VERA Y
MALEVIK
(UN CUENTO DEL GULAG)
Durante el día Vera y Malevik
se comportaban como perfectos extraños, pero por las noches, cuando podía, Malevik
se arrastraba sigilosamente hasta el cuartucho donde dormía Vera, se
descalzaba, se quitaba sus frágiles gafas y las guardaba en la funda que
siempre llevaba consigo, dejaba la funda en el suelo, junto a sus zapatos, se
quitaba el abrigo y se sentaba, lo más lenta y silenciosamente que podía, sobre
la vieja cama. Después, con igual cuidado, separaba las sábanas y la manta y se
introducía lentamente en la cama. Permanecía en un recodo de la misma, con los
ojos abiertos y pendientes de el menor resquicio de luz que pudiera aparecer
por debajo de la puerta cerrada, con los oídos atentos al silencio lleno de
pequeños ruidos del exterior, intentando ocupar el menor espacio posible, sin
moverse, rígido, vestido, hasta que en mitad de la oscuridad escuchaba la
respiración agitada de Vera. Ese jadeo inconfundible podía tardar más o menos,
pero siempre llegaba. Entonces no tenía más que alargar su mano derecha y tocar
su cuerpo. Su espacio de acción se reducía a la parte del cuerpo de Vera que él
podía tocar sin mover otra cosa que su brazo y su mano, y siempre lo hacía con
suavidad, sin ejercer la menor presión con sus dedos, sin hacer otra cosa que
pasear su mano arriba y abajo por encima de la ropa de Vera. Sus nalgas, su
espalda, sus muslos eran sólo bultos blandos y negros, imágenes cegadoras en la
oscuridad de la habitación. Pero Malevik tenía bastante con eso. Mientras la
mano derecha se deslizaba como distraídamente sobre la gruesa falda de Vera,
con la mano izquierda se desabrochaba la bragueta y se tocaba, ejerciendo una
gran presión, agarrando con fuerza ese trozo de carne ardiente y dura, pero
tratando de no emitir sonido alguno, por más que el sonido torpe y repetitivo
que producía su mano sobre su sexo y el propio sonido de su sexo al rozar las
sábanas ásperas anulara todas sus esperanzas de pasar desapercibido. Vera,
evidentemente, sabía lo que sucedía. Lo que sucedía sobre su cuerpo, sobre sus
ropas, y lo que sucedía en el cuerpo del muchacho tendido a su lado. Pero Vera,
por algún motivo, callaba. Y eso era una constante en sus noches. En todos sus
encuentros. Al menos así había sido desde el primer día.
El silencio no podía durar
por siempre. Y con la voz de Vera llegarían los reproches y las preguntas. Malevik
temía la reacción de Vera. Pero temía, sobretodo, sus palabras. Cualquier comentario de Vera, hasta la más
inocente pregunta, incluso el menor murmullo, le hubiera hecho saltar de la
cama a toda velocidad y huir como un vulgar ladrón. Estoy preparado para ello,
se engañaba, y al momento continuaba sacudiendo ese palo tozudo con mayor
fuerza aún si cabía. Aquello tenía que terminar lo más pronto posible… Y
terminaba. Terminaba con un triste gemido imposible de evitar, imposible de
callar. Y Malevik, maldiciendo a su boca, se incorporaba lentamente, buscaba a
tientas sus zapatos, su abrigo, sus gafas, y se marchaba por donde había
venido, tratando de hacer el menor ruido posible. Sólo entonces Vera, cuyas
manos estaban perdidas en algún lugar remoto entre sus bragas y sus muslos, se
sentía capaz de soltar los amarres del deseo y romperse como una ola que se
lanza con una furia suicida contra el malecón. Antes era imposible. Malevik no
podía sentir ni ver ni escuchar su espasmo violento, su sacudida repentina y
poderosa. Y Vera se decía que, si algún día Malevik llegaba a descubrir qué
sucedía en cuanto él abandonaba la habitación, ella sería incapaz de volver a
mirarlo a lo ojos y tendría que prepararse para lo peor.
Pero todos los temores de
Vera eran infundados y Malevik se lo iba a demostrar, voluntaria o
involuntariamente, en los próximos meses. Y así, el día que una compañera de
Vera descubrió que ésta estaba embarazada y, en lugar de guardar silencio, se
atrevió a decirle que lo sabía, Vera le respondió violentamente: ¿Qué dices?
¡Estás loca!, y no quiso hablar más con ella. Esa noche pensó hablar por
primera vez con Malevik. Esperar que él terminara y entonces susurrarle, lo más
claramente posible, para no tener que repetir esas palabras: Voy a tener un
hijo. Pero inmediatamente descartó la idea. Pensó que Malevik se horrorizaría
tanto al escuchar su voz que no podría entender lo que decía. Durante estos
meses habían avanzado mucho, pero aún había una frontera que ninguno de los dos
quería traspasar: entre ellos reinaba un silencio absoluto, el mismo silencio
de los primeros y ya lejanos días. Vera pensó que si consentía hablar a Malevik
y si Malevik consentía que ella le hablara, ese acto tan pernicioso supondría
el fin de sus encuentros. Vera ya no tendría nada que ofrecerle ni Malevik nada
que desear y temer.
Vera había consentido en todo
lo demás. Había consentido en posar sus manos sobre sus nalgas, mientras él se
hundía lentamente en su cuerpo, como la arena se hunde en una de las partes de
un reloj de arena, para resurgir al cabo de un instante en la otra parte, el
mismo montón, la misma arena, el mismo olor y tacto y sabor. Malevik descargaba
dentro de ella lo que ella le trasmitía con sus jadeos, pues Vera también había
consentido que Malevik presintiera su agonía, comprendiera que su cuerpo
funcionaba de un modo misterioso y pausado, hasta que él, un pobre muchacho, lo
encendía en llamas y lo hacía quebrarse como una roca al recibir un golpe
certero de un pico, estallar como un volcán desconocido, sobre el que se había
formado un lago. Vera había consentido en que él adivinara lo que nunca nadie
debía adivinar: los mecanismos que mueven las mareas, los porqués y el silencio
de las respuestas que no existen. Todo eso era más de lo que Vera había pensado
que debía permitir a alguien, incluso allí, incluso en ese lugar y esas
condiciones, donde la supervivencia diaria y el miedo imponían sus propias
normas. Y Malevik, ese pobre muchacho cuyo destino era tan distinto al de ella,
sabía bien lo que Vera podía ganar o perder al permitir que alguien como él se
sumiera de ese modo en su propia existencia. Nadie se baña en un río sin
mojarse, se repetía muchas veces Malevik, y ese pensamiento le aliviaba. Cuando
fueran a pedirle cuentas no podría esgrimir una patética ignorancia.
¿Pedirle cuentas? No. No
había tiempo para eso. Los verdugos tenían mucho trabajo. El juez no iba a
perder ni un minuto con ellos. Vera sobornó al médico. Malevik no podía saber
nada. Tenía hacerlo por la noche, después de estar juntos. Lo primero el niño,
ese pobre niño que nunca iba a nacer. Lo segundo conseguir el veneno. A poder
ser algún tipo de pastilla. Algo que fuera rápido y poco doloroso. Después,
finalmente, cuando Malevik ya no pudiera impedírselo, sus muñecas, un corte
preciso y silencioso, y luego ir cerrando los ojos lentamente, mientras la
sangre manchaba la cama. Aquello sería fácil. Vera se paró un momento frente al
pabellón de los soldados y respiró profundamente. Era una noche no demasiado
fría, pero pese a todo se frotó las manos al quitarse los guantes. Luego,
pensándoselo mejor, retrocedió unos pasos y arrojó los guantes al suelo, junto
al sendero. Estaban viejos, pero a alguien le vendrían muy bien. Tenía que darse prisa. Todo tenía que suceder
antes del recuento de primera hora.
¿Le hablaría? ¿Le confesaría
la verdad, llegado el momento? ¿Tendría el valor de enfrentarse a sus ojos
cerrados? Sí. Aquello era algo que debía sopesar con calma. Vera podía hablar.
Podía decir “amor mío”, “no te dolerá”, “lo siento”. Podía buscar palabras y
susurrárselas en su oído cerrado. Pero no lo haría. Podía hacerlo. No quería
hacerlo…
Todo empezó en silencio y todo acabará en silencio, como dos
extraños…
Vera entró en el pequeño
dormitorio y se tendió sobre la cama. Aún faltaban unos minutos para el cambio
de guardia. Colocó sus manos sobre su vientre. Luego las retiró con violencia.
Se cubrió entonces con la sábana y la manta. Se tapo entera, la cabeza también.
Eso siempre le recordaba sus juegos con su hermana en la cama de sus padres,
hace muchos años. Escuchó unos pasos y levantó la cabeza. Alguien rió al otro
lado de la puerta.
ALFONSO VILA FRANCÉS
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