A
VIDA Y MUERTE
–Un escritor es un asesino que siempre
está ansioso por confesar su crimen –dijiste.
Yo escuchaba en silencio, con la mirada
perdida en los troncos que ardían. Estábamos en la casa de campo de tus padres.
Después de mucho trabajo habíamos logrado encender la chimenea. Hacía frío. El
comedor, cerca del fuego, era el único lugar confortable de la casa. Llevábamos
allí un buen rato. Estaba oscureciendo. Iba siendo hora de preparar la cena.
–Y los crímenes son siempre demasiado
horrendos para ser confesados –añadiste a continuación.
Yo no contesté. Miraba las pavesas que se
elevaban rápidamente, que se perdían por la enorme y negra oquedad de la
chimenea. “Tal vez algún día nuestras almas se pierdan por un túnel así, hasta
emerger al cielo estrellado de la noche, hasta brillar un segundo sobre el
oscuro tejado, antes de diluirse en el ancho firmamento, de desaparecer para
siempre”. Eso hubiera pensado yo antes, hace años, hace meses. Pero ahora no
pensaba en nada Sólo miraba el fuego. Y existía. Existía casi sin esfuerzo. Sin
sentir los golpes del aire en mis pulmones. Sin sentir el peso de la vida sobre
mis huesos.
Tus palabras se mezclaban con el crepitar
de la leña ardiendo. De repente una rama crujía y al partirse dejaba ver su
interior incandescente. “Tal vez nuestro amor aún esté ardiendo por dentro,
aunque en la superficie esté frío”. Decía “nuestro amor” pero pensaba en el
mío. El tuyo ya estaba perdido. Podría rescatar el estandarte tras la batalla,
pero el estandarte sin soldados era sólo un recuerdo de las viejas glorias, un
botín que la memoria rapaz se encargaría de encerrar bajo llave en una vitrina
polvorienta. No, “nuestro amor” era una expresión sin sentido, tan absurda como
“la culpa es tuya” o “siempre es lo mismo”. Pero lo cierto es que yo casi nunca
hablaba de ello. Ni siquiera lo pensaba. Antes sí, hace años, hace meses…
Entonces siempre estaba pensando en nosotros. En tú y yo. En lo que hacíamos
juntos. En lo que decíamos. En lo que pensaba el otro. Pero en todo este largo
fin de semana casi no había pensado en nosotros. Ni había pensado en lo que nos
esperaba cuando volviéramos a la ciudad.
Aquella situación no podía durar mucho.
Esa era nuestra última noche. Pensara lo que pensara y pasara lo que pasara en
las próximas horas mañana seríamos dos desconocidos. Tú irías a tu despacho, y
yo me sentaría en mi silla, al fondo de la clase. Cada uno se dedicaría a los
suyo, sin pensar demasiado en el otro. Con un poco de suerte, nos llamaríamos
por la noche, dos o tres veces. Y hablaríamos de cosas intrascendentes,
mientras esperábamos que llegara el domingo. Entonces iríamos al cine, a cenar,
nos besaríamos en el coche. Me dejaría conducir hasta mi cuarto. Y allí, sin
ver ni oír nada, tratando de aislarme de toda la suciedad, del desorden, de las
risas, gritos y conversaciones de mis compañeras de piso, de la tristeza de las
paredes rancias y de la soledad que entraba a raudales de sombra por la
ventana, trataría de sentir algo de calor, trataría de excavar en tus nalgas
como quien busca petróleo en el desierto, trataría de cobijarme bajo tu espalda
como quien busca refugio para pasar la noche, como si, en mitad de un viaje, la
noche me hubiera sorprendido inesperadamente, y, a toda prisa, tuviera que
improvisar algún lugar que me sirviera de refugio. Una no le pide mucho a un
refugio de una noche. Yo quería pensar que tú eras eso. Un simple punto intermedio
entre dos destinos. Un lugar que ofrecía techo y seguridad, aunque más pronto o
más tarde tuviera que salir de nuevo al camino. Y algo me decía que ese momento
ya había llegado.
¿Importaba entonces no tener destino? No.
En absoluto. Como un animal nómada, sentía un impulso irrefrenable. Había que
caminar. Había que caminar hacía donde fuera, sin pensar en los peligros que
nos esperaban ni en qué estábamos buscando. Eso era algo que tú podías
entender, pero no podías tolerar. Para ti mi posición estaba clara. Yo era una
buena acompañante. Podías lucirme en tus cenas y en tus conversaciones de
despacho. Habitábamos mundos distintos. Yo estudiaba. Tú trabajabas. Yo vivía en un piso compartido, tú tenías
casa propia. Yo era una peonza que rueda sin saber qué se espera de ella, sin
comprender que era un mero juguete del que no se espera gran cosa, tan sólo un
poco de distracción momentánea. Tú tenías dinero, prestigio, una carrera que
seguir. Y pese a todo no tenías bastante. Pese a todo estabas enfermo de decepción,
carcomido por el remordimiento. Tu trabajo, me decías, te alejaba de tu
verdadera pasión. Para ti era blanco o negro. Vida o muerte. Escribir o vivir.
Yo te podía entender, pero no te podía
tolerar.
Aquella iba a ser mi último año en la
facultad. Yo quería salir fuera. Entre estanterías y cuadros, perdida por
pasillos lóbregos y monstruosas bodegas desvencijadas, notaba como los amarres
y las anclas se habían soltado, y como ese gran barco al que me había subido
sin demasiado entusiasmo, por inercia, me estaba alejando lentamente del
puerto, me estaba separando lenta pero inexorablemente de la vida. Leer una
historia de amor no es vivirla. Conocer los errores de los que nos precedieron
no debe privarnos de la oportunidad de cometer nuestros propios errores. Si la
vida es una batalla perdida, yo sentía de algún modo que mi batalla había
terminado antes de empezar. Trataba de rebelarme contra ese sentimiento.
Luchaba contra los síntomas, no contra la enfermedad. Y así había acabado
convirtiéndome en tu amante joven, guapa, educada, culta, y aburrida,
mortalmente aburrida.
Pese a todo nunca te había reprochado
nada. Ni tampoco ahora te lo iba a reprochar. Tú eras un ser tan desvalido y
tan desdichado como yo. Pero tenías un plan, una estrategia. Querías ser
escritor. No querías pasarte toda tu vida en un despacho, entre informes y
expedientes. Algunos matarían por tener
lo que tú tenías, tú lo despreciabas pensado que estabas malgastando tu
talento. Y tenías razón. Tenías razón y yo no iba a ser como los demás, no
podía ser como los demás. Mentir no entraba en mi manera de actuar. Yo era
despiadada conmigo. Y no veía porqué no iba a serlo contigo también.
–Coge el coche. Vamos –grité de pronto.
–¿Ahora? ¿Dónde? –preguntaste
sorprendido. Sabías que hablaba en serio. Y que no ibas a encontrar el modo de
evitar que te arrastrara conmigo. Pese a todo te creíste en la obligación de
preguntar qué intenciones tenía, a qué se debía esa extraña urgencia de huir a
alguna parte, qué fin iba a tener esa absurda aventura.
“¿Fin? Ninguno”, pensé. La vida entera
era una absurda aventura. Y pese a todo ofrecía momentos para la heroicidad y
la belleza. Pocos, por supuesto, pero cuando los ofrecía lo hacía sin
restricciones. Todos, hasta los más necios y los más viles, podían aspirar a
ellos.
No me molesté en responderte.
–Conduce –te supliqué en cambio. Conduce
hasta que te duelan los brazos y se te cierren los ojos. Luego seguiré yo…
Teníamos la maleta preparada. En
realidad, en todo este tiempo había estado preparada. “¿Acaso las maletas
tienen un sexto sentido?”, hubiera escrito yo antes. Antes… Cuando escribía
cosas. Cuando leía poesía y pensaba que algún día yo tendría algo importante
que decir. Ese antes no iba a llegar nunca, pensaba ahora, pero lo cierto es
que no me importaba. Pero ese “antes” había servido para algo. Por ese “antes”
nos habíamos encontrado, aunque tú fueras diez años mayor que yo, aunque tú y
yo viviéramos en dos mundos distintos. Luego había llegado el sexo, el amor,
las confidencias, las decepciones, las excusas y los intereses mezquinos, pero
pese a todo yo había seguido queriéndote y tú habías seguido deseándome. Y así
podría seguir siendo mientras yo fuera como tú me veías. Sólo que yo ya no era esa persona que tú
habías conocido. Algo había cambiado en mí sin que yo me diera cuenta. Un
cambio en profundidad, como el agua que va filtrándose en la roca y crea cuevas
y cavernas que nadie conoce. Antes, en un tiempo cercano pero ya olvidado, yo
era como tú. Pensaba que las palabras no nacían hasta que alguien las escribía.
Aquella noche en la casa de campo de tus padres, mirando el fuego, de repente
miraba mi vida y descubría nuevos espacios, nuevos mundos. De repente
comprendía que las cosas podían ser de otra manera, que las palabras habían
nacido para ser leña, para calentar y consumirse, para no dejar rastro. O en
todo caso, para dejar una simple mancha negra en la pared. Y lo comprendía
gracias a ti y a tu torpeza, a tus comentarios inoportunos y exactos…
–Escribir es operar a vida o muerte
–habías dicho tú unos minutos antes.
–Escribir es operar a vida y muerte –te
corregí yo.
Luego me levanté, te sujeté con fuerza
entre mis brazos y te di un beso. Te fustigué con un beso rápido, inesperado y
doloroso. Y fue tu desconcierto, tus ojos llenos de interrogantes y miedo, los
que me hicieron decidirme, los que me dieron el impulso final. “ O ahora o
nunca”, pensé.
Entonces te pedí lo que pensé que no iba
a pedirte nunca. Lo que nunca imaginé que tuviera fuerzas para hacer. “Coge el
coche. Arranca el motor. Acelera. Llévame contigo…” No pude evitarlo. Las
palabras escaparon de mi boca salvajes y violentas, como caballos dando coces
en todas direcciones. Ni yo misma pude ponerme a salvo.
Tú me miraste. La casa entera estaba en
silencio, expectante (hasta las brasas habían dejado de crepitar). Tenías dos
pistolas entre las manos. La vida. La muerte. ¿Cuál ibas a disparar primero?
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