre
tímido y apocado.
–No. Yo sólo digo
que intentar cruzar por donde quieren cruzar, con la nevada que viene, va a ser
muy complicado. Lo más normal es que no lleguemos al otro lado.
–El sargento miró
al cielo. Hacía frío, sí, pero el cielo estaba muy despejado. Decidió, sin
saber muy bien por qué, darle una oportunidad al muchacho. En otras ocasiones
le había oído hablar sobre tal o cual monte o tal o cual río y tenía la
equivocada impresión de que el muchacho debía ser natural de esta parte del
país.
–¿Y tú qué
propones, si se puede saber? –Le preguntó en tono burlón. A fin de cuentas
estaba hablando con un simple soldado raso.
El muchacho le
habló entonces de una estrecha garganta, tan estrecha y quebrada que muy pocos
la conocían, y menos aún, pensaban que un ejército pudiera pasar por ella. Le
dijo que dos semanas antes no habría sido posible caminar por allí, porque se
hubieran ahogado, y que dos semanas después tampoco podrían hacerlo, porque la
nieve que iba a empezar a caer se estaría derritiendo y las aguas bajarían
furiosas. Pero que ahora era el momento ideal. Por otra parte, si tomaban la
ruta del puerto que tenían previsto tomar, les sorprendería la nieve, las
ventiscas, las avalanchas, el frío extremo por la noche y sin lugar posible
donde resguardecerse, de modo que las bajas serían terribles y por lo demás
llegarían tarde a su objetivo, con lo que eso supondría en el plan general de
la ofensiva.
Fue tan
persuasivo que el sargento decidió llevarlo hasta el refugio de los oficiales.
Allí repitió todo lo que había dicho el sargento, pero con los mapas delante.
Pudo comprobar como los rostros de los oficiales se trasformaban, como en sus
facciones se podían traslucir perfectamente sus pensamientos, como pasaban de
la incredulidad a la confianza absoluta en su plan. Fue su primer gran éxito.
Le encargaron guiar a dos regimientos, la avanzadilla del ejército. Lo hizo. En
una jornada, todos los soldados habían cruzado la garganta y estaban ocultos en
territorio enemigo. Regresó sobre sus pasos y al día siguiente cruzaron cuatro
regimientos más. El enemigo no logró descubrirles en ningún momento y se pudo
iniciar el ataque a tiempo. La ciudad fue tomada. Era una gran victoria, y por
primera vez en su vida nuestro pastor fue consciente de su poder, el poder de
una sabiduría heredada.
Sin embargo, ese
poder era un poder mucho más grande y sorprendente de lo que él imaginaba.
Hasta ese momento él mismo había creído en la explicación de su padre. Pero
aquello no iba a continuar por mucho tiempo. Y una certeza honda y maravillosa
se acabaría imponiendo… Si él sabía todo lo que sabía su abuelo, el gran
pastor, el gran hombre, el modelo a tomar por todas las generaciones venideras,
porque en realidad él era… No. Aquello no podía ser cierto. ¿O sí? A todos los
hombres les cuesta abrirse a la verdad. Nuestro querido muchacho no iba a ser
distinto.
Las cosas aún
estaban oscuras. Como un amanecer que se intuye pero que aún no se vislumbra
por ninguna parte. Esa nueva conciencia de su poder, de su importancia en las
operaciones tácticas que se preparaban, le jugó una mala pasada. En una
conversación distendida, cometió un desliz pueril, comentó algo que no debía
haber comentado nunca:
Él nunca había
cruzado esa garganta antes. No había pisado esas montañas nunca. Era su abuelo
quien lo había hecho. Él había nacido y vivido a miles de kilómetros de esta
tierra hasta hacía sólo unos meses.
Su compañero no
daba crédito a lo que escuchaba. ¿Entonces, cómo conocía tan bien el terreno,
cómo lo conocía palmo a palmo, cómo sabía donde había remolinos, donde había
una pequeña cueva, que zonas del bosque quedaban expuestas a la vista de los
aviones y centinelas y exploradores enemigos y qué zonas eran seguras para
acampar y encender un fuego que no sería detectado?
Nuestro muchacho,
para justificarse, cometió un segundo error…
–La historia se
repite siempre. Esto ya pasó una vez, en otra guerra, hace casi cien años.
Naturalmente aquella
explicación no convenció del todo a su compañero.
–¿Pero y la
nieve, cómo sabías que iba a nevar? Ninguno de los oficiales pensaba que iba a
nevar y todos se equivocaron. Tú acertaste.
No había modo de
responder a esa pregunta. “Fue una impresión, un sexto sentido, miré el cielo y
me pareció que pronto iba a nevar, simplemente, no sé explicarlo”. El joven
soldado no podía haber elegido peor persona para hacer su confesión. En pocas
horas todo el ejército sabía que habían sido conducidos por un muchacho sin
experiencia y sin conocimientos reales de la zona. Pero pese a todo aquella
operación había sido un éxito rotundo. Eso era algo que estaba fuera de toda
duda.
Por si fuera
poco, otro soldado recordó entonces una vieja historia que había oído a los ancianos
del pueblo, una historia que narraba cómo un ejercito quiso cruzar por las
tierras altas y cómo se perdió en la niebla y cómo el viento, los acantilados,
las avalanchas y el frío lo hizo desaparecer. En los meses siguientes, siempre
según contaban los ancianos, con la primavera, fueron apareciendo sus cuerpos
helados aquí y allá, en los lugares más inverosímiles o más cercanos, donde la
nieve los había ocultado hasta ese momento. Pero otros muchos no aparecieron
nunca.
En aquel momento
empezó la leyenda del pastor reencarnado. Y como pasa con todas las leyendas,
una vez empiezan ya son imparables.
No fue él,
ciertamente, quien fomentó esas historias. Pero también es justo decir que no
hizo nada por evitar su propagación.
Cuando alguien le
solicitaba su opinión, no tenía el menor empacho en darla. Y le pedían toda
clase de favores. Y mientras tuvieran que ver con la naturaleza o las gentes
del valle, él no dudaba en cumplir lo que le pedían, que podía ser cualquier
cosa, desde localizar a unas vacas perdidas hasta predecir el tiempo de las
próximas semanas. Poco a poco, los aldeanos lo fueron tomando como el único del
que podían fiarse. Si él decía, “sembrad ahora”, todos, hasta los más
reticentes, acaban por hacerle caso. Y sus predicciones y consejos siempre
fueron oportunos y ciertos. Se pueden contar con la mano las ocasiones en las
que no pudo hacer lo que le pedían. Y entonces no trató de fingir o engañar a
nadie. Simplemente se encogía de hombros y se daba la vuelta, dejando claro por
lo demás que lo que le pedían era algo que excedía sus posibilidades. “No te
voy a dar esperanzas. Eso no puedo hacerlo”, decía. Su voz sonaba tan rotunda
como siempre. Nadie se atrevía a rechistar o a insistir. Su negativa era tan
tajante que su prestigio aumentaba con cada negativa, en lugar de disminuir.
¡Ah! ¡Si
hubiéramos estado callados! ¡Si hubiéramos sabido ser discretos! Pero no. La
vanidad humana, la impaciencia, las rencillas odiosas lo estropean todo.
Nuestro pastor reencarnado fue el secreto del valle, el disfrute de las gentes
de los pueblos, nuestro tesoro más desconocido. Él siempre nos quiso bien pero
nosotros fuimos unos desagradecidos.
Un bien día llegó
un periodista. Le teníamos que haber recibido a pedradas, pero en lugar de eso,
algunos de nosotros le abrieron sus puertas. Desde entonces todo se estropeó.
Nos robaron al pastor. Lo engañaron. Lo quisieron convertir en algo que no era.
Lo confundieron.
Así es como
llegamos a aquel día infame de su confesión. De su falsa confesión. No debemos
creerla. No podemos creerla. Sabemos que le obligaron a decir que todo era
mentira, que él no era la reencarnación de nadie, que todo venía de los libros
y de sus estudios sobre la zona. Nuestro pastor era modesto y nunca mentía. Y
así hubiera seguido siendo si no hubiera salido del valle. En cuanto se lo
llevaron a la televisión le robaron el alma. No metamos esos aparatos del
diablo en nuestras casas. Llevadlos a los graneros, como hicimos con las
radios. No dejemos entrar a esos extraños que nos arrebatan lo nuestro. Nada de
lo que nos muestran puede compensar perder nuestra vida. Esa es la lección que
debemos aprender de esta historia.
(foto del autor)
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