COMO
UNA CANCIÓN DE LOS SUNDAYS
Me he despertado junto a un cuerpo
desconocido. La habitación estaba sumida en la más completa oscuridad, pero
sabía que estaba en mi dormitorio. Tenía una sensación de familiaridad que
hacía que la presencia de ese cuerpo junto a mí resultara, paradójicamente, más
inexplicable y amenazadora. ¿Quién era aquella mujer cuyo pie, al rozarse con
el mío en mitad de mi sueño, me había hecho despertar sobresaltado? Es cierto
que el sobresalto duró unos segundos, y luego fue seguido por una curiosidad
morbosa que finalmente habría de acabar en simple y llana excitación sexual,
pero no por ello la situación dejaba de ser inquietante. Intenté recordar. Era
un cuerpo de mujer. Lo palpé de un modo burdo, doblemente a ciegas, cegado por
la oscuridad y cegado por la ignorancia y la sorpresa. Ella no se movió. Estaba
profundamente dormida. No era Sandra. Eso lo supe al primer contacto. Estaba
desnuda y probablemente (eso no lo podía demostrar, ni siquiera tenía el menor
indicio que fuera, ya no cierto, sino incluso factible) nos habíamos acostado
antes. Esto es: en algún momento de esa noche habíamos hecho el amor. ¿Cómo
podía ser eso cierto? ¿En qué me basaba? ¿Por qué mi mente aceptaba esa
suposición como la más probable de todas? Yo también estaba desnudo. Pero
estábamos en verano. Hacía calor (y más aún con la persiana bajada) y yo suelo
dormir desnudo en verano.
He mencionado la persiana. ¿Por qué
estaba bajada? Yo no duerno nunca con la persiana bajada hasta el tope. Me
gusta dejar un resquicio de luz. Aquello era solo un detalle. ¿Pero cuántos
detalles como ese tendía que resolver para llegar a comprender que hacía
aquella mujer allí y qué había pasado entre los dos? La perspectiva era
abrumadora. Y mi mente no estaba en condiciones de enfrentarse a un asunto tan
complejo. Había bebido mucho. Lo sabía por el suave vaivén de mi conciencia. Y
lo sabía por mi vejiga a punto de reventar. Lo primero era muy preocupante. Lo
que empieza como una tranquila marea pasa rápidamente a ser un furioso oleaje.
Todas mis resacas eran terribles. Y como cada vez bebía menos, cada resaca era
mucho peor que la anterior. Lo segundo era fácil de resolver. Me palpé el pene.
Estaba duro como una piedra. Mis manos habían dejado de explorar el cuerpo
contiguo. Ya tenía una cierta idea de cómo era: suave, terso, compacto, duro,
armonioso, sensual… Cualquier adjetivo cabía, siempre que fuera positivo. La
zona que más concienzudamente había indagado, sus nalgas, sus muslos, el final
de su espalda, era un campo vasto, despejado, prometedor. Sus dedos se habían
movido suavemente por todo esa extensión cálida y hermosa (hermosa en mi imaginación,
pues no había manera de comprobar cómo era en la realidad, y por tanto mi
imaginación podía volar a sus anchas, podía recrearse con el placer de otorgar
un color, unas dimensiones, a algo que, de momento, sólo tenía los atributos
que le otorgaban los sentidos del tacto y el olfato). Aquella primera
exploración no podía ser más satisfactoria. Y todo me impelía a la acción. Para
empezar su silencio, su inmovilidad, su absoluta falta de respuesta ante mis
caricias y mis investigaciones carnales me hacían abrigar toda clase de
esperanzas. Ella debía acabar despertándose, o tal vez ya estuviera despierta y
estuviera haciéndose la dormida, pero en
ese caso, si ella expresaba algún tipo de rechazo o malestar, yo siempre podría
retirarme discretamente y fingir que todo había sido un malentendido. A fin de
cuentas era ella la que estaba en mi cama… Pero también podía pasar lo
contrario. Que yo siguiera con mi exploración sin oposición alguna. Que mis
primeras avanzadillas dieran paso a una ofensiva total, una ofensiva que (yo
estaba seguro, tenía una ciega convicción en ello) no podía llevarme más que a
una gran victoria.
Decidí ser más osado. Acerqué mi cuerpo
al suyo. Su posición (ella dormía de lado, con su culo vuelto hacia mí) hizo
que mi pene entrara en contacto directo con su piel. Aquello podía hacerla
despertar y decidí obrar con cautela. Esperé unos segundos y luego me moví
ligeramente, procurando hacer el menor ruido, hasta que mi pene quedó
perfectamente alojado entre sus dos nalgas, pero tuve cuidado de no ejercer
ninguna presión. Por continuar con un símil bélico, digamos que pretendía dejar
el cañón dispuesto pero sin alertar al enemigo. En esos términos debo decir que
la operación fue un éxito. Ya sólo faltaba la orden de ataque. Pero esta orden
no llegó. No llegó porque, a pesar del rotundo éxito de los movimientos
preliminares, yo aún no estaba completamente decidido a iniciar el ataque.
¿Acaso temía aún su reacción, una
reacción violenta o desdeñosa por su parte? No. En absoluto. Ya he dicho que yo
tenía la impresión de que aquella desconocida y yo ha habíamos hecho algo más
que dormir juntos. De manera que aquello sólo sería un epílogo, o una
prolongación de algo anterior, que si bien no recordaba en ese momento, nada me
impedía recordar más tarde. La memoria gasta esa clase de jugarretas, sobretodo
después de una noche de alcohol y excesos. Cualquiera que haya pasado por una
borrachera desmesurada como la que yo había pasado (y cuyas consecuencias aún
sufría), sabe bien a qué me refiero. De modo que no era ningún escrúpulo o duda
racional lo que me frenaba ¿Entonces, qué era? ¿A qué se debía mi demora? Muy
sencillo. A algo mucho más elemental y humano: mi vejiga, estaba a punto de
reventar. Y eso era un inconveniente mayor de lo que parecía a simple vista…
Porque eso hacía que todos mis movimientos y mis cautelas resultaran
absolutamente inútiles. Más pronto o más tarde tendría que moverme. Que moverme
en sentido inverso. Tendría que salir de la cama. Y eso suponía tener luego que
volver a empezar desde el principio, y tener que replantearme mi estrategia…
Podía pasar, por ejemplo, que ella, durante mi ausencia, se despertara, o se
moviera y cambiara de postura… En fin… La perspectiva era descorazonadora. Pero
en el fondo yo sabía que no tenía otra opción. La experiencia me decía que las
ganas de orinar no iban a dejarme tranquilo. No se puede hacer el amor con
condiciones con la mente puesta en ir corriendo al servicio.
Me levanté muy despacio, resignado y
decidido a dejarlo todo en manos del azar (“¿a fin de cuentas, no es el azar el
que rige nuestras vidas?”, me dije). Antes de levantarme, había alargado la
mano y comprobado que la mesita de noche seguía en su lugar habitual. Tenía
pues el campo libre, al menos de momento… Avancé a ciegas por la habitación.
Después de unos breves pasos, mis manos tocaron la pared y, palpando con
cuidado, busqué la abertura de la puerta del baño. Cuando la hube
encontrado, entré lentamente,
arrastrando los pies para no hacer el menor ruido. No encendí la luz hasta que
hube cerrado la puerta detrás de mí. Fue un fogonazo súbito, un avalancha de
luz que me cegó durante unos segundos. Después me situé frente al lavabo y me
miré en el espejo. Tenía un aspecto demacrado, sucio, envejecido. Un aspecto
terrible, que no coincidía con la imagen que yo tenía de mí mismo. Me retoqué
el pelo. Me froté los ojos. Luego me interrogué a mí mismo. ¿Quién eres? ¿A
dónde vas? ¿Qué estás haciendo con tu vida?... Las preguntas de siempre, las
preguntas de todas las mañanas. Me situé frente al retrete y oriné con ganas.
Mientras, mi mente continuaba con su interrogatorio… Por lo visto había sido
una noche muy larga. “¿Y cómo es que no recuerdo nada?”, me pregunté por
enésima vez. Eso era algo que no me había sucedido nunca. Algunas veces bebía
más de la cuenta, como todo el mundo, pero siempre hasta ese momento había sido
capaz de recordar (a menudo con bochorno) todo lo que había hecho en las horas
anteriores. Para bien o para mal, no solía tener lagunas en la memoria. ¿Pero
qué recordaba de aquella noche? Muy poco. Recordaba que había ido a la verbena.
Que había bailado con unas amigas de Sandra. Que me había gastado mucho dinero
en invitarlas a beber (pero no me había importado, pues eran muy simpáticas),
que yo quería volver pronto a casa pero que me quedé en la verbena hasta que
termino. Sí. Recordaba bien los aplausos finales. Las palabras de despedida del
cantante. Y ya está. Ahí acababa todo. Justo donde empezaba lo que yo quería
averiguar…
Volví a la cama haciendo –o rehaciendo–
exactamente los mismos movimientos. Apagué la luz antes de salir del baño, con
la puerta cerrada por lo que me quedé completamente a oscuras, salí del baño
(la oscuridad era la misma: una oscuridad densa, impenetrable), caminé muy
lentamente, arrimado a la pared y adelantando con cuidado las manos porque
temía chocar contra la mesita de noche y tirar la pequeña lámpara (pero temía
sobre todo que el consiguiente ruido despertara a mi extraña durmiente), y
palpando la cama, conseguí recostarme en la misma posición en la que estaba
antes de la obligada interrupción del baño. Una vez instalado (bastante
incómodo, todo hay que decirlo), me atreví a estirar levemente la mano
izquierda a fin de comprobar lo que ya sabía: que el cuerpo desconocido
continuaba exactamente en la misma posición en la que yo lo había dejado, y
continuaba con su misma actividad, esto es, durmiendo.
Podía respirar tranquilo. Pero lo cierto
es que no estaba tranquilo. A la incomodidad física (ella ocupaba casi tres
partes de la cama, yo me tenía que conformar con poco más del tercio restante)
se sumaba la desazón interior. Por mucho que buscara explicación para su
presencia en mi cama, no encontraba ninguna. Yo no soy de esa afortunada clase
de personas que cada día se despiertan acompañados de un cuerpo nuevo. Yo era
de los que duermen solos o, en todo caso, con su pareja de toda la vida, pero
no con otras personas que acaban de conocer hace unas horas. Porque… ¿era eso
lo que había pasado? ¿Me había ligado a esa chica, fuera quien fuera? Eso era
algo totalmente improbable. Desde luego yo no iba a negar que había ido a esa
verbena sin Sandra, y tampoco iba a negar que algunas veces que iba a alguna
verbena sin Sandra (lo cual sucedía raramente), me permitía el lujo de mirar a
las otras mujeres como potenciales pero improbables objetos de deseo sexual. La
educación cristiana intenta penalizar los pensamientos como si fueran actos,
pero todo el mundo sabe que una cosa es desear a una mujer y otra muy distinta
es intentar obtenerla. Yo estaba
acostumbrado a recitar de manera mecánica eso de “pensamiento, pecado, obra u
omisión”, pero en mi fuero interior no encontraba nada pecaminoso en los
pensamientos, pues sabía que era el único consuelo que me podía permitir. Me
conocía bien. Conocía bien mi cobardía y mi torpeza. Es cierto que a veces el
alcohol y la excitación del ambiente te puede hacer ser insólitamente
temerario, pero aún en el caso poco probable de que yo intentara abordar a una
mujer, sabía que mis posibilidades de tener éxito eran escasas o nulas. Pese a
todo, la explicación de que aquella mujer estaba ahí por voluntad propia
(atraída o seducida por mí, es de suponer), era la explicación más factible. Si
no era mi ligue, ¿entonces que era? ¿Una puta? Que ella fuera una puta explicaría
que se hubiera acostado o estuviera dispuesta a acostarse conmigo, pero no
aclararía que hacía durmiendo plácidamente en mi cama. Y si no estaba allí por
voluntad propia, entonces yo la había secuestrado. Pero eso no era posible. Y
si eso no era posible ni tampoco era una puta, entonces sólo nos quedaba la
primera opción. Algo muy muy improbable.
¿O No? Tal vez no era tan improbable.
Sandra estaba conmigo. Yo no era el hombre más interesante del mundo, pero
tampoco estaba tan mal. Sí… pero.. yo era muy torpe. Con la misma Sandra no
hacía más que meter la pata. Yo no era de los que aciertan al primer intento.
Para tener éxito con una mujer, yo necesitaba probar con diez. En fin, lo
cierto es que mi cabeza daba vueltas y vueltas y al final no llegaba a conclusión
alguna. O mejor dicho: llegó a la única conclusión posible: esperar a que ella
despertara por la mañana y preguntárselo.
El problema era que hacer hasta que
llegara la mañana. Yo quería dormir. Mi dolor de cabeza iba en aumento (y la
enorme actividad de mis neuronas no me ayudaba a mejorar la situación) y
empezaba a notar el malestar que precede al vómito. O conseguía descansar un
poco ahora que podía o mañana iba a ser un día difícil de olvidar. Pero para
dormir tenía que relajarme y para relajarme tenía que olvidar que no estaba
solo. Así que me acurruqué en un extremo, alejándome todo lo que puede de ese
cuerpo desnudo y misterioso (“prohibido pensar en él”, me impuse, y tuve que
repetirme ese mandamiento muchas veces) y cerré los ojos (los había mantenido
abiertos, no sé bien por qué, durante todo el rato), esperando que hubiera
suerte.
Y aunque realmente no esperaba tener esa
suerte, lo cierto es que conseguí dormirme. Cuando desperté la habitación
continuaba totalmente a oscuras. Tal vez estuviera amaneciendo, pero con la
ventana cerrada a cal y canto era imposible saberlo. Tampoco tenía ninguna
forma de averiguar qué hora era, al menos no sin encender la luz. Lo primero
que pensé es que todo había sido un sueño. Estiré la mano y mis dedos tropezaron
con lo que parecía ser una espalda. Ella estaba ahí, dormida en la misma
posición, inmóvil, silenciosa. Moví los dedos con cuidado. Recorrí unas nalgas
abultadas y suaves. Y muy húmedas. Ese era el único elemento nuevo: la humedad
que rezumaba de su piel. Pero la explicación era muy simple: hacía calor, mucho
calor, era lógico que su cuerpo estuviera empapado en sudor. De hecho, yo mismo
estaba empapado en sudor. Y tenía una sed terrible, aunque no quería levantarme
a beber porque sabía lo que eso significaba.
Pero más fuerte que el deseo de beber era
el deseo de hacerle el amor. Me había despertado excitado. Y al tocarla mi
excitación había llegado al punto de no retorno. Así que estaba ante el mismo
dilema. O dejaba caer mi deseo (con la carga de frustración que eso conllevaba)
o me entregaba ciegamente a su consumación (con los posibles problemas que eso
me podía traer). Decidí que el agua podía esperar. No estaba dispuesto a dejar
pasar más tiempo. Había algo elemental e instintivo en mi deseo. Mis manos
campaban a sus anchas, recorrían los bordes lisos de su cuerpo, sus formas
redondeadas y suaves, y yo prefería no saber nada, no saber quién era, cómo se
llamaba, qué hacía allí. Ni tampoco necesitaba verla. No quería levantarme y
subir la persiana. Ni quería que lo hiciera ella. Me bastaba con imaginármela.
Mañana, dentro de unas horas, ya tendría ocasión para la decepción y la
certeza. Todas las dudas se difuminarían. Y todas las fantasías se evaporarían
con ellas. Pero ahora no, en este momento no. Allí, protegido por las sombras y
la ignorancia, mi cuerpo tenía la última palabra.
Entró en el baño mientras yo me estaba
dando una ducha. Escuché el sonido de la puerta y me llevé un susto terrible.
Fue todo muy rápido. Estaba tan concentrado en la ducha que por un momento
había olvidado lo que acababa de pasar (y eso que lo que acababa de pasar era
lo más extraño y excitante que me había pasado en muchos años) y por eso me
asusté al notar que alguien entraba al baño. Y después, en cuestión de centésimas
de segundo, ya digo que todo fue muy rápido, me sentí totalmente paralizado,
paralizado por entero, de mente y cuerpo, cuando comprendí que la que había
entrado en el baño solo podía ser ella, la chica que dormía en mi cama, la
chica con la que acababa de tener una relación sexual increíblemente
satisfactoria (desde luego, a años luz de las relaciones que tenía con Sandra),
la chica que seguía siendo una completa desconocida, la chica a quien había
oído gemir y jadear, pero con quien no había cruzado ni una palabra, al menos
no que yo recordara, y también, eso era lo menos importante a estas alturas
pero no dejaba de ser otro factor de inquietud, la chica a quien no había visto
jamás (o sí había visto pero de la que no podía dar dato físico alguno, ni el
color de sus ojos, ni su estatura, ni su peso aproximado, nada). En resumen…
Qué había llegado el momento temido y esperado, el momento de la confrontación,
de las miradas de incredulidad, de las palabras confusas… Por eso esperé unos
segundos, unos segundos que a mí se me hicieron muy largos, inmóvil, sintiendo
el agua tibia resbalar por mi cuerpo, antes de decidirme a hablar, a decir
algo, a murmurar un tímido “Hola”, un “Hola que bien podía ser un “Adiós”
porque se quedó sin respuesta. Yo había dado por sentado que ella iba a
descorrer la cortina e iba a meterse en la ducha conmigo, o por lo menos iba a
mirarme desde fuera, iba a mirarme con la curiosidad que yo suponía que debía
tener (¿o ella sabía perfectamente quién era yo y qué hacía ella allí?), pero,
en cualquier caso, lo que no imaginé es lo que estaba sucediendo: nada,
silencio, ella parecía haberse esfumado. Pero ella estaba en el servicio. Yo no
había vuelto a escuchar la puerta. Así pues… ¿qué hacía? Esperé unos segundos
más. Luego aparté la cortina de un tirón brusco y la busqué con la mirada.
Ella estaba sentada en el retrete,
orinando tranquilamente. Yo me quedé mudo. Sin saber que hacer o decir. La
situación no podía ser más inverosímil. Ella levantó los ojos, me vio, me
sonrió y siguió a lo suyo, como si nada, como si aquello fuera lo más normal
del mundo. Yo dude. El agua de la ducha corría por mi piel. Podía cerrar el
grifo o podía continuar duchándome, con la misma naturalidad con que ella había
interrumpido en mi aseo matinal. Tal vez ella estuviera acostumbrada a esas
cosas, a levantarse en casas ajenas y a hacer el amor con desconocidos, pero yo
no, desde luego, para mí todo era nuevo. De modo que, dejando atrás toda
vergüenza, me quedé mirándola fijamente. Delante de mí tenía una mujer de unos
treinta años, puede que menos, morena, delgada, bastante esbelta, de ojos
verdes y grandes, de unas fracciones finas y cuidadas. En una palabra: era
guapa. Estaba totalmente desnuda y no hizo el menor ademán de taparse (un
ademán, que por otra parte hubiera sido estúpido, pensé luego). Sus pechos eran
pequeños. Parecían dos medias manzanas, pero tenía los pezones muy marcados
y puntiagudos, como flechas a punto de
disparar. Su sexo estaba oculto bajo un bosque frondoso. Yo había tocado ese
orificio mágico. Me había sumergido en sus profundidades. Lo había llenado con
mi deseo. Y ahora, al verlo a la luz, a la descarnada luz de la bombilla del
baño, comprendí que el goce del tacto no es superior al goce de la vista, o al
menos no lo fue para mí en ese momento. En algún lugar de sus cavidades
secretas, un río de lava se precipitaba hacia el centro del universo. No era
una carrera veloz hacia el futuro. Era un lento y meticuloso arrasar el pasado.
Lo que había hecho ya era irremediable. Y yo estaba orgulloso de todos y cada
uno de mis actos. Esos actos podían tener consecuencias terribles para mi vida,
o podían no tener consecuencia alguna, pero lo que pasara no iba a cambiar en
nada la percepción que yo tenía de lo sucedido. Y esa percepción era de una
simplicidad y una lucidez apabullante: pasara lo que pasara yo no iba a
arrepentirme de nada, y si tenía oportunidad de repetir lo sucedido (aún
sabiendo conociendo las consecuencias), no iba a dudar en hacerlo de nuevo.
Eso pensaba yo mientras mis ojos recorrían
su cuerpo. Y mientras mis ojos ponían imágenes a las formas que yo había tocado
y poseído, sus ojos me miraban riendo. Era la mirada más dulce y más acogedora
que había visto en mi vida. Ella no
tenía preguntas. Ella no tenía nada que aclarar. Ella estaba ahí, sentada en el
retrete, con el cuerpo recostado ligeramente hacia atrás, con las piernas
separadas, con los brazos caídos, sin tensión, sin esconder ni ocultar nada,
relajada, sin albergar ninguna inquietud o sospecha, sin prisas, y aquel era el
sitio perfecto para estar, aquel era ya su
sitio, un lugar tan mío como suyo. Y sería suyo mientras ella quisiera, porque
yo no tenía ni iba a tener inconveniente alguno. Porque yo ya estaba dispuesto
a reservarle su espacio en mi espacio, a conservar la hendidura de su peso
sobre mi colchón, a dejar que mis sábanas se empaparan de sus olores y su
calor, a mantener el contorno de su cuerpo dentro de los límites tangibles de
mi memoria, aunque aquello fuera un verdadero problema. Porque aquello era un verdadero
problema. Aquello era un auténtico y maravilloso problema. Pero qué importaba…
En aquel momento, allí, delante el uno del otro, yo cegado, ella lúcida, en la
intimidad de la mañana silenciosa, en aquel momento nada, nada de lo pasara
después, tenía la menor importancia. Ni tampoco (lo comprendí al instante),
tampoco nada de lo pasado tenía importancia. Todas esas preguntas… ¿Quién era?
¿Cómo había llegado? ¿Qué había pasado hasta que yo desperté y noté su cuerpo
dormido?, todas esas preguntas eran innecesarias. Ella estaba ahí. Mirándome.
Sonriéndome. Eso era todo.
Se llamaba Susana y no volví a verla
hasta cuatro meses después. No era una amiga de Sandra, sino una amiga de una
amiga de Sandra. Este pequeño detalle, ese hecho que aquella noche había
constituido un dato accidental, se convirtió muy pronto en el principal
impedimento para encuentros futuros. Yo solía ver a las amigas de Sandra. Y
podía conseguir fácilmente sus teléfonos y sus direcciones. Pero ella no
entraba en ese pequeño círculo. Y por tanto las posibilidades de volver a verla
de modo casual eran mínimas. Y las posibilidades de dar con su paradero y
abordarla de modo intencionado eran directamente nulas. Lo único que podía
hacer era esperar a la próxima verbena. Pero las verbenas de verano ya habían
terminado y para las de navidad faltan cuatro meses. Por otro parte, nadie me
garantizaba que ella fuera a acudir a esas verbenas. Así que tal vez no iba a
verla nunca más.
Aquel pensamiento me aterraba. En aquel
momento no podía comprender por qué yo no hice todo lo que pude por obtener su
teléfono. Ella no me lo dio. No dijo
nada sobre el asunto. No dijo nada de eso que hubiera sido lógico decir. Algo
como “Esto ha sido un desliz. Es mejor que lo olvidemos”. Ella no dijo nada.
Simplemente se fue. Cuando salí del baño ya se había vestido, y estaba
caminando sutilmente, sin hacer ruido, hacia la puerta. En ese momento, tal vez
aún la hubiese podido alcanzar. Pero lo cierto es que no sospeché nada. Cuando
entré en el dormitorio y vi que no estaba, no lo di importancia, pues pensé que
estaría en la cocina o en otra parte de la casa. Me había entretenido secándome
y vistiéndome, pero ella no había hecho ni dicho nada que me pudieran hacer
pensar que iba a desaparecer de ese modo. Simplemente se había levantado, me
había dado un beso, un beso rápido, superficial (un beso de “Buenos días
cariño” o un beso de “Te espero en la cama”, pero no un beso de “Adiós, hasta
nunca”, no, eso no) y había salido del baño. De modo que yo aún estaba pensado
que estaría preparando el desayuno, o sentada en el sofá del salón,
esperándome. Y entonces escuché la puerta. Escuché como se abría y se cerraba
la puerta de la calle y pese a todo dudé por un momento, lleno de incredulidad.
Pero sí. Era mi puerta. Conocía bien su sonido. No podía ser otra puerta más
que la mía. Entonces salí corriendo, descalzo y desnudo, pero ya era tarde. Mis
dudas me habían hecho perder un tiempo precioso… De repente me vi plantado en
un calle vacía. Una calle soleada, tranquila y vacía, completamente vacía. Y me
sentí el ser más ridículo del mundo. Y a pesar de que estaba desnudo y
cualquiera podía verme, aún permanecí unos minutos mirando en todas
direcciones, buscando algo que no existía. Porque ella no estaba. Y yo no sabía
ni qué dirección había tomado. Por no ver ni siquiera había visto ningún coche
alejándose a toda velocidad. Susana había desaparecido sin dejar rastro.
Reunir algunos datos sobre ella me llevó
varias semanas. Tenía que obrar con cautela. Pero, por otra parte, tampoco
tenía muchas personas a las que preguntar… Las amigas de Sandra eran las que
más información podían proporcionarme. Pero si advertían mi curiosidad, no
dudarían en sospechar de mí, y sus sospechas serían inevitablemente comunicadas
a Sandra. También podría pasar que alguna de sus amigas estuviera al corriente
de todo. Pero en ese caso su fidelidad hacia Susana sería mi mayor
inconveniente. Si estaba dispuesta a encubrirla a ella, no podía esperar que
quisiera ayudarme a mí. Al final decidí que lo mejor sería dejar pasar unos
días. Y luego poner atención en todas sus conversaciones, por irrelevantes que
parecieran. Así es como averigüe algunos datos. Pero otros datos me los
proporcionó curiosamente Sandra. Ella me llamó por teléfono varias veces, como
hacía siempre que estábamos separados. En su primera llamada estuvimos hablando
de las fiestas. Yo le dejé hablar sabiendo bien que Sandra no podía estar al
corriente de lo sucedido. Si llegaba a averiguarlo era por alguna de sus amigas
y para eso tenían que verse en persona. Así que aún era pronto para preocuparse
por eso. Fue una llamada larga. Estuvimos más de media hora al teléfono. Pero
tuvo su fruto. En un momento de nuestra conversación salió a colación la última
verbena. Sandra me preguntó si había ido. Supongo que podía haberle dicho que
no, que me había quedado en casa, pero la experiencia y también un extraño
sexto sentido me decía que debía mentir lo mínimo posible, así que le conté la
mayor parte de la noche, que por otra parte era todo lo que realmente yo podía
contar de primera mano. Cuando le dije que había estado bailando ella me
interrumpió con ironía.
–¿Tú, bailando? Irías muy borracho…
–Pues sí. Estuve bailando. Si no me crees
pregunta a tus amigas…
Aquello era peligroso, pero era la única
manera de meter el nombre de Susana en la conversación. Ella picó el anzuelo.
–¿Quién estaba? –preguntó.
Era justo la pregunta que esperaba. Le
hablé de sus amigas y por supuesto, le hablé de una amiga de Ester que se
llamaba… (Ahí me quede un momento en silencio, como dudando). “Que se llamaba
Susana. Susana o algo así”.
Resultó que ella conocía a Susana. La
había visto varias veces. Sabía que era una compañera de la facultad de Ester y
que cuando venía al pueblo se alojaba siempre en la casa de ésta. Poco más me
podía decir (y por supuesto, yo no pregunté más), pero por lo menos era algo.
Si estaba en la casa de Ester tal vez podía ir a hacerle una visita.
¿Pero cómo? Ester vivía en una calle de
las afueras. Era una calle muy apartada, que tenía sólo tres o cuatro casas. No
era una calle que uno cruza de camino a otro lugar. La calle de Ester no tenía
salida. Iba a morir contra el muro del viejo matadero. Por no tener no tenía ni
un pequeño sendero hacia los campos, un sendero que pudiera ser utilizado por
un paseante. Estuve pensando que excusa podía utilizar en caso de ser
descubierto. Ester y Sandra eran buenas amigas, pero yo apenas tenía relación
con ella. Si Ester me descubría frente a su casa yo no sabría que decirle. Y
además probablemente Ester se lo acabaría contando a Sandra. Pese a todo podía
intentarlo. Podía pasarme por el bar donde Ester y las otras amigas de Sandra
solían reunirse para tomar un café. Aunque… ¿Qué iba a decirle a Susana en ese
caso? No podría hablar con ella a solas, eso era algo evidente. Por otra parte,
tampoco nadie me garantizaba que Susana quisiera hablar conmigo. A fin de
cuentas ella era la que había huido precipitadamente de mi casa. Ella era la
que había elegido ese final.
¿Por qué lo había hecho? ¿Por un súbito
arrebato de arrepentimiento? ¿Por qué tenía prisa? ¿Por qué quería volver a la
casa de su amiga antes de que ésta notara su ausencia o su retraso? ¿Y qué le
habría contado entonces? ¿Le había dicho que había estado en una cama ajena?
¿Le había hablado de mí? Eso era poco probable. Pero yo no podía descartar
ninguna hipótesis.
Estaba mirando un escaparate. Yo pasé por
su lado y no la vi. Ella se volvió y dijo: “Hola, ¿Cómo estás?”. Yo escuché que
alguien me hablaba y me volví sorprendido. Pensé que era algún compañero del
trabajo o algún conocido, pero por nada del mundo me hubiera imaginado que se
trataba de ella. La había estado buscando desesperadamente en cada rostro de
mujer que veía en la calle. Sabía que vivía en mi misma ciudad, pero mi ciudad
era lo suficientemente grande como para pasarnos la vida recorriendo las mismas
calles sin encontrarnos nunca. En aquel momento yo ya había dejado de buscarla.
Estaba resignado. Había sido una historia bonita. Corta. Intensa. Irrepetible.
“Bueno, por lo menos Sandra no se ha enterado”, me decía para consolarme. Pero
era un consuelo inútil. Por mucho que lo intentara, jamás iba a encontrar
consuelo. Le pedía a la vida que por lo menos me permitiera verla una vez más.
Quería pedirle una explicación. Quería volver a tenerla en mis brazos. Nunca
pensé que la vida iba a atender a mi súplica. Y mucho menos que iba a darme
tanto.
La voluntad es atrevida pero el
entendimiento es mezquino. El hombre puede desear lo sublime, pero cuando lo
sublime se presenta es capaz de dejarlo pasar. Yo no entendí nada. Estuve a
punto de salir huyendo. Cuando Susana propuso ir a un bar a tomar un café yo
acepté encantado. Y hubiera estado dos horas hablando de cosas triviales con
ella y luego me hubiera levantado y me hubiera despedido con un gesto cordial y
después, sólo cuando ella ya se hubiera ido, después me habría mirado al espejo
y me habría gritado: “¿Pero qué has
hecho, pedazo de cretino?”. Entonces, cuando ya no hubiera remedio, entonces
habría comprendido lo que sucedía.
De modo que toda la culpa y el mérito es
de Susana. Ella fue quien tomo el mando de la situación. Ella me cogió del
brazo y me condujo hábilmente hasta una pensión cercana. Ella me hizo subir. Me
desnudó y me tendió sobre la cama sin deshacer. Y yo no reaccioné hasta que
ella se subió la falda y se sentó sobre mí.
Algunos días después Susana me confesó
que nada de lo sucedido se debía al azar. Para entonces yo ya estaba resignado
a mi propia suerte. Desde el momento en que ella tomó posesión de mi cuerpo en
aquella oscura pensión (no puedo llamarlo de otra forma: fue un acto de
posesión, un acto de posesión que se hubiera realizado con o sin mi
consentimiento), yo comprendí que lo que se avecinaba era algo que no se podía
medir con los parámetros de mi pesimismo, que es como yo solía medir todos los
acontecimientos, ya fueran presentes o
futuros, posibles o improbables. No. La lógica y Susana no circulaban por el
mismo camino, ni a igual velocidad… Por lo visto, sin que yo lo advirtiera,
ella había estado acechando mi oficina durante dos semanas. Había comprobado
mis horarios de salida. Había estudiado todos los detalles. Si salía solo. Si
me acompañaba algún compañero o compañera. Si Sandra venía a recogerme… Incluso
hasta había inspeccionado varias pensiones de la zona, hasta que encontró la
habitación donde desde esa primera vez empezarnos a citarnos. Digo “empezamos a
citarnos” porque aunque no acordamos fecha concreta esa vez si que nos
intercambiamos el número de teléfono, con la promesa soterrada de volver a reunirnos
en aquella habitación lo más pronto
posible, tantas veces como nos fuera posible, y la mayor cantidad de tiempo
posible. Su única condición fue evitar en la medida de lo posible las
preguntas. Aquella tarde ella me confesó que había tardado tanto en ponerse en
contacto conmigo porque tenía que tener cuidado con lo que hacía. Utilizó esas
palabras: “cuidado con lo que hago”, y yo di por sentado que tenía novio o
marido. Como yo estaba en la misma situación no puse objeción alguna. Seríamos
lo más discretos posibles. Dentro y fuera de este cuarto.
Pero la discreción no estaba reñida con
la confianza. En el terreno sexual Susana era tremendamente abierta. Yo no
conocía sus hábitos. Me había acostado con ella dos veces (ella me confirmó eso
que yo ha intuía), pero la primera vez estaba tan borracho que, además de no
recordar nada, tampoco conseguí hacer otra cosa más que comportarme como un
auténtico necio. Ella me preguntó, con sorna, si quería saber los detalles.
Pero le dije que los detalles eran totalmente prescindibles. Varias veces había
tenido experiencias semejantes. La diferencia entre Sandra y ella es que Susana
me concedía el derecho de la duda mientras que Sandra se regodeaba al
humillarme con toda clase de detalles truculentos. Sé que el alcohol y el sexo
no son buenos compañeros, y de normal no suelo beber, pero por desgracia las
fiestas suelen ser ocasiones excepcionales. Y por desgracia algunas terminan
muy mal.
Pero dejemos de lado las fiestas. Aquella
verbena había sido un hecho aislado. Algo totalmente imprevisto. Realmente no
sabía porque Susana había decidido acabar la noche en mi cama (en su momento no
se lo pregunté: un antiguo pudor me impidió hacerlo), pero lo cierto es que,
pese a todo, ella seguía queriendo verme. Y yo me sentí agradecido, agradecido
y satisfecho. Mi vida con Sandra era todo menos excitante. O discutíamos o nos
ignorábamos. O ambas cosas si era posible. Pero mi vida con Susana, esa pequeña
parcela de mi tiempo que trascurría en su compañía, podía ser otra cosa. Y lo
que fuera dependería de mi esfuerzo, de mi voluntad y de mi convicción.
En muchas ocasiones he recordado la
primera noche, la segunda vez que hicimos el amor (que para mí era realmente la
primera). La he recordado con añoranza.
Y la he recordado con rencor, en mis noches más negras, sintiendo la cuchillada
despiadada de la soledad, unida a ese súbito golpe de mar que trae la
excitación cuando sobreviene en la mitad de la noche, cuando un hombre no tiene
ningún lugar donde ocultarse ante si mismo. Aquella noche fue uno de esos
momentos que uno querría repetir de volver a nacer. En todos los años que
llevaba acostándome con Sandra (ya fuera como novios o como marido y mujer) no
había estado tan cerca de rozar la perfección, ese estado de cosas que todo el
mundo se encarga en hacernos creer que no existe pero en el que nuestra alma se
obstina en seguir creyendo. Y mira por donde… existe. Existe la perfección en
un paisaje, en una canción, en un párrafo de un libro y también en un cuerpo,
en un cuerpo y en todo lo que otro cuerpo puede hacer con él. Así que, en
cierto modo es lógico que recuerde aún esa noche, y es lógico que la recuerde
como lo hago, con esa especie de nostalgia y desdén, pero a pesar de ello debo
reconocer que he sido injusto, injusto con todas las otras noches que pasé con
ella, injusto con todos los otros momentos de felicidad y placer que me
proporcionó. Fueron muchos y en su momento yo no supe ser todo lo agradecido
que hubiera debido ser. Por suerte o por desgracia el tiempo hace que cada cosa
alcance su valor justo, que lo que es realmente bueno sea valorado como tal por
nuestra inteligencia, mientras que lo que es sólo mediocre sea aceptado también
como lo que es, sin que eso suponga esa cierta traición, ese vergonzoso
menoscabo a nuestro orgullo que creímos sentir. En esta vida hay que recibirlo
todo con las manos abiertas, lo bueno, lo mediocre y hasta lo malo, porque todo
forma parte de lo mismo. Del mismo modo que la paja y el grano crecen juntas en
la tierra, así la vida nos ofrece toda su cosecha, para que nosotros nos
alimentemos de ella y le demos la utilidad que se merece cada cosa, sin
derrochar nada pues todo nos puede hacer falta algún día.
Sin embargo, pese a lo dicho, hoy siento
la necesidad (como otras muchas veces) de rememorar aquella primera noche. Y
quiero recordar lo sucedido secuencia a secuencia, fotograma a fotograma, pues
así es como la memoria lo recuerda: como una escena de una película cuyo
protagonista no era yo sino alguien que vestía mi cuerpo y habitaba mi vida.
Era el alcohol, el agotamiento, la euforia y el desconcierto lo que me hacía
sentir así. Y eso contribuía a hacer aquel momento más extraño, excitante e
intenso.
Recuerdo bien como empezó todo. Como yo
la manejé a mi antojo al principio. Como fui acercándome a ese punto de osadía
y desfachatez que sólo en muy pocos momentos he sido capaz de alcanzar. Algunos
hombres son valientes por naturaleza y otros son cobardes por naturaleza. Pero
algunos hombres cobardes pueden llegar a ser valientes en un momento especial,
y ese momento había llegado para mí de modo inesperado cuando me desperté y
comprobé que alguien dormía junto a mí. Luego, una vez me hube decidido, todo
fue más fácil. Pese a todo (siempre ocurre, es inevitable) tuve un momento de
pánico. Cuando advertí que ella estaba despierta (no podía ver nada, ni el
brillo de sus ojos al mirarme, pero lo supe, lo supe con una certeza absoluta,
a pesar de su silencio y su pasividad) y me asusté. Pero por suerte todo quedó
en una falsa alarma, en parte porque yo comprendí ya había llegado demasiado
lejos para detenerme y en parte porque ella me tomó la mano y volvió a
colocarla en el lugar del que yo la había retirado precipitadamente. Y ese
gesto fue más que suficiente para que yo me lanzara sobre ella con toda mi
furia. Y ella, muy pronto repuesta de su desconcierto inicial, empezó a
cooperar de un modo sutil pero decidido, primero dirigiendo mi cuerpo,
voluntarioso pero torpe, y después tomando ella la iniciativa, ya de un modo
evidente, para que los dos llegáramos a buen puerto con el mínimo daño posible,
que en asuntos de cuerpos y almas que se entrelazan es tan fácil llegar al
placer como al dolor.
Hay un momento en que los recuerdos
empiezan a confundirse. Al principio de cualquier relación (lo mismo que como
cualquier otra experiencia novedosa) los minutos y las horas son una sucesión
bien diferenciada de estados de ánimo y emociones. Cada beso es único e
inconfundible. Cada palabra, cada frase es importante, irrepetible. Pero
después un halo de monotonía lo invade todo. Se ciñe sobre el cuerpo deseado
como una niebla baja y espesa. Ya no
distinguimos un beso de otro. Todas las conversaciones nos parecen la misma.
Ninguna pareja debería llegar a ese punto, pero todas las parejas consideran
ese punto como una meta. Y tienen razón, pues al fin y al cabo la llegada de la
monotonía es un indicio de que la relación está plenamente asentada, que ha
superado los límites temporales propios de la pasión y que a partir de ahora se
puede alargar hasta que se desee, durante toda la vida o durante muchos años
más. Susana y yo no luchamos contra este fenómeno. Nadie habló del asunto.
Nadie dijo: “cuando no sientas nada, ya no me beses más”. Pero los dos
comprendimos que lo nuestro tenía fecha de caducidad. Y los dos comprendimos
que hablar de ello era precipitar el final.
Sin embargo, de entre toda esa confusión
de besos, de caricias, de orgasmos, de gemidos, de gritos, de susurros, de
lamentos, de deseos, de esperanzas, de entre todas las noches, las tardes, las
mañanas robadas al tedio y al sinsentido del trabajo o de cualquier otra
obligación onerosa, de entre toda esa cantidad de recuerdos, de imágenes, de
sensaciones y de pensamientos que constituyen nuestra historia, aquella primera
noche, con todo su cargamento de aventura y goce inesperado, es una noche cuyos
besos, cuyas caricias, cuyo estremecimiento final y dulcemente agónico, están
siempre muy vivos en mi recuerdo, sin mezclarse, sin confundirse con todas las
ocasiones restantes, con todo ese gran marasmo de restos del naufragio, con
todo ese inmenso cementerio marino que fue nuestro amor.
Mi vida era monótona. Mi jornada de
trabajo empezaba pronto y acababa tarde. Las pocas horas que me sobraban las
consumía tontamente, siempre deseando que un golpe de suerte cambiara el rumbo
de mi vida.
Pues bien. Susana no iba a cambiar mi
vida. Pero la iba a hacer infinitamente mejor.
Durante todo ese invierno nos estuvimos
viendo en aquella pensión. Siempre íbamos a la misma habitación. Teníamos poco
tiempo. Quedábamos en la puerta y subíamos juntos. Nunca entendí porque ella no
me esperaba arriba. Ella me tomaba la mano en la escalera. No le gustaba el
ascensor. Prefería ascender lentamente por la escalera curva, elegante y
antigua. Y en cada rellano hacíamos una pequeña parada.
Siempre llevaba falda. En todo el tiempo
que estuvimos viéndonos jamás la vi vestir ningún tipo de pantalón, ni vaqueros
ni de ninguna otra clase. Una vez, volviendo de un cine, le pregunté cuál era
el motivo (pensaba que tal vez se debía a alguna manía, algunas mujeres creen
que los pantalones les ciñen demasiado las nalgas y otras creen que les marcan
demasiado la cadera, por poner dos ejemplos) y ella me respondió, tajante:
–Así es más fácil.
Me sonrió de un modo extraño y antes de
que pudiera preguntarme a qué venía esa sonrisa y qué quería decir con esas
palabras separó ligeramente las piernas y un enorme chorro de orina se estrelló
ruidosamente contra la acera dejando un monstruoso charco bajo sus pies.
Terminó y soltó una carcajada. Yo estaba
horrorizado. Ella, cuyo rostro había permanecido en una especie de trance,
volvió a adoptar una sonrisa mundana, llena de picardía y lujuria. En ese
momento supe que estaba perdido. Ni intenté resistirme. Inmediatamente sentí
como mi cuerpo era atraído suavemente hacia ella. No puedo decir si me abrazó o
me hizo moverme con alguna forma de insólita telepatía. Sólo se que me sentí
desplazado, contra mi voluntad, o, mejor dicho (mi voluntad no existía, ya lo
he dicho: yo no pensaba resistirme), sin que yo hiciera el menor movimiento. En
una palabra: me sentí volando, sentí como mis pies se elevaban unos centímetros
del suelo y como mi cuerpo avanzaba hacía ella sin que ni mis piernas ni otra
parte de mi cuerpo tuvieran nada que ver. Cuando me di cuenta estábamos
besándonos frenéticamente y mis manos se perdían bajo sus ropas. Tenía las
bragas empapadas. Susana no se había molestado en quitárselas o separárselas.
Simplemente había dejado que el cálido líquido manara a través de ellas.
Aquello me parecía escandaloso, el colmo de la perversión, pero mis dedos se
lanzaban una y otra vez sobre la tela húmeda como moscas sobre la miel. Estábamos
en plena calle. Parados entre un portal y un garaje. La acera era estrecha.
Cualquiera que tuviera que pasar por ahí tendría que verse obstaculizado a la
fuerza por nosotros. En cuanto pude reaccionar, intenté soltarme. Aquello me
parecía demasiado arriesgado. Era una calle oscura, pequeña, pero no era tan
tarde como para estar seguros que nadie iba a interrumpirnos. Pero Susana tenía
sus planes. Y ella era tan osada como terca. Me miró con una expresión
encendida, con un fuego en los ojos que yo conocía muy bien y que, por tanto,
sabía que era un arma ante la que no tenía la menor defensa, y muy rápidamente,
con sus manos hábiles y sus besos sedantes, consiguió que mi pene se hundiera
en la negrura, en ese abismo oscuro y acogedor que se abría como una sima bajo su
piel.
Después de aquello no volví a hacer más
preguntas. Ella era así. Ella tiraba del carro. Decidía el cuándo, el dónde el
cómo y se quedaba con el por qué. Y yo, que tanto odiaba a Sandra por eso
mismo, por pretender gobernar mi vida, acepté los caprichos y deseos de Susana
como un perro acepta las locuras de su amo. O como un antropólogo toma nota de
las costumbres de un pueblo salvaje pero piensa que, al fin y al cabo, dentro
de unas semanas estará de vuelta en su hogar.
Yo sabía que aquello no podía durar. Ni
los sueños más hermosos ni las pesadillas duran eternamente. En algún momento
yo tendría que despertar. Sandra se enteraría. Alguien nos vería en alguna
parte. Aquella ciudad estaba llena de peligros, y nosotros nadábamos sin tomar
precaución alguna. Aquello no podía durar.
Pero era excitante, era distinto, tan
distinto a mi otra vida, a mi vida oficial, a mi vida de trabajador de cuello
blanco y de marido ejemplar, era tan imprevisible, tan espontáneo, tan
placentero… ¿Cómo iba a pararme a pensar en los riesgos que corría? ¿Cómo iba a
dejar hablar a mi sentido común? A fin de cuentas ella no me exigía nada. Yo
podía irme o quedarme. Podía hablar o callar. Ella no cerraba los ojos y se
tapaba los oídos. Yo podía opinar, podía quejarme, podía preguntar. Pero no lo
hacia. No opinaba. No me quejaba nunca. No preguntaba nada. Y no lo hacia por
miedo. Ni por consideración, por no herir sus sentimientos. Yo estaba loco por
ella. Estaba loco por ella de ese modo abrumador y ambiguo como un adolescente
se enfrenta al misterio de la lujuria, no a la pasión intelectual y libresca,
sino al impulso hondo e incontenible de su propia sexualidad. Yo ya no era un
adolescente, por supuesto, pero en cierto modo me sentía como tal. Era como si
estuviera viviendo una segunda adolescencia, mi verdadera adolescencia, pues la otra no había sido más que un burdo
simulacro. Aún hoy me pregunto mucha veces porqué fui tan dócil. Pero sé, puedo
decirlo con la conciencia tranquila, que no fue por miedo ni por ignorancia. Yo
no tenía a Susana. Es cierto que a veces sus respuestas eran muy desafiantes, o
que en ocasiones su temperamento variaba de pronto, sin que yo supiera cuál era
la causa, pero después siempre tenía una sonrisa para mí, o un beso cálido, o
un pequeño manoseo cariñoso. De hecho, si me molesto en hacer un serio
ejercicio memorístico, si me pongo a hacer un minucioso inventario en los
polvorientos archivos de mi alma, resultaba que al final era ella la que sale
mejor parada, la que más atenciones dedicaba al otro. Muchas veces yo
permanecía inmóvil, silencioso, no por enfado sino por simple desconcierto. Y
era ella la que venía hacia mí.
Por otro lado, también debo decir que
hasta sus enfados o sus desplantes me resultaban atractivos. Me gustaba su
energía, su valor, su sinceridad. Ella era de esa clase de personas que no
tienen pelos en la lengua. Pero a diferencia de otros sujetos que he conocido,
ella nunca resultaba pedante, nunca hacía que me sintiera bobo o estúpido. Mis
preguntas podían ser obvias. Mi miedos y prejuicios, infantiles. Pero ella
jamás se burlaba de mí. En una relación los dos deben aportar algo. Si yo
aporté algo, desde luego no fue experiencia o sabiduría. Una vez, sólo una vez,
hablamos de nuestra vida sentimental anterior. Yo le confesé algo que era
evidente: hasta ese momento sólo había tenido relaciones con tres mujeres. Y
una de ellas no contaba porque era una puta. Ella en cambio había estado con
más de siete hombres. “Sin contar los rollos de una noche”, añadió. Y cómo notó
que yo me había quedado algo anonadado y triste, vino hasta mí y me envolvió en
una abrazo cálido, un gesto de afecto que consiguió hacer que yo olvidara mi
decepción.
He hablado mucho de mí, de lo que supuso
o significó su amor para mí. Tal vez quizá debería tratar de explicar qué
supuso para ella. Esa es una cuestión complicada. Nunca hablamos abiertamente
de ella. Pero una cosa estaba clara: ella no deseaba vivir conmigo. Con estar
conmigo unas horas era suficiente.
Para ella lo nuestro era básicamente
físico. Le gustaba hacer cosas nuevas. Decía que quien tiene miedo de su deseo
no merece vivir. En algunas ocasiones yo llegué a sentir miedo. Y más tarde, de
vuelta a mi pequeña madriguera, me preguntaba si seguir por ese camino no sería
un error. Pero luego, con la sangre bullendo por las venas, yo era capaz de
hacer cosas increíbles, cosas que jamás habría osado ni imaginar.
Cuando llegó el buen tiempo la habitación
se le había quedado pequeña. El aire libre ofrecía una fuente inagotable de
posibilidades. Sus faldas empezaron a ser más cortas, hasta alcanzar e incluso
sobrepasar el límite de lo decente. Ella sonreía satisfecha cuando yo le
reprochaba su atrevimiento. Cuando caminábamos juntos, los hombres con los que
nos cruzábamos se volvían a mirar. Aquello también me enojaba. Pero ella me
reprendía en tono de broma.
Luego sabía colmarme de placer. Y el
placer borraba todas las dudas, los residuos de un machismo tan arcaico como
arraigado, los miedos, los sentimientos contradictorios, la incipiente
frustración.
Yo, daba por sentado que Sandra acabaría
por enterarse. Pero lo cierto es que cada vez estaba más preocupado. Y tenía
mis motivos. Ella parecía haber decidido lanzarse al asalto de la ciudad. Cada
vez íbamos a lugares más públicos. Los parques proporcionaban rincones
tranquilos, pero para llegar hasta ellos teníamos que mezclarnos entre la
multitud. Y lo mismo ocurría con los museos, las estaciones de metro o de tren,
las iglesias y bibliotecas, incluso varias veces visitamos el cementerio
municipal, y aunque fue más difícil de lo esperado, en todas las ocasiones
logramos hacer el amor sin ser descubiertos.
Eran coitos rápidos, excitantes,
inesperados. La impaciencia me abrasaba. Y ella sabía cómo llevarme hasta el
límite del autocontrol. Empezaba con las palabras. En el autobús, por las
calles llenas gente, ella iba murmurándome deliciosas obscenidades. Sabía cuales
eran mis preferidas. Y dominaba a la perfección el juego del falso recato. Por
poner un ejemplo: si yo cometía la torpeza de responder a sus provocaciones con
una vulgaridad, ella adoptaba una actitud de reproche o dejaba traslucir un
gesto repentino de sonrojo que a mí no dejaba de parecerme sensual. De manera
que todo conducía a lo mismo. Al preludio del placer. Y a veces yo sentía ganas
de detenerme allí, a mitad camino, en ese remanso aplacible y prometedor. Por
eso algunas veces ella tenía que darme un pequeño golpecito en una pierna o en
el hombro, para hacerme volver a la realidad. Otras veces era su carcajada la
que me hacía despertar, levantarme, ponerme otra vez en camino. Yo adoraba esos
instantes previos en esos lugares poco convenientes. Adoraba sus gestos y sus
comentarios. Sus bromas. Eran una especie de lugar intermedio entre la
indignación y la risa, la risa que sólo se insinuaba y la indignación que
resultaba la mejor promesa de lascivia.
Pero sabía que el autobús iba a llegar
más pronto o más tarde a su destino. Sabía que tendría que correr con el
corazón agitado. Sabía que la ansiedad podía hacerme caer en una trampa. Y pese
a todo yo estaba dispuesto a seguir hasta el final. Y, cuando era posible,
tomaba la iniciativa. O dejaba que fuera ella la que decidiera a qué nuevo
juego íbamos a jugar y cuál iba a ser el montante de la apuesta. Y ella lo
hacía bien. Cuando la situación lo
permitía, dejaba de lado las palabras y pasaba a los hechos. Sabía pasar su
mano con delicadeza por encima de mi entrepierna (a veces en el mismo autobús,
o en un banco de una plaza bien concurrida, sin que los demás viajeros o
viandantes lo advirtieran). Sabía dejar caer como quien no quiere la cosa una
mano sobre mi culo. Sabía darme un beso inesperado y fugaz en la mejilla. Sabía
acariciarme la nuca con suavidad y extraño desinterés (un desinterés que a mí
me parecía adorable), y así, con esos pequeños gestos iba encendiéndome hasta
que yo no deseaba otra cosa que correr al primer lugar factible y abalanzarme
sobre ella.
Esa impaciencia estuvo muy cerca de
salirnos cara. En una ocasión estuvimos a un paso de pasar una noche en la
comisaría, acusados de escándalo público. Pero aquello a ella le parecía una
experiencia más, un pequeño inconveniente que hubiera aceptado de buen grado
como parte del placer. “No puedes tener todo por nada”, en esa frase se resumía
su pensamiento.
Lo cierto es que cuando quise
recapitular, comprendí que ya llevábamos casi un año juntos. No éramos una
pareja convencional (nos solíamos ver cada dos o tres semanas, coincidiendo con
los viajes de Sandra) y gracias a su imaginación y temeridad todavía estaba muy
lejos la amenaza de la monotonía. Comprendí que aquello podía ir para largo.
Pero ya no me sentía frustrado por la falta de claridad respecto al futuro.
¿Quién quería planes de futuro? ¿Quién necesitaba planes de futuro?
El verano es la estación más esperada por
la mayoría de las personas. Pero yo rezaba para que el tiempo se detuviera.
Para que se detuviera o para que se acelerara, todo menos continuar con su
curso normal. Porque si el calendario no mentía y si nadie lo remediaba dentro
de unas semanas empezarían nuestras vacaciones, las mías y las de Sandra, y las
vacaciones implicaban para Susana y para mí un exilio involuntario, largo,
desesperante. Otros años contaba los días que faltaban con avidez. Deseaba
marcharme al pueblo cuanto antes. Hacer las maletas y dejar todos los problemas
encerrados bajo llave. Olvidar el humo, las prisas, el ruido, los malhumores
del trabajo, la fealdad de las calles sucias y estrechas, el asfixiante
aislamiento de los rostros. En aquellas fechas de la ciudad yo sólo veía lo
malo y del pueblo sólo veía lo bueno.
Pero aquel año no. Aquel año todo estaba al revés. El pueblo no era
aventura, sino monotonía. El pueblo no era libertad sino cárcel. Y por supuesto
yo tenía que disimular. Sandra no podía entenderme. Ni tenía que notar que
pasaba algo extraño. Y eso empeoraba la situación.
El último día de junio nos despedimos por
teléfono. Dábamos por sentado que no nos veríamos hasta septiembre. Fue un
momento muy triste. Yo le insinué que podía venir al pueblo con la excusa de
las verbenas y los toros, como el verano anterior. Pero ella no se molesto ni
en contestarme. Era evidente que aunque viniera tendríamos pocas oportunidades
de estar juntos, y más porque al contrario que el año anterior este verano
Sandra había podido hacer coincidir sus vacaciones con las fiestas locales, lo
cual era para mí un motivo más de enfado, aunque me guardaba mucho de expresar
mis emociones. ¡Qué distinto un verano de otro!, pensaba. El año anterior me
enfadé con Sandra porque el trabajo me separó de ella. Y este año me enfadaba
por lo contrario.
Antes de colgar Susana quiso gastar una
broma. Hablamos de los peligros de la separación.
–Espero que te portes bien –me dijo.
Yo le reí la broma, pero en el fondo
estaba preocupado. Yo iba a portarme bien, eso era evidente. Iba a portarme
bien porque no tendría otro remedio. ¿Pero qué iba a hacer ella? ¿Iba a
buscarse otro amante? ¿Cuántas aventuras de una noche iba a tener? No estaba
obligada a nada. Pero yo la quería para mí. Y si no podía ser para mí, no
quería que fuera para nadie.
Nos despedimos y yo me resigné a lo que
pudiera pasar. Me resigne como un naufrago en mitad del mar. Y como un naufrago
pasé los dos meses más largos y duros de mi vida.
Y todo para comprobar, cuando por fin
llegó septiembre, que la separación había hecho un daño irreparable. Una grieta
se había abierto. Entre ella y yo ya no existía la confianza de antes. Ni la
espontaneidad. Ni la desvergüenza. Continuábamos haciendo lo mismo. Nos veíamos
en el mismo cuarto. Nos desnudábamos. Nos acostábamos. Nos vestíamos y nos
íbamos. Todo era igual en apariencia, pero si rascábamos un poco sobre la
superficie descubríamos que estábamos andando sobre un suelo formado por
escombros, por sedimentos deleznables, por basura amalgamada. Aquello era
sórdido. Sórdido y estéril. Y puede que antes también fuera parecido. Puede que
la sordidez y la esterilidad ya existieran desde el primer momento, pero
nosotros no lo percibíamos así. Nosotros no lo habíamos visto hasta ahora.
Sucedía con nuestros encuentros lo mismo que con la habitación. Ahora mirábamos
la moqueta roída y la veíamos más roída que nunca. Ahora mirábamos los cuadros y nos parecían
más cursis que antes. Y mirábamos por la ventana y la finca gris de enfrente
era más gris de lo que era antes del verano. Y nos preguntábamos porqué aquel
lugar tan inhóspito alguna vez nos había parecido acogedor. Pero nadie decía
nada al otro. Los dos pensábamos lo mismo. Y los dos callábamos.
Podíamos haber cambiado de pensión.
Podíamos haber salido fuera. Aún hacía buen tiempo. Podíamos coger el coche y
aventurarnos a salir fuera de la ciudad. O ir a los parques que tan bien
conocíamos, a nuestros rincones secretos. Pero no. Nos encerramos en esa
habitación. Nos atrincheramos en esa cama incómoda y pequeña. Y allí nos
negamos a cualquier cambio. Pretendimos seguir con lo mismo. Pero sin
esperanza. Sabiendo que era cuestión de tiempo. Cuestión de horas, de días, de
semanas.
Y
pese a todo allí tuvimos momentos espléndidos. Estábamos quemando los últimos
cartuchos. Algunos besos sabían como el último beso de un moribundo. Otros
besos abrían una puerta repentina a la luz. Y la luz entraba a raudales.
Parecía que la oscuridad había terminado para siempre. Pero era una ilusión
efímera. En nuestra desesperación incluso llegamos a hacernos daño. Era lógico.
Experimentábamos con nuestros cuerpos. Ya habíamos alcanzado el límite del placer.
Ese límite se puede forzar. Pero cuando uno lo fuerza no encuentra otra cosa
que dolor. Ella intentó convertir aquello en una nueva experiencia. Yo no me
opuse. Pero era un acto intelectual. Aquello podía ayudarnos a entendernos
mejor, pero no nos excitaba. Volvimos al sexo convencional. Nos rendimos a la monotonía.
Al final pasó lo que tenía que pasar. Y
yo hice lo que tenía hacer. Una llamada anónima puso sobre aviso a Sandra. Ella
no quiso darle crédito. Entonces una segunda llamada le informó de dónde podía
encontrarnos. Aquella segunda llamada fue un éxito. Discutimos. Yo lo negué
todo. Ella se puso hecha una furia. Me pidió el divorcio. Yo solicité un
traspaso de oficina. Me destinaron a una ciudad del norte. Dejé de ver a
Susana. La última vez que hablé con ella, por teléfono, ella me prometió que
trataría de venir a verme. Los dos sabíamos que aquello no sucedería nunca. Yo
deseaba una vida tranquila, sin sobresaltos. Entonces conocí a Noelia. Pero
aquello ya es otra historia…
No hay comentarios:
Publicar un comentario