CAMINO
DEL TRABAJO
Se había quedado encerrado en su propio
cuarto. Era evidente pero no acababa de creérselo. Y eso que no era la primera
vez. Esa puerta tenía muy mala sombra. Varias veces habían hablado de cambiarla
pero hasta ahora no lo habían hecho. A él no le gustaba nada quedarse atrapado.
Odiaba los ascensores y los sitios estrechos y oscuros. Pero su dormitorio era
espacioso y luminoso. De todas maneras la situación no era nada agradable.
Encerrado en su propio dormitorio… ¡Qué absurdo!
“Si por lo menos alguien pudiera
abrirme…”, pensó, resignado. Pero estaba solo. Su mujer acababa de irse al
trabajo. Ella había pasado por delante de esa puerta hacía menos de cinco
minutos. Y él ya estaba despierto, pero no se había levantado para despedirla.
Aquello había sido un error. Una persona que se levanta de madrugada para ir al
trabajo se merece que, al menos, alguien le despida con un beso en la mejilla y
un par de frases amables. Y él llevaba tiempo sin ser considerado con ella.
Claro que ella también llevaba tiempo sin ser considerada con él… “Tengo que
pensar en algo”, se dijo. No era momento de reproches. Su mujer tardaría diez
horas en volver a casa. Tenía que pensar en algo… Y rápido…
De pronto tuvo una intuición. O más que
una intuición, una corazonada… Él solía dejar su teléfono en el despacho. Pero
algunas noches lo olvidaba en el bolsillo de su pantalón. Fue corriendo a la
silla, cogió el pantalón y palpó en el bolsillo… ¡Y bingo! ¡Ahí estaba! Nunca había pensado que su mala memoria iba a
serle tan útil… El teléfono estaba apagado. Cuando lo encendió toda su alegría
se esfumó casi por completo: el indicador de la batería parpadeaba
peligrosamente. Mientras lo miraba fijamente, recordó que la tarde anterior
había pensado que tenía que recargar la batería. Pero evidentemente no lo había
hecho: su mala memoria había vuelto a hacer de las suyas… Su mala memoria y su
costumbre, su mala costumbre, de dejarlo todo para luego. “Ya te lo había
dicho”, diría su mujer cuando lo supiera. “Ya te lo había dicho”. Sí. Lo de
siempre. Pero esta vez él estaba dispuesto a darle la razón.
Pese a todo intentó hacer una llamada.
Ella contestó al momento.
–¿Qué pasa? Estoy conduciendo.
–Perdón –dijo él–. Pero es que estoy
encerrado. ¿Puedes venir a abrirme?
–Ahora voy. –respondió secamente su
mujer. Y colgó.
Un segundo después la pantalla se quedó
en negro. Ya no podría hacer más llamadas. Ahora todo dependía de ella. Como no
podía hacer otra cosa, volvió a meterse en la cama. No durmió. Al cabo de unos
pocos minutos, oyó el ruido de la puerta principal. Su mujer entró en la casa y
sus pasos se perdieron por el pasillo. Esperó junto a la puerta. La casa estaba
en silencio. Pasó un minuto. Un minuto que a él le pareció un siglo. Volvió a
escuchar sus pasos. Pero el sonido le llegó como un murmullo. Ella no había
subido la escalera. Estaba en algún lugar de la planta baja. “¿Por qué no viene
a sacarme de aquí?”, se preguntó desconcertado. No quería gritar. No quería
ponerse nervioso. Ella debía estar de mal humor. Aquello le podía hacer llegar
con retraso al trabajo. Si gritaba o se ponía nervioso ella se iba a enojar aún
más.
Intentaba buscar una respuesta a su tardanza,
pero lo cierto es que no tenía ni idea de que estaba haciendo su mujer.
Entonces volvió a escuchar sus pasos por tercera ver. Pero tampoco esta vez
ella subió la escalera. En lugar de eso, salió de casa. Se marchó. Él no podía
creer que aquello fuera real, pero lo cierto es que había escuchado claramente como se cerraba la puerta de la
calle.
Se asomó a la ventana. Desde allí no
podía ver su coche, pero sí escuchar el motor. Aquello no tenía ningún sentido.
Si era una broma, había dejado de tener la menor gracia.
El patio trasero estaba oscuro y
silencioso. La casa de enfrente tenía todas las luces apagadas. Gritó el nombre
de su mujer. Esperó unos segundos y volvió a gritar. “Si no me escucha mi
mujer, tal vez lo hagan mis vecinos”, pensó. Nunca había tenido mucha relación
con sus vecinos, y ahora empezaba a lamentarlo. Entonces recordó que no había
escuchado el ruido del motor del coche de su mujer. Pero era evidente que su
mujer había venido en coche… No entendía nada. ¿Dónde estaba ella? Hacía varios
minutos que había escuchado cerrarse la puerta. ¿Y a qué había venido? Él había
dado por sentado que ella pensaba sacarlo de la habitación. No era la primera
vez que lo hacía. Era fácil. Bastaba con introducir un gancho del pelo, o algo
parecido. Sí. Era fácil, desde el lado de
fuera de la puerta… “Pero y si…”. Tenía que intentarlo. Si las patadas no
funcionaban, tenía que probar otra solución, cualquier posible solución. Empezó
a rebuscar por los cajones. Entonces escuchó el motor. El motor del coche de su
mujer, no tuvo la menor duda. Se acercó corriendo a la ventana y gritó su
nombre con todas sus fuerzas. Fue inútil: el coche se alejó velozmente sin
cruzar su ángulo de visión. Lo escuchó pero no lo vio. “Tal vez no era ella”,
se dijo. A fin de cuentas su mujer no era la única que trabajaba temprano. Pero
sabía bien que era ella. Y si no era tampoco importaba mucho. Le hubiese
gritado al conductor de todos modos. Estaba tan ansioso por salir de esa
maldita habitación que gritaría a cualquiera que pasase por debajo de su
ventana. Gritaría como un loco. Gritaría con todas su fuerzas. Para tranquilizarse, pensó que más pronto o
más tarde alguien pasaría por allí. “La situación es ridícula, pero no grave”,
se dijo.
Sin saber que hacer, se alejó de la
ventana y se quedó parado junto a la cama desecha. Miró su ropa esparcida por
el suelo. Y empezó a recogerla. Estaba intentando mantener la calma cuando
comprendió que algo sucedía. Algo terrible. Algo incomprensible.
Primero fue el olor, un olor extraño, un
olor como a quemado, como si algo se estuviera quemando cerca de él. Y casi
enseguida el ruido, un ruido muy suave, casi un rumor, un ruido como de ramas
partiéndose, como un chasquido… Lo primero que se le pasó por la cabeza fue
pensar en una hoguera. En la planta baja había una chimenea. “Si estuviéramos
en invierno…” murmuró para sí. Pero estábamos en junio y ni él ni su mujer
habían encendido un fuego aquella noche. Volvió a la ventana. Miró hacia
delante. Luego hacia abajo. Instintivamente, dobló su cuerpo todo lo que pudo
trató de mirar hacia su propio salón. La ventana de su dormitorio no tenía
rejas. No las necesitaba porque no daba al jardín sino al barranco. Tampoco el
ventanal del salón tenía rejas. Mientras agachaba la cabeza y doblaba la
espalda, tratando de ver qué pasaba en la planta baja, pensó en saltar desde su
ventana, o en bajar desde ella hasta la ventana del salón. Era un pensamiento
estúpido, pues sabía perfectamente que ninguna de las dos opciones eran
factibles. De hecho, aunque tenía dos posibilidades, las dos se anulaban
mutuamente. Podía fácilmente salir por su ventana porque ésta no tenía rejas,
pero como el ventanal del salón tampoco tenía rejas, no disponía de ningún
lugar donde agarrarse. Así que intentar bajar ordenadamente desde su ventana o
saltar a lo loco desde ella equivalía a lo mismo: estrellarse contra una de las
enormes piedras del fondo del barranco.
Empezó a sentirse mareado. Se incorporó
un momento y volvió a asomarse, sacando su cabeza y su pecho hasta muy cerca de
la cintura y mirando fijamente hacia el fondo oscuro del barranco, donde un
leve resplandor iluminaba tenuemente los cantos puntiagudos donde se haría
trizas su cuerpo si continuaba arqueándose de ese modo. ¿Pero qué podía hacer?
El resplandor era cada vez más visible. ¿De dónde salía? Y ese ruido
insoportable, ese crepitar absurdo, ese chasquido constante viniendo no se
sabía bien de dónde… Todo le llevaba
otra vez a pensar en la chimenea. A imaginarse su mujer leyendo plácidamente un
libro al lado de la chimenea encendida.
“¿Me estoy volviendo loco?”, se
preguntaba. Y no era para menos. Llevaban dos meses viviendo en esa casa. Aún
no habían encendido la chimenea ni una sola vez, ni siquiera para comprobar que
el humo subía por donde debía. Las tuberías de los baños, la pintura de las
paredes, los desagües del tejado, la puerta del dormitorio… Para ser una casa
recién terminada, habían tenido un montón de problemas. Pero la chimenea no la
habían probado, ni siquiera por curiosidad. La imagen de su mujer leyendo junto
al fuego era totalmente inventada, un producto de su imaginación. Y sin embargo
no podía quitársela de la cabeza. Habían hecho tantos planes… Habían hablado de
tener un hijo, o dos, o tres. Y un perro, o dos, o tres. Y por supuesto qué no
sería todo fácil, que habrían momentos malos, como también ahora los tenían,
pero él estaba decido a cambiar, y dejaría de beber y buscaría un buen trabajo.
Y serían felices. Con sus hijos, su dinero, sus perros. Hasta ella lo decía:
“Seremos felices, muy felices”, le murmuraba al oído cuando estaban en la cama,
por la mañana o por la noche, y acababan de besarse o iban a empezar a hacerlo.
Y él le contestaba que sí, que tenía razón. Aunque luego ella se iba a trabajar
y él se quedaba solo. Se habían imaginado tantas veces como sería su vida
dentro de diez, de veinte, de treinta años, que casi parecía que ya la hubiesen
vivido.
Y ahora estaba encerrado en su propio
cuarto. Y había hablado con su mujer y ella se había dado media vuelta y había
entrado en la casa. Y…
Volvió a gritar desde la ventana. No
esperaba ninguna respuesta y no repitió su grito. Su mujer estaba ya muy lejos,
pero si alguien le oyó gritar su nombre, él nunca lo supo. Un crujido repentino
le hizo bajar los ojos. No pudo averiguar de donde provenía. Alzó la vista y
dirigió su atención hacia la casa de enfrente. Por un momento le pareció
distinguir una silueta oscura detrás de una ventana, pero de pronto recordó que
hacía días que no descubría a los niños jugando en el barranco. Los vecinos
tenían dos niños, que se entretenían tirando piedras a las pequeñas charcas del
fondo, y bajaban por la estrecha senda a pesar de los gritos de su madre que no
entendía porqué sus hijos tenían que ir a jugar precisamente ahí, con el
esplendido prado que tenían en la parte delantera de su casa. Y si los niños no
estaban, entonces sus padres tampoco debían estar. Tal vez se habían marchado de vacaciones. O
tal vez se habían mudado. Ahora era imposible saberlo. “Debí haber sido más amigable”, se dijo. Su mujer siempre quería invitarles a cenar y
él se negaba. Lo recordó y se sintió solo y desdichado.
Un penacho de humo ascendió hasta su
altura. Subía muy despacio y era negro y espeso. Alargó la mano y la agitó
torpemente. Empezaba a amanecer. En la negrura del firmamento brillaban
débilmente las estrellas. Cerró la ventana y fue hasta la puerta. La toco.
Estaba caliente. Bajó la vista y sonrió tontamente al comprobar que el humo
empezaba a colarse en la habitación. Aquel humo explicaba muchas cosas. Volvió
a su cama. Cogió el cuaderno que había dejado en su mesita de noche. Lo abrió.
Cogió su bolígrafo. Escribió una frase. Una simple frase. Pensó en su mujer.
Pensó que él no tenía ninguna capacidad para odiar. Cerró el cuaderno. Lo
depositó con cuidado en la mesita. Se metió en la cama. Alargó la mano hasta el
interruptor y apagó la luz. Después se cubrió bien con la sábana.
(Extracto del libro "La vida mientras tanto, ed. Groenlandia, 2011)
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